Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


CHINA SE AVECINA

Revista Periscopio
05.05.1970

Los chinos ya no se saludan con una reverencia, ni con el puño cerrado; adoptaron el apretón de manos, aunque a veces surgen confusiones y la mano izquierda estrecha a la diestra. Pero ellos no se preocupan. Hay otras costumbres extranjeras que reclaman toda su atención: colocar un sateloide en órbita, por ejemplo.
El viernes 24 de abril, una fecha que no olvidarán, lo consiguieron; el 25 por la mañana la agencia Nueva China anunció que estaba allí, en el espacio, circundando la Tierra una vez cada 114 minutos. Muy pocos datos más: pesa 173 kilogramos (el doble que el primer Sputnik soviético), tiene una órbita elíptica (2.348 kilómetros de apogeo; 439 de perigeo), transmite datos telemétricos en código. Lo demás no hizo falta: todos pudieron escuchar El Oriente es Rojo, un himno dedicado a exaltar las virtudes del Presidente Mao, que el aparato no cesa de difundir; también, ver al satélite cuando surcó, en triunfo, el cielo de China.
Fue el delirio: obreros y campesinos juraron aumentar la producción en todos los frentes, los diarios desbordaron titulares rojos. Por la noche, en Pekín se encendieron reflectores gigantes: las sombras no debían malograr la euforia y la algarabía.
La URSS, vecina envidiosa, optó por la indiferencia. Pravda apenas regaló diez palabras, en una página interior, a la hazaña. Es que durante una década los rusos insistieron, sin cesar, en la misma teoría: los chinos están demasiado ocupados adorando a Mao como para hacer algo útil. ¿Cómo explicar ahora este avance? Si no hubiesen olvidado a Marx podrían haber alegado, al menos, que la historia suele dar estos saltos.
Albania envió una nota de felicitación. Corea del Norte aprovechó la, oportunidad para agitar las banderas. "Fue un rudo golpe para los imperialistas dirigidos desde Estados Unidos —recitó—, quienes están acentuando sus maniobras agresivas y una política de chantaje nuclear." Los ingleses —que pierden colonias pero nunca el sentido de la oportunidad-— se plegaron a los fastos: el mismo Anthony Wedwoog, Ministro de Tecnología, elogió la tarea de los ingenieros chinos.
No es para menos; de país devastado, China Popular pasó a ser la quinta potencia que pisa, por sus propios medios, la era espacial (primero fue la URSS, en 1957; después USA, en 1958: Francia, en 1965 y Japón en febrero de este año).
En Occidente corrió un cierto pánico: China podrá tener, en poco tiempo, cohetes guiados intercontinentales. Los expertos militares norteamericanos trataron de calmar los ánimos. "No hace falta mucho, en realidad, para poner en órbita algo de ese tamaño", minimizó uno. Melvin R. Laird, el Secretario de Defensa, acotó que el Pentágono había previsto el lanzamiento hace ya dos meses.
Thomas Paine, director de la NASA, fue más cauto. "Cuando tengamos conocimientos adicionales sobre el satélite y su capacidad de funcionamiento podremos deducir su valor", dijo. Sin embargo, el tema ya se coló por la ventana en las conversaciones sobre desarme que soviéticos y norteamericanos mantienen en Viena. Hubo que sopesar, por fuerza, al nuevo ingrediente del tablero estratégico internacional. Nixon, entretanto, aprovecha la coyuntura para batir a los opositores del sistema Safeguard de cohetes antibalísticos, una propuesta que comenzó a discutirse en la Cámara de Representantes el miércoles pasado.
En realidad, no hay acuerdo —ni certeza— acerca del monto de peligro que puede desatar China espacial. Heinz Kaminsky, director del Instituto Bocum para la Investigación Espacial, en Alemania, cree que "el peso del lanzamiento demuestra que los chinos tienen un cohete propulsor capaz de llevar carga atómica a cualquier parte del mundo". En USA en cambio, se dice que por ahora no hay riesgo: Pekín recién contará con proyectiles efectivos de alcance medio dentro de dos o tres años y no se espera que dominen la técnica de los intercontinentales hasta dentro de cuatro. Eso sí: la URSS —dentro del radio de acción de los misiles—tendría que poner ya las barbas en remojo.

EL GRAN SALTO
Después de varios siglos, Occidente sólo dejó una enseñanza: la ambición suele ser una de las armas más terribles. China fue saqueada sin piedad.
Aprendida la lección, no tuvo más remedio que recuperar el terreno perdido. Los chinos hicieron estallar su primera bomba atómica en octubre de 1964: dos años y ocho meses más tarde probaron la de hidrógeno. La etapa se cubrió en tiempo record: USA tardó más de siete años en recorrerla; Inglaterra casi cinco; la URSS cuatro. La política del salto, como se la llama, es algo más que un slogan jactancioso.
No hubo generación espontánea; quemar tantas etapas intermedias en sólo veinte años es el resultado de un esfuerzo quizá sin precedentes. Aunque no es mucho lo que se sabe acerca de la política científica china, es posible trazar las coordenadas del vertiginoso proceso.
No hay que olvidar, por ejemplo, que durante doce años (1950-1961) recibió ayuda soviética en distintas ramas de la ciencia (aunque tampoco que, en lo que concierne a material bélico, la información nunca fue generosa) . Por otro lado, China Popular tiene sólo 20 años de existencia; no está lejana la época en la que algunos de sus jóvenes estudiaban en el exterior. Estos científicos —formados hace dos o tres décadas— constituyen los cimientos de la educación superior china. Se calcula que hay alrededor de 5 mil especialistas.
Claro que tuvieron que crear condiciones internas adecuadas. El Gobierno reorganizó la educación y la investigación científica, creó numerosas escuelas e institutos en diferentes niveles. El presupuesto creció de 813 millones de yens, en 1951, a 13 mil millones, en 1960.
Los institutos de nivel superior se multiplicaron varias veces: de 194, en 1955, a 400, en 1962. Y los estudiantes: en 1949, sólo 117 mil cursaban estudios superiores; en setiembre de 1962 ya eran 820 mil. Los técnicos e ingenieros: 671 mil en 1963, contra 58 mil en 1952. "Este país tiene más necesidad de cantidad que de calidad, al menos para comenzar", solían decir los visitantes. Los chinos demostraron que ambas cosas no son inconciliables; o, si se prefiere, que ellos ya han comenzado.
En medio de la baraúnda, casi pasó inadvertido el lanzamiento soviético del lunes 27. Ocho satélites no tripulados —Cosmos 336 al 343— fueron arrojados a la órbita terrestre propulsados por un sólo cohete. Rusia —junto a USA— tiene el liderazgo, nadie puede discutirlo. Pero ya no podrán mirar a China por encima del hombro. "Los griegos vivieron, en otro tiempo —filosofaba Tucídides—, como viven ahora los bárbaros".

POR CHIEN VUELAN LOS COHETES
"Es culpa nuestra, culpa nuestra", no se cansó de repetir George Miller, Diputado por California y presidente del Comité Espacial norteamericano. Se refería, por supuesto, a Chien Hseu-shen, la eminencia gris del brinco espacial chino. Y, también, a Joseph McCarthy, el energúmeno que sembró la paranoia, desde su banca de Senador, en la década del 50. La hipótesis es ingenua: si lo hubiéramos tratado mejor —supone— Chien no estaría con los comunistas.
En política, es notorio, los lamentos nunca sirvieron de mucho. Ni siquiera los métodos algo más contundentes. "Sería capaz de matarlo antes de permitirle salir; sabe demasiadas cosas sobre nosotros, y vale por cinco divisiones en cualquier otra parte", atronó, en 1950, el entonces Secretario de Marina, Dan Kimball. En 1955, Chien abandonaba Estados Unidos, rumbo a su país.
Nació en Shangai, y allí hizo sus estudios secundarios. En 1935 tuvo la gran oportunidad: una beca para seguir su carrera en usa. En el Instituto Tecnológico de Massachusetts, su primera escala, ya demostró cualidades científicas poco comunes; pero su verdadero despegue se produjo un año después, cuando pasó al Instituto Tecnológico de California. Entonces conoció a Theodore von Karman, un judío-húngaro especialista en turbinas. Chien fue uno de los pocos estudiantes que consiguió el favor de trabajar con Karman.
No dejó de acumular éxitos: profesor en los dos Institutos donde había estudiado, especialista en aerodinámica y propulsión de reacción; durante la Segunda Guerra dirigió la sección cohetería del Consejo Nacional de Asesoramiento Científico para la Defensa. En 1945 lo enviaron a Alemania; la misión: estudiar los sistemas de cohetes desarrollados por los científicos de Hitler. Su informe final resultó tan valioso que el general Henry Arnold, jefe del Cuerpo Aéreo, lo distinguió en forma oficial. Por entonces, ya era coronel del Ejército norteamericano.
Volvió, al fin, a la docencia, y hasta se dio el lujo de hacer un viaje de placer a China, en 1947. Después, fue nombrado director del laboratorio de propulsión de reacción de Guggenheim. Un porvenir científico brillante lo esperaba. Claro que —paradojas de una carrera— nadie podía sospechar que la cita era en otro lado, en una potencia rival.
Sólo en 1950 el FBI descubrió que Chien asistía a reuniones de simpatizantes comunistas, casi todos científicos del Sur de California.
Comenzaron los dolores de cabeza. Coincidieron, además, con la intervención de China comunista en la Guerra de Corea. Se desplomó una orden de deportación en contra de Chien; pero no se la pudo aplicar: sabía demasiado. Por fin, el 7 de setiembre de 1950, fue arrestado cuando estaba por enviar a Shangai casi una tonelada de documentos científicos. Aunque las investigaciones demostraron que no eran datos secretos, se le declaró persona no grata. Grant Cooper —el abogado consejero de la defensa de Sirhan B. Sirhan, el asesino de Robert Kennedy— pudo hacer muy poco por el vapuleado sabio. Pesaban demasiado sus antecedentes; y hasta una escapada que no consumó, gracias a los agentes secretos en Honolulú, donde lo detuvieron.
Cinco años de arresto le parecieron suficientes a la Administración Eisenhower. Chien, alejado de los sistemas de defensa, sin contacto con las investigaciones, era ya inofensivo. En setiembre de 1955, con su mujer y sus dos hijos, partió.
Apenas pasaron unos meses; en febrero de 1956 era director del Instituto de Mecánica en la Academia China de Ciencias. Tres años más tarde ascendía a jefe del Departamento de Mecánica e Ingeniería en la Universidad de Ciencia y Tecnología. En abril del año pasado, llegaba a la cumbre: desde entonces es miembro suplente del Comité Central del Partido Comunista chino.
Había sostenido en 1950: "Si yo pensara, como lo hago ahora, que la guerra puede resultar un bien para el pueblo chino, pelearía por los Estados Unidos". Después de cinco años de prisión, ya liberado —al mismo tiempo China soltó a once pilotos yanquis, pero el Departamento de Estado negó que fuera un canje—, dijo con amargura: "En América hay libertad, pero sólo para los norteamericanos".
Nunca se sabrá si un lustro antes Chien era sincero, como sostienen muchos norteamericanos. O si, por el contrario, no hizo sino engañar con esa sabia y lúcida paciencia oriental.

 

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