Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


El Hambre y la Miseria disputan Cachemira

Revista Confirmado
16.09.1965

El Hambre y la Miseria, anverso y reverso de una misma medalla acuñada por Gran Bretaña para consumo asiático, pelearon por un hueso: tal podría ser, a falta de explicaciones más racionales, la breve fábula o apólogo oriental que resumiese la increíble guerra indo-pakistana por Cachemira.
Un rápido repaso de las condiciones económicas vigentes en la península indica subraya el monstruoso perfil del conflicto: el ingreso anual por habitante es en la India de 60 dólares; en 60 años, el rendimiento agrícola por acre aumentó sólo en un 3 por cierto, en tanto la población —pese a la muerte por inanición, que cobra centenares de miles de víctimas— crece a razón del 2 por ciento anual. Sin embargo, el clásico país hambriento, el país test de la UNESCO y Josué de Castro, sostiene un ejército de casi un millón de hombres; una aeronáutica integrada por Mystére-IV franceses, numerosos Mig rusos, Gnat británicos e interceptores supersónicos de fabricación nacional, construidos sobre planos alemanes, además de cientos de Canberras, Hunter, Ouragan y Vampire; la marina de guerra india posee portaaviones, cruceros, fragatas y una poderosa aviación naval: recientemente se iniciaron gestiones en Moscú para adquirir submarinos.
Pakistán, donde se dan todas las condiciones miserables de subdesarrollo y atraso que padece la India, sólo que en menor población, mantiene unos 300.000 hombres en tierra, otros 250.000 como milicia de reserva (veteranos del servicio colonial británico); más de 200 aviones —incluyendo escuadrones supersónicos norteamericanos— y una armada reducida pero eficaz. La Miseria tiene, respecto del Hambre, la única ventaja de tener que repartirse entre menos afectados.
Para colmo del absurdo —ya que se invocan razones religiosas en el pleito fronterizo—, la India aloja a unos 50 millones de musulmanes que de acuerdo con la lógica occidental deberían residir en Pakistán; a su vez, este país —creado por Londres en 1947 para no perder el control de toda la península— cuenta con 6 millones de indios entre sus habitantes. Pero los desafíos a la racionalidad no terminan ahí: es la primera guerra entre dos países del Commonwealth, ambos miembros de las Naciones Unidas; es también —y esto alcanza a la aberración— la primera guerra, entre dos países, igualmente repudiada por USA y la U.R.S.A. Ni siquiera la actual polarización mundial, con su inocultable balanza de poder, ha logrado hasta ahora detener esa locura sangrienta. Menos aún los dialécticos esfuerzos de U Thant, alternativamente rechazados por la Miseria y el Hambre.
Esta guerra —la primera, también, en que la Unión Soviética pudo presentarse como mediadora— intensificó la hostilidad entre Moscú y Pekín, y entre Pekín y Washington; pone en serio peligro el statu quo mundial y no terminaría, aun en el improbable caso de que uno venciese al otro, con la posesión de Cachemira, cuya estratégica ubicación determinará fatalmente un acuerdo entre indios, pakistanos, chinos y la ONU, donde los votos norteamericano y ruso lo decidirían, y con razón.
Con toda la gravedad que inviste el problema, algo positivo y fecundo
ha aportado: terminar con la leyenda pacifista de los orientales, que durante años impregnó con su espíritu elusivo la literatura de las Naciones Unidas. Ningún conflicto latinoamericano, por ejemplo, encontrará oyentes bien dispuestos a escuchar alegatos de "no violencia" con citas de Gandhi y Nehru o sin ellas; así lo entiende el lúcido matutino parisiense Le Monde, que días atrás comentaba: "El mito de una India pacífica, no violenta, llena de sabiduría y moderación, la India de Nehru y de Khrisna Menon, entra en receso como tantos otros que se fundaban en una visión irreal de las cosas".
En Washington y en Moscú están revisando ya algunos prejuicios derivados de la excelente 'mise en scéne' que siempre aplicaron los "progresistas y democráticos pakistanos" y los "austeros y pacifistas indios". Por mucho tiempo lograron imponer su prestigio filosófico y moral a sólidos hombres de negocios como Robert McNamara, ex presidente de la Ford Company y actual secretario de Defensa de USA, y a veteranos bolcheviques encanecidos en la administración agrícola, pero ambos tipos de estadista moderno no reservan ya crédito para esos orientalismos. El más sorprendido y apenado de los espectadores de esta guerra es, sin duda, Estados Unidos: casualmente, y hasta hace pocos días atrás, armaba a ambos contendientes sobre la única base de constituir, los dos, naciones no favorables al comunismo.
Sin embargo, China comunista tiene un favorito, Pakistán, y aunque el gobierno de Ayub Khan no sea precisamente sospechoso de chinoismo ni cosa parecida, podría ocurrir que un vuelco de ayuda masiva por parte de Pekín decidiese la guerra. De todos modos, Moscú marcha con pies de plomo; evidentemente, los esfuerzos rusos tienden a evitar, no exactamente la prosecución del conflicto de Cachemira, sino el agravamiento de la tensión con los chinos.
He aquí como, en un mundo presuntamente dirigido sobre la base de premisas occidentales y modernas — capitalismo, marxismo, cristianismo, vuelos espaciales—, hambrientos confucianistas y haraposos musulmanes luchan en plantaciones arroceras para que chinos y rusos acorten la escasa distancia que los separa del supremo enfrentamiento. La guerra de Cachemira, termine o no dentro de pocos días por agotamiento de ambas partes, servirá para algo más que enseñar geografía asiática a los corresponsales y a algunos lectores de los grandes diarios; ha de dar —tiene que dar— a norteamericanos y a rusos una imagen más grave y más completa de las tensiones surgidas en los arrabales del mundo.
Entre tanto, también en el Vaticano se acumulan preocupaciones y pésames: el homenaje rendido por Pablo VI en la India a las grandes religiones orientales no queda bien parado —y no por su culpa, naturalmente— en Cachemira. En cambio, y como marcando involuntariamente otra dirección a sus desvelos ecuménicos, el Papa ha anunciado que viajará a Nueva York el 4 de octubre, es decir, poco antes de la clausura del Concilio. La palabra papal en las Naciones Unidas contribuirá a hacer olvidar un tanto los largos años de retórica orientalista, largas y flotantes túnicas, y esa especialísima hipocresía índica que Henri Michaux, en su clarividente libro Un bárbaro en Asia, ejemplificaba con muy pocas palabras: "Las vacas son allí sagradas; pero nadie se ocupa de darles de comer".

 

Ir Arriba

 

Cachemira
Shastri y Ayub Khan cuando aún discutían desarmados


 

 

 

 
 

 

 

Búsqueda personalizada