Checoslovaquia con la mordaza

"Hay que pertenecer a alguna internacional. A cualquiera. En realidad, se ayudan unas a otras. Acabo de ver, en la frontera austrocheca, qué bien cooperan el Opus Dei y los comunistas." Fueron éstas, la noche del sábado, las primeras palabras telexeadas por Osiris Troiani, desde una Viena cubierta por la lluvia apacible. Fueron, también, su comentario paral la breve aventura que le permitió entrar en la agitada Checoslovaquia. Según parece, un progresista capitán de la Policía de ese país fortaleció sus ahorros dejando pasar dos o tres periodistas occidentales por noche. Las expediciones se organizaban en el Club de Prensa vienés, bajo la influencia de la organización católica de monseñor Escrivá. El lunes 26, a las cuatro de la madrugada, en una aldea de Bohemia Meridional, de cuyo nombre más vale no acordarse, un Opel azul matriculado en Bratislava se introdujo en territorio checo: en él, además de Troiani, iba un colega argentino y otro español. Cien horas después, esquivando las patrullas soviéticas, volvieron a Viena en busca de la línea de telex.

El general de la nívea cabeza ha salido al balcón del castillo, donde flamea el estandarte con el león de Bohemia y el lema del reformador Juan Huss: La verdad triunfa. Volvió en la madrugada del martes 27, al frente de un pelotón de fantasmas. Están lívidos, exhaustos, no se preocupan de imitar el aire marcial del viejo.
—Svoboda, dinos la verdad.
Ahora es mediodía y los adoquines centellean. Sobre ellos piafa un gentío frenético. Los muchachos de cabello largo y las chicas en minifalda son trescientos, tal vez quinientos. Pero se adivina que son los dueños de la plaza, como del país. Los mayores los siguen, como hipnotizados.
—Svoboda, queremos saberlo todo.
Los ojos, las voces, los puños, se dirigen hacia Hradcany, el castillo que domina Praga con el injerto barroco de agujas y cúpulas al que debe su fascinación la "ciudad dorada".
—Svoboda, ¿qué habéis hecho en Moscú? Habla claro.
Svoboda, Svoboda, Svoboda, Parecen frases de la literatura escolar patriótica, porque esa palabra significa "libertad". Se trata, esta vez, de un hombre de carne y hueso, con un estilo y una biografía inconfundibles.
El cura de la iglesia de San Antonio lo recuerda como su parroquiano de veinte años atrás. No llevaba uniforme militar; tampoco aceptaba el trato de "camarada". Era un general-ciudadano, uno entre tantos en la República de Masaryk y Benes. Después de la revolución comunista de Gottwald y Zapotocky, hacía de contador en una cooperativa agrícola. Y allá fue a buscarlo Kruschev para colgarle la condecoración de héroe de la URSS.
¿Por qué de la Unión Soviética? Si en la Segunda Guerra comandó las tropas checas aliadas a Stalin, en la Primera luchó junto a los zaristas, porque necesitaba su ayuda para liberar a su país del dominio austriaco. Ludvik Svoboda encarna la tradición nacionalista del viejo Ejército checo. Nacionalista, es decir, filo-rusa. La geografía obligaba siempre a elegir San Petersburgo contra Berlín y Viena.
Exactamente una semana atrás, en la fatídica noche del 20 de agosto, cuando un pueblo inerme ya empezaba a inmolarse bajo una arrolladora maquinaria de guerra, y la masacre, el genocidio, parecían inevitables, nadie en el mundo podía interponerse. Nadie sino este aplomado anciano de 72 años. Y, ante su penacho blanco, el comandante de las fuerzas de ocupación, general Iván Grigorievich Pavlovsky, bajó los ojos, avergonzado.
Svoboda, Alexander Dubcek, Oldrich, Cernik, Josef Smrkovski, regresaron a Praga a las 4 del martes último, y el pueblo, que los había esperado con mortal ansiedad durante cuatro días, comprendió al despertar que estabas en la ciudad, en los viejos palacios. en sus oficinas, de las que fueron arrancados por el invasor. ¿Cómo lo intuyó? Es que los rusos, al parecer, se habían marchado. Durante la noche, los blindados desaparecieron, como los puestos de control que bloqueaban los puentes y algunas avenidas. No más soldados extranjeros ante los edificios públicos; los custodiaba la Policía checa.
La explosión de alegría resultó enorme, comentaron más tarde los testigos. Pero efímera. A las primeras manifestaciones, los tanques, cobijados entre la fronda, otra vez apuntaron al cielo, a las ventanas. Otra vez, en las torrecillas, asomaron unas cabezas rubias casi adolescentes, con ojos llenos de asombro, de pena, de miedo, de ira. La multitud se encrespaba, se caldeaba. De un momento a otro se reanudarían los tiroteos de los primeros días.
Lo más extraño era que las radios clandestinas, de pronto, transmitieron llamados a la calma, como las otras.
—Hemos sido vendidos. Nos han traicionado —comentaban los jóvenes.
Los adultos terciaban:
—Dicen que hablarán a mediodía. Escuchémoslos, entonces.
En ese momento, el Presidente se adelanta, firmes la voz y el gesto, aunque incómodo, como un padre que se ve en el trance de dar explicaciones. "Queridos compatriotas —comienza—. Estoy seguro de que no los habremos defraudado." Sus queridos compatriotas acaban de entender: se figuran que, mientras él habla, un ruso le frota su revólver en las costillas. Básicamente, la imagen no es incorrecta.
Como soldado, Svoboda conoce muy bien la catástrofe que puede acarrear el choque de un Ejército con armas modernas (unas quince divisiones blindadas y de infantería, cerca de 200.000 hombres), y un pueblo indomable. Por esa razón consideró que su deber de Presidente era hacer todo por impedir la efusión de sangre "entre pueblos que siempre vivieron amistosamente". Crece un inmenso mugido de desdén. "Pero mientras tanto —se apresura—: hemos logrado asegurar los intereses fundamentales de nuestra patria."
"No quiero negar que por mucho tiempo seguirán abiertas las dolorosas heridas"; sin embargo, ya que ambas naciones se hallan ligadas por "un destino común", no queda sino establecer entre ellas "una sincera colaboración". Checoslovaquia "no puede estar sola en la comunidad socialista". En suma, los rusos se quedan.
"Se ha llegado a un acuerdo para su retiro progresivo y completo." Lamentablemente, no hay fecha. Es un acuerdo condicionado: Checoslovaquia debe hacer méritos, cumplir determinados compromisos. Svoboda parece impacientarse: ¿no comprenden? "Hasta entonces, la presencia de tropas extranjeras es una realidad política."
Pero él ofrece como garantía su responsabilidad de Presidente y de militar: el país persevera en sus fines. ¿Cuáles fines? Crear un "socialismo humano". Es la nueva fórmula: hablar, como antes, de una "democracia socialista" no tendría el menor sentido. El Presidente concluye con un viva a Checoslovaquia y otro al socialismo. Responde un griterío indescifrable.
Está claro: los líderes checos aceptaron el protectorado soviético. No había alternativa. También está claro que el pueblo, tristemente, los seguirá. Primero vivir, después lamentarse.
Porque en la plaza, frente al castillo, no se encuentra, naturalmente, todo el país. En realidad no hay más que 5.000 personas, y nunca hubo más, durante los meses en que Checoslovaquia vivió su ilusión de libertad. Nunca hubo más, salvo el día de la invasión: entonces la cólera inundó las calles como un torrente de lava.
Hoy, en cambio, la gente fue a trabajar como todos los días. Las amas de casa vuelven, del mercado; se detienen a charlar un rato en las esquinas; ellas también han entendido, sin encender el transistor. Resignadas, levantan los ojos al cielo blanco; suspiran, se van, bamboleándose como gansos. Llevan sobre los hombros la antigua sapiencia popular, la terca y cínica conformidad de las madres. La vida recomienza.
El pueblo se ha partido en dos. Los jóvenes gritan su furor. Los otros se encierran en una atroz desesperanza. A medida que la tarde declina, la división se torna más honda. Comienza a percibirse una especie de resentimiento mutuo. No se puede contar con esta chusma, parecen pensar los jóvenes; y los otros: ¿cómo pudimos dejarnos arrastrar por estos locos?

El soldado Sveik
Checoslovaquia vuelve a reconocerse en el soldado Sveik, exageradamente cauteloso, atolondrado en apariencia, pero con una rara perspicacia para el arte de sobrevivir. Este personaje de novela, del que se rió Europa entera hace medio siglo, es hoy, en Praga, el centro de todas las discusiones intelectuales y políticas. El soldado Sveik sería la clave del carácter y el destino de todo un pueblo.
Algunos checos se ofenden cuando se les identifica con él, con su escasa disposición al heroísmo. "Se necesita calma", repite en toda ocasión. Para otros, lo valioso no está en su calma sino en. su humanidad y en cierta sabiduría infusa. Haciéndose el tonto para salvar la piel, defendiéndose como podía del absurdo, de la estupidez, de la burocracia, el soldado Sveik termina por paralizar los engranajes del Imperio Austro-Húngaro.
Si los checos —"el más infeliz de los pueblos", decía Goethe— sobrevivieron históricamente, apretados entre naciones más fuertes y agresivas, acaso lo deban el sveikismo. Pero en esta emergencia han añadido una altivez y un sentido de la disciplina ciertamente heroicos.
No es verdad, como dejaron suponer excitados cronistas, que hayan ofrecido una feroz resistencia armada, que se lanzaran bajo los tanques o se tirotearan con los invasores, excepto los casos aislados. Se mencionaron centenares de muertos: de hecho, no hubo sino once ceremonias fúnebres en todo el país. Tampoco debe imaginarse que el comportamiento de los rusos fue brutal, como denunciaron en los primeros días —era un recurso lógico— las emisoras clandestinas. Lo que asombra, por el contrario, es la impavidez con que oficiales y soldados soportaron el desprecio unánime de los agredidos. Lo soportaron, mas no lo olvidarán.
La actitud de los checos demostró que un pueblo indefenso, pero de elevada cultura y persuadido de su razón, es inconquistable. Cuanto mayor sea la desproporción de fuerzas, más poderosa es la resistencia moral. En nuestros días, decididamente, la intervención armada es un anacronismo, y tan burdo que una gran potencia no puede permitírselo sin descalificarse como tal. Quizá los norteamericanos, tan habituados a practicarla, hayan descubierto en el prójimo el ridículo que los agobia cuando se comportan como los gendarmes de medio mundo. No es tiempo para esa profesión.
La orden de no luchar, impartida por Svoboda a su Ejército, no fue una capitulación; sí la forma de lucha más adecuada a las circunstancias. Pues el general Pavlovski, después de haber tomado Checoslovaquia en cuatro horas, vio que sólo tenía en su poder unos puentes y unas plazas. El pueblo se sintió, ante la agresión, más unido que nunca, y solidario —ahora sí— con su Gobierno. No hubo defecciones. Hasta los presumibles cómplices cambiaron de frente. Se sabía, por ejemplo, que la Milicia Obrera apoyaba a Antonin Novotny contra Dubcek, y tal vez se sospechó que colaboraría; por el contrario, el ocupante la disolvió.
Los quinientos tanques llegados a Praga no servían para nada; la multitud, rodeándolos, los inmovilizó. Para entrar en acción tenían que ejecutar una matanza; les estaba prohibido. Aterradores paquidermos, su propio tamaño los incomodaba: se los veía indefensos, expuestos a la burla y al desprecio de sus posibles víctimas.
No podía ser bueno, para la disciplina militar, el contacto entre 14 millones de civiles convencidos de su derecho, y un cuarto de millón de soldados desencantados de todo cuanto se les inculcó desde la infancia. La cruz gamada que los checos dibujaban con tiza en los tanques soviéticos era una injuria irresistible. Es la diferencia con el nazismo: la propaganda comunista será propaganda, pero los valores que ensalza son nobles, humanitarios, y el pueblo ruso está a merced de su conciencia. Una larga permanencia de las tropas en medio de una población hostil e inteligente, que les rehusaba hasta el agua para beber, si bien buscaba con tenacidad el diálogo, sólo podía desmoralizarlas peligrosamente. El Mando soviético, por precaución, decidió rotarlas casi día por día: así, no será un cuarto de millón de hombres, sino tal vez el" doble, quienes lleven a la URSS y a los otros Estados socialistas el bacilo de la rebelión.

La verdad triunfa
El país estaba ocupado por extranjeros y todos los servicios siguieron funcionando bajo la propia autoridad. La gente escuchaba las radios clandestinas ante la mirada atónita del enemigo; se vendían libremente los diarios ilegales; los muchachos pintaron millones de afiches en un jardín público, sin que nadie los molestase. Curiosa situación: el Ministro del Interior, Pavel, llegó a emitir un comunicado en el que felicitaba a los miembros de la resistencia.
Ciertamente, los rusos no entraron a Checoslovaquia para prender a los dirigentes y llevárselos a Moscú; cambiaron de planes al ver que el "país hermano", absteniéndose de combatir, se negaba a rendirse. Por lo tanto debieron, ellos también; aceptar la realidad: sólo se podía tratar con hombres cuya fuerza reside en el acatamiento popular, ganado —precisamente— con su terco repudio a las pretensiones del régimen soviético.
En todo caso, querían limitar su reconocimiento de la legitimidad a la sola persona del Presidente Svoboda; para ellos, el Secretario General del Partido Comunista, Dubcek, había terminado su vida política. Todos o ninguno, decidió Svoboda. Si el Gobierno y el Partido deben reorganizarse, lo harán a su debido tiempo: no es cuestión que interese a una potencia extranjera. Hasta entonces, son ellos quienes hablan en nombre de Checoslovaquia. Dubcek, Cernik, Smrkovski, fueron admitidos; los colaboracionistas Bilak, Indra, Kolder, Barbirek, se guardaron de romper la disciplina; la fracción más radical se negaba a todo entendimiento con el Kremlin, y por lo menos uno de sus miembros, Frantisek Kriegel, no figura en el comunicado, aunque estuvo en Moscú.
El comunicado, un pozo de retórica, se divulgó el mismo martes; nada explícito, como siempre lo son estos documentos, echaba una cortina sobre noventa y seis horas de laboriosas tratativas, de las que participaron, el domingo y el lunes antepasados, los cuatro "aliados" de la URSS: el temeroso Ulbricht, el sibilino Gomulka, el servil Zivkov, el acomplejado Kadar. El domingo, en una aldea yugoslava, a 14 kilómetros de la frontera con Rumania, los dos ausentes de las gestiones moscovitas, Josip Broz y Nicolae Ceausescu, habían medido las posibilidades de que los rusos imitaran en sus tierras el atropello a Checoslovaquia; luego, alertaron a sus tropas.
Si la declaración conjunta era deliberadamente ampulosa y oscura, las órdenes que esconde no lo son tanto. Al menos, en su discurso del martes 27, Dubcek terminó bañado en lágrimas después de asegurar que el pueblo checo no fue vendido ni aplastado en las conversaciones de Moscú, y de pedir a su conciudadanos confianza total en el Gobierno. Pero ya circulaban por Praga unos volantes con una sola palabra: Zradci (Traidores).
La Asamblea Nacional tuvo, el miércoles, un último gesto de lirismo: rechazó el acuerdo de Moscú. Lejos de Praga, en las Naciones Unidas, la delegación checa retiraba de la agenda del Consejo de Seguridad del tratamiento de la invasión; era uno de los puntos acordados en Moscú. El jueves, Smrkovski, presidente de la Asamblea, revelaba los demás: "Se tomarán medidas excepcionales en las esferas de la prensa, la radio y la televisión. Se promulgarán leyes para la disolución de los clubes políticos y para impedir la formación de ellos. Habrá restricciones a la libertad de reunión y deberán concederse poderes extraordinarios al Gobierno".
La fracción radical, cuyo jefe es Cestmir Cisar, pagará los gastos de la operación. Según parece, a fines de semana Cisar permanecía en su semiclandestinidad, examinando tal vez la conveniencia de que alguna figura de relieve se pronuncie contra el acuerdo, para no dejar sin expresión política al sector que no ha renunciado al sueño de la "democracia socialista". Vilhan, Secretario General interino durante la ausencia de Dubcek, elegido por el XIV Congreso del PC, que se celebró bajo la ocupación, probablemente tendrá que salir del Presidium, restituir su cargo a algunos de los colaboracionistas expulsados.
La guerra de nervios dislocaba las noticias. Hacia el jueves pasado se insistía en que los rusos iban a digitar un nuevo Comité Central, de 150 miembros (el anterior a la invasión, de 110, mostraba un empate de dubcekistas y novotnistas), antes de destronar al Secretario General y a sus adictos. En cambio, también el jueves se anunciaba la destitución de Vasil Bilak, uno de los colaboracionistas, de su puesto al frente del PC eslovaco, y su reemplazo con Gustav Husak, Viceprimer Ministro, un liberal. Fue Husak quien sostuvo, a su retorno de Moscú, que sería preciso anular las decisiones del XIV Congreso (agosto 23).
También es posible que se retiren los cinco Ministros que se hallaban en Belgrado, el 20 de agosto, y que amenaza con conformar un Gobierno en el exilio; entre ellos, el economista Ota Sik.
La victoria moral checoslovaca no cancela el hecho de que el país, ocupado por el tiempo que los rusos estimen necesario, ha perdido su soberanía, pues tiene que rendir cuentas por unos compromisos que, naturalmente, no figuran en los acuerdos: son implícitos, como los de Cierna y Bratislava, cuyo incumplimiento provocó la invasión.
Ahora es evidente que, desde tiempo atrás, Svoboda recomendaba prudencia al bando liberal del Presidium, el cual, aliado a los intelectuales —comunistas o no—, se disponía a eliminar definitivamente al bloque conservador y llevar adelante un experimento político que pone en entredicho "la hegemonía del Partido", principio esencial del socialismo leninista. El general sabe que Moscú, que ha tolerado los pujos nacionalistas de Rumania, brama de coraje cuando se lesiona ese principio, pues cree que el socialismo sin partido único no tardaría en confundirse con el neocapitalismo (ver página 27).
Dubcek, sin duda, comparte este criterio, pero ha dejado a sus amigos de Literarni Listy especular vagamente sobre el regreso a un pluralismo que, si no implica de antemano la derrota del PC, por lo menos lo obligaría a convertirse en una agrupación electoralista como las otras, atenta a la seducción momentánea del ciudadano y no a "la construcción del socialismo".

Un estrecho desfiladero
Esa renuencia suya a desprenderse de los peligrosos amigos con cuyo respaldo alcanzó el poder, lo incapacita, en cierto modo, para dirigir el Partido en circunstancias tan delicadas. Las mismas críticas le formulan en Praga —y no necesariamente sus adversarios—, por no haber anulado las visitas de Tito y Ceausescu, tan inoportunas después del precario arreglo de Bratislava, o por no haber evitado las demostraciones contra el sañudo Ulbricht, Dubcek es un emotivo: el viernes pasado, antes de pronunciar un nuevo discurso, sufrió una aguda crisis nerviosa, puntualmente captada por la televisión. Es probable que él mismo desee apartarse; pero ese hecho sería interpretado por sus compatriotas como una imposición de los rusos, con lamentables consecuencias.
La figura central del drama es, sin embargo, Ludvik Svoboda. Casi olvidado hace un año, el instinto de conservación de su pueblo lo trajo al castillo Hradcany, en cuyo balcón flamea el estandarte con el león de Bohemia y el lema La verdad triunfa, del reformador Juan Huss. Cuenta con el compasivo afecto de todo el pueblo y es el único estadista checo respetado por Moscú. Para volver a la libertad, será preciso avanzar por un estrecho desfiladero; los años de su vida no le bastarán, quizá, para devolver a Checoslovaquia su rango entre los países socialistas; tampoco las simpáticas mañas del soldado Sveik. El Presidente propone la altivez y la disciplina. 
PRIMERA PLANA
3 de setiembre de 1968

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Kriegel, Sik, Bilak y Kolder - Svoboda
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