Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

CINE
LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

Revista Periscopio
23.12.1969

En el siglo I de la Era Cristiana, Gaius Titus Petronius, bajo el reinado de Nerón, escribió, años antes de suicidarse, acusado de participar en una conspiración contra el príncipe, una desenfadada novela picaresca: El Satiricón, o más exactamente 'Satiricon liber', es decir 'Libro de aventuras satíricas'. Administrador de los placeres del déspota, epicúreo cínico y refinado, documentó, sin ninguna malicia, la vida licenciosa de su tiempo. Sus héroes, Encolpius, Ascyltos y Giton son verdaderos exploradores del libertinaje: viven de las mujeres, practican toda suerte de raterías, se aprovechan de los nuevos ricos, son homosexuales y cometen todos los vicios con la inocencia más natural del mundo. Irresponsables en un mundo pagano, no tienen ninguna noción de la conciencia tal como se la entiende en nuestros días. De allí, la viveza, el alegre impudor, la lozanía y, en suma, la inalterable buena salud de una obra perfectamente amoral.
Durante la primera parte de la Edad Media, muchas páginas del libro se perdieron y hoy no es sino una colección de fragmentos penosamente juntados, cuya suma no representa sino la décima parte de la obra original: en 1664 se descubrió en un manuscrito escondido en la Dalmacia uno de sus episodios fundamentales: la Cena Trimalchionis. Hace dos años, uno de los directores de cine más talentosos del siglo, Federico Fellini, acometió la tarea de traducir en imágenes vivas los fragmentos de este libro, leído como un vademécum pornográfico, por muchos, y denostado por pecaminoso, por otros.
Hasta llegar al rodaje, el 25 de noviembre de 1968, el autor de Las noches de Cabiria tuvo que sortear numerosos inconvenientes. Antes, se había comprometido con el productor Dino De Laurentiis para realizar El viaje de Mastorna, pero una vez iniciados los preparativos, firmados los contratos con técnicos y actores y cuando comenzaban los ensayos, un extraño malestar se apoderó del cineasta: "Me sentía —dice, repantigándose en una voluptuosa poltrona en su departamento, vecino a Villa Borghese— como el héroe de 'Ocho y medio', aquel director, personificado por Marcello Mastroianni, que no lograba concretar sus ideas".
Tal depresión nerviosa provocó una verdadera catástrofe: las cosas se le caían de las manos, le eran hostiles, los actores y sus amigos lo abandonaron uno a uno. El 13 de setiembre de 1966, Fellini desapareció y, el 15, De Laurentiis recibió una carta donde el realizador renunciaba a dirigir el film. El productor convocó a sus abogados y entabló demanda judicial por un millón de dólares (350 millones de pesos). Sin embargo, el demandado no pudo asistir a la primera audiencia del juicio: un ataque fulminante lo había recluido en una clínica romana. "En el hotel donde vivía —rememora con nostalgia y tristeza— me desmayé; estaba solo y no tuve fuerzas para descolgar el teléfono y pedir a la portería que me auxiliaran. Quedé tirado sobre la alfombra durante dos horas, semiinconsciente, oliendo el polvo. Creí que iba a morir de un infarto, como mi padre. De pronto, pensé en El viaje de Mastorna: su tema hablaba de la muerte, y pensé que mi curiosidad había sido castigada, que había abierto una puerta prohibida."
Durante la convalecencia, otros productores comenzaron a rondarlo. El más insistente, Antonio Grimaldi, consiguió hacerle estampar su firma sobre un contrato, aunque éste no especificaba el nombre ni el tema del próximo film. En un primer momento, Fellini pensó en el 'Orlando furioso' de Ariosto; más tarde, en un cuento del 'Decamerón' de Boccaccio, y aun en una historia sobre los merovingios. "Como Grimaldi insistía sobre un tema —comenta y se sonríe—, le lancé el nombre de El Satiricón, como quien no quiere la cosa, para que me dejara en paz, aunque no sabía nada de Petronio: a su libro lo había leído en mi lejana juventud, en una edición casi pornográfica."
Tampoco sabía mucho de los romanos del siglo I, salvo las nociones elementales que se dan en los libros de colegios secundarios. Entonces adoptó una actitud heroica: olvidó todo y se lanzó a la empresa como si emprendiera un viaje hacia lo desconocido, como si estuviera a punto de filmar una película de ciencia ficción. En lugar de explorar el pasado en voluminosos tomos de cultura, arqueología o arte, exploró su inconsciente, donde habitaban sus fantasmas personales, la única forma de no hacer un cine a la manera de Cecil B. de Mille o de Darryl F. Zanuck. La empresa era desesperada: El Satiricón, a partir del texto de Petronio, fue para su autor algo así como una búsqueda hacia un planeta llamado Roma. "Una tarde, me imaginé —cuenta regocijado— que una especie de sortilegio me hacía remontar el tiempo hasta llegar a los años dos mil; pensé que tenía que hablar, comer, hacer el amor, comprar, vender. Y sentí un escalofrío, el primer resplandor dentro de la oscuridad que me rodeaba, el primer contacto con el film que proyectaba; más todavía: al salir de mi departamento, en lugar de automóviles tenía que encontrarme con una cuadriga, la gente me hablaría en latín y no en italiano y el terror se apoderó de mí."
Precisamente, lo que el espectador experimenta al ver las imágenes de El Satiricón es pavor frente a las fuerzas oscuras y elementales del alma, frente a esa humanidad precristiana del año cero mostrada con una visión despojada de toda atadura moral o cultural. Más que un arqueólogo, el cineasta actúa como un médium que capta una dimensión fantástica y la materializa.
"Para ayudarme a materializar esos fantasmas —agrega en un rapto de entusiasmo— me serví de muchísimas caras. Miré una infinita variedad de rostros pensando que cada uno de ellos era un pedacito de mi futura película, de la enorme construcción que preparaba." Es que, para el autor de 'La dolce vita', todo film, antes de su rodaje, ya existe fuera del realizador, de la misma manera que la ley de gravedad existía antes de que Newton la descubriera mirando cómo las manzanas caían del árbol, porque el "artista es aquel que encuentra su relación personal con ese magma fantástico y que, por un agujerito, cava y cava hasta el punto en que su imaginación se materializa".
Antes de comenzar la primera secuencia de El Satiricón, sus procónsules publicaron un aviso en todos los diarios de Roma: "Federico Fellini rueda una nueva película. Espera a todos aquellos que quieran verlo". Una avalancha humana se precipitó sobre los diferentes escritorios, ubicados estratégicamente en los diversos barrios de Roma. Los dos primeros días fueron algo así como una locura surrealista: todos los locos de la Ciudad Eterna querían ser vistos por el mago. Algunos entraron en el libreto; otros quedaron afuera. "La manera según la cual un intérprete debe representar su papel —dice rotundo luego de cruzar sus brazos en un gesto abacial— me es dictada más por su comportamiento en la vida corriente que por la voluntad inquebrantable de un tono impuesto por mí."
Al principio, había pensado en contratar a actores profesionales como Groucho Marx, Danny Kaye, Mae West, Terence Stamp, Mina, Liz Taylor, Orson Welles, Richard Burton, Peter O'Toole. Jean Gabin, Alberto Sordi, y la noticia hizo correr ríos de tinta en las imprentas. Finalmente, el reparto fue un rosario de nombres desconocidos entre los cuales se encontraba el patrón de un gran restaurante romano.
Tres meses antes de iniciar la primera toma, una noticia desagradable lo hizo lanzar terribles palabrotas: Gian Luigi Polidoro (Las suecas, El diablo, Una esposa americana), un documentalista menor del neorrealismo italiano, y el productor Alberto Bini, ya habían comenzado otra versión de El Satiricón. La sentencia judicial le fue adversa, y, al salir del palacio de los tribunales, con una sonrisa amarga, les dijo a los periodistas que lo aguardaban: "Estoy acostumbrado a que me imiten y me copien; ahora imitan mis películas antes de que comience a hacerlas".
El mayor afán que Fellini puso en la filmación de su Satiricón fue olvidar los dos mil años de cristianismo que pesan sobre la cultura occidental y las claves de su moralidad, para ver a los personajes de Petronio sin juzgarlos. Cuando comenzó 'Ocho y medio' había hecho colgar sobre su cámara un cartelito que decía: "No tengo que olvidarme: estoy haciendo un film cómico".
Antes de lanzar la primera vuelta de manivela de El Satiricón, otro rezaba: "No conozco al cristianismo".
Si se le dice que su versión del libro de Petronio está cargada de nostalgia y que la ausencia de Dios es evidente, se levanta de hombros: "Quizá sea verdad, quizá se pueda ver mi película como un infierno en el cual Cristo, con su luz, no ha llegado todavía". Y agrega, con una socarronería meridional: "En efecto, si la oscuridad reina en el film es a causa de que en la antigüedad no había lámparas eléctricas ... hice un film negro sin fuegos y sin antorchas y me dicen que he querido deplorar la ausencia de Dios".
Cuando se le pregunta si el sexo tiene una importancia capital en su film, responde con un cierto aire de inocencia: "El sexo es uno de los componentes de la naturaleza humana. Mi película es casta, asexuada, aunque los personajes no hagan otra cosa que el amor o deplorar su impotencia". Es que Fellini piensa: la explosión sexual en nuestros tiempos es inevitable, necesaria y se pronuncia en favor de la desacralización del sexo. "Estoy en contra de los films y los libros pornográficos y vulgares —afirma rotundo —, porque son estúpidos y aburridos, pero digo que en Italia, por ejemplo, un país sub-desarrollado en el aspecto sexual, la pornografía tiene algo de positivo que puede sacudir las estratificaciones cancerosas".
También se manifiesta hostil a un cine comprometido: estar en contra de las gentes que tienden a definirse de una manera demasiado precisa. La palabra comprometido lo irrita y contra ella reacciona de una manera infantil y exagerada. Quizá porque durante toda su infancia, en tiempos del fascismo, educado a la sombra de una Iglesia todopoderosa, escuchó hablar en términos de deber, de compromisos idealizados. "Cuando escucho a los jóvenes de hoy —dice encolerizado— proponer y desarrollar las mismas estupideces de Mussolini y los obispos, no puedo soportar mis accesos de rabia; en ellas, veo una amenaza a la libertad real, es decir al crecimiento de la auténtica individualidad; la terminología marxista o chinoísta me hace desconfiar; yo estoy comprometido con el no compromiso".
Sin embargo, El Satiricón, para muchos críticos, es un film comprometido. "Tal vez —responde Fellini—, pero lo hice en los términos que me conciernen y que yo he elegido libremente: ahí esta la diferencia".
A pesar de pintar una sociedad decadente, en el umbral de su derrumbe y desaparición, Fellini es un optimista: "La decadencia —proclama— es la condición indispensable de todo renacimiento. Soy muy feliz de vivir en una época en donde todo naufraga: conceptos, ideologías, formas de vida, convenciones. El hombre ha llegado a la Luna; hablar entonces de banderas, de fronteras, de diferentes monedas, es algo totalmente absurdo: en el seno de todo derrumbe se incuba siempre algo nuevo".
Pero Fellini siempre es Fellini, y no puede despojarse tan fácilmente de los lastres de una cultura dos veces milenaria. En lugar de la ironía, de la alegría, de la despreocupación de una obra auténticamente pagana como lo es El Satiricón, le ha insuflado sus angustias, sus vértigos, sus preguntas inquietantes: quiere ser pagano, y sin embargo se lo advierte más cristiano que nunca. Al contemplar la alucinante colección de rostros devastados que desfilan por la pantalla, el cineasta pretende no haber traicionado a su modelo y cita a Petronio: "Sobre su frente chorreaban arroyos de sudor y de pomada, y en las arrugas de sus mejillas había tanta creta que parecía un muro deteriorado en vías de deshacerse bajo un chaparrón". Sin embargo, cuando Encolpius se hunde en las sulfurosas cavernas de ladrillos rojos llamadas termas, pobladas de matronas decrépitas, de obesos libidinosos, de viejos cómplices, cuando se asiste a las payasadas del banquete de Trimalción, lleno de repugnantes maravillas culinarias y de figuras obscenas que cambian lánguidas guiñadas, lo primero que viene al espíritu es la palabra infierno. El poeta había dicho que la carne es triste: en el film de Fellini es sencillamente siniestra. Este honor por lo perecedero del ser humano es algo que ha puesto en todos sus films desde Los inútiles, La strada, Las noches de Cabiria y, por supuesto, en ese Satiricón moderno que se llamó 'La dolce vita'.
Joaquín Lebasi
PERISCOPIO 15 • 30/XII/69

 

 

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