CHANSONNIERS
La vuelta a sí mismo en ochenta años

En un escenario cubierto de telones oscuros, donde surgía como una aparición, únicamente un piano y un pianista acompañaron, noches pasadas, a Maurice Chevalier. El solidario Fred Freed sirvió de guía musical a un experto de las tablas desde principios de siglo. La platea del Opera rebosaba de galas y de gente dispuesta a una admiración compasiva, tal como ocurrió en el mismo lugar cinco años atrás, Todos estaban listos para asistir a una sesión de obstinada supervivencia, mechada de nostalgias.
Sin embargo, las mortificaciones empezaron de inmediato. Irreverentemente, el gran Momó apareció para sorprender a sus adoradores con dos ausencias: no usaba smoking ni bastón; solamente el sello de su rancho coronaba sus canas y descendía a ratos en un viaje hacia la cintura y el pasado. Un traje azul, una sonrisa tranquila y Valentine, fueron sus armas de sondeo. A medida que se establecía la comunicación, iba corrigiendo todas las prevenciones de la selecta masa de espectadores.
El martes de la semana pasada había descendido en Buenos Aires, uno de los puntos de su gloriosa vuelta al mundo. Su sonrisa no se quería extinguir pese a la nocturnidad de Ezeiza: un traje gris, corbata borravino sobre camisa blanca, abrigo verde musgo y una gorra con visera, a cuadritos negros y blancos, remataba la presencia esperada; un anillo de piedra verde adornaba su meñique izquierdo.
Después, en la conferencia de prensa, anunciaría: "No soy un joven de 80 años; soy un viejo que conserva cierta frescura". Pero en realidad se equivocaba. La noche de la premiére accedía, paso a paso, hasta una nueva dimensión de su estilo. Una sonrisa menos brillante que la de otras décadas -la del 20 o la del 50, cuando lo vio Buenos Aires- hacía juego con profundas sutilezas. Con inefable instinto conjugó experiencia y actualidad. Cuando el publico ya había sido ganado por su campechanía refinada, razonó desde su sitial: "Un artista debe vivir integrado con su época. Si yo persistiera en cantar a la belle époque, mi hora habría pasado junto con ella".
Desde La seine y Ma pomme hasta un Pot pourri français, Maurice cantó y recitó, amagó pasos de baile y se burló de las nostalgias, achicando el escenario, confundiendo a la platea, hasta conseguir que la gente olvidara cuántos años y qué pasado hacían venerable a ese cautivante señor y se entregó —sencillamente— a gozar de un espectáculo, tan prodigiosamente dosificado, que parecía espontáneo.

Recordando sus comienzos
Hasta las rutinas —el "sonido" en que dialogan ingleses, italianos, rusos, americanos y chinos— fueron resueltas con maestría. Pero su aparición tuvo, sin duda, dos culminaciones: la magnífica parodia de la imitación que Sammy Davis Jr. le dedica regularmente, en la que saltó, bailó y agudizó frenéticamente sus propias demagogias de otrora, y C'etait la miss, una bellísima evocación de Mistinguett que sólo él podría permitirse recitar.
Más de una vez ha recordado que sus principios fueron circenses, casi payasescos: "Yo, en realidad, soy un cómico de la legua". Y así era antes de cumplir 20 años, hasta que, precisamente, Mistinguett puso sus ojos en él.
Pero esta deliciosa velada, en la que todo el mundo se sentía reconfortado consigo mismo, con la vejez y los lugares comunes, tuvo un melodramático final. Después de entonar Au revoir, recibir cálidos aplausos y retirarse, en medio de los comentarios y la salida, se oyó otra vez su voz. El público volvió, se sentó en cualquier parte, aplaudió nuevamente, agradecido. Entonces cantó Quand j'aurai cent ans. Más aplausos. Se retira pero vuelve, cuando la mitad del público está en los pasillos. Canta entonces There is no business like show business, se inclina para estrechar la mano de los espectadores que se le acercan y agradece, agradece febrilmente: "A ustedes los aplausos y la gratitud, a ustedes que me han hecho vivir". Sonríe, quiere seguir cantando, es decir, no quiere abandonar el escenario. Su afán es patéticamente evidente, no se resigna a que la noche acabe, cómo si el retrato de Dorian Gray lo acechara detrás de las cortinas,
Ochenta años después de comenzar esta aventura, Edouard Saint-Leon, famoso por su egoísmo, ha descubierto que sólo la generosidad puede conseguirle permanencia. Y quiere dar mas, mucho más. Pero el público, confundido sin saber por qué, se retira.
PRIMERA PLANA
13 DE AGOSTO DE 1968

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Maurice Chevalier
Maurice Chevalier

 

 

 

 

 

 

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