Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

VIÑA DEL MAR
UN CINE EN ARMAS
El Festival de Cine Latinoamericano de Viña del Mar reunió del 26 de octubre al 1º de noviembre, una cantidad asombrosa de films y una cantidad aún mayor de cineístas: directores, productores. críticos, distribuidores, que entablaron entre sí y con sus anfitriones de la Escuela de Cine de la Universidad de Chile un diálogo tanto más útil cuanto mayor es la libertad que en el país vecino puede presidir un encuentro de esta índole.

Revista Periscopio
11/XI/1969

EL NOMBRE DEL CHE EN VANO

Algunas precisiones son necesarias. Todas las exhibiciones fueron públicas y, por realizarse en una de las salas de Cine Arte, dependientes de la Universidad (ya hay dos y pronto abrirá la tercera), no estaban sometidas a ninguna censura previa. (Por otra parte, la censura chilena sólo califica las edades de admisión pero no puede cortar: para muchos argentinos, un par de días en Santiago fue la ocasión de conocer las versiones completas de tantos films cuyos restos se exhiben en Buenos Aires.) También debe señalarse que la delegación cubana asistió en el mismo plano que las demás, y sus miembros hablaron por televisión sin censura previa cuando se los invitó.
Parecería mezquino presentar objeciones, desde el punto de vista de un observador sin voz ni voto en los encuentros, a una reunión protegida por un clima cívico relativamente sano. Sin embargo, basta revisar las resoluciones del primer encuentro (1967) para comprobar que sus propósitos ni empezaron a cumplirse en los dos años siguientes: las medidas de difusión internacional conjunta, tanto como las que hubieran favorecido la circulación de films entre distintos países del continente. En la reunión de 1969 ni siquiera se intentó proponer soluciones prácticas. Tras colocar la reunión "bajo la conducción espiritual del Comandante Che Guevara", se prefirió declamar contra el imperialismo norteamericano en un verdadero torneo de buenas conciencias revolucionarias, con lugar para el arrebato lírico-ideológico: "Soy un agitador cinematográfico, pero en primer término un agitador político" (Santiago Álvarez); "Para matar al enemigo no se precisa el mejor fusil; para combatir contra el imperialismo no necesitamos los mejores films sino los más eficaces" (Joris Ivens).
Que el continente no es la víctima indiferenciada implícita en tantas alocuciones lo demuestra, aun modestamente, la coexistencia de climas políticos tan distintos como los de Chile y la Argentina. Al hacer de la Revolución un principio moral, una entidad trascendente, los debates perdieron toda tensión dialéctica y, aun cuando todos sus participantes no hubieran estado fundamentalmente de acuerdo, se contribuyó a instaurar una jerarquía dogmática de rigidez casi eclesiástica. El resultado fue, curiosamente, proponer una América latina no tanto al gusto cubano como al europeo: una encuesta de la Radio Televisión Italiana (Viaggio nell' America Latina) ilustró el punto de vista europeo inmejorablemente. En que la delegación cubana asistió en el mismo plano que las demás, y sus miembros hablaron por televisión sin censura previa cuando se los invitó.
Italia, país burgués apenas liberal, los medios oficiales de comunicación difunden una información que en la Argentina sería considerada subversiva a pesar de las varias personalidades oficiales que se prestan a sus entrevistas.
De las muchas muestras exhibidas, cortometrajes casi todas, de cine clandestino, basta decir que su mérito es el de existir: testimonios de una realidad negada por quienes detentan el poder, elementos que la historia ordenará o interpretará. Los ejemplos uruguayos y colombianos, simples balbuceos, sinceros pero invenciblemente retóricos, plantearon un problema mayor, que los debates ni siquiera rozaron: qué sentido tiene intentar un cine político, hasta dónde el carácter político le presta determinado contexto a obras que no lo reclaman en primer término, hasta dónde la elección de una actitud combativa debe medirse con la realidad de un lenguaje (el cine), una comunicación convencional como la que instaura la existencia de imágenes proyectadas y un espectador ante ellas. Quienes suelen asistir a estas muestras clandestinas no las necesitan para convencerse de lo que propalan; quienes no profesan su punto de vista, no se enteran siquiera de su existencia o permanecen indiferentes a su prédica. Quizá sea el placer que produce el cine (mayor, más inmediato que cualquier otra forma de creación o entretenimiento) lo que suele someterlo más irremediablemente a muchos raptos moralizantes que no parecen provenir de verdaderos revolucionarios sino de burócratas de cualquier sistema.
El único film que incluye el problema de su propia naturaleza y eficacia es el argentino 'La hora de los hornos' (Fernando Ezequiel Solanas), tan premiado y difundido internacionalmente como invisible en su país de origen. Sólo cuando se intente hacerlo público en su patria podrá discutírselo con la dedicación y la sinceridad que suscita en el espectador argentino. Baste señalar, en esta ocasión, que por incluir ''espacios para discusión", al presentarse como "acto" y no como espectáculo, implanta dentro de sí mismo un movimiento dialéctico y se convierte en una experiencia sin comparación posible en el cine. Obra llena de contradicciones no resueltas (entre una supuesta objetividad histórica y la necesidad de violarla para que su prédica sea eficaz; entre su rechazo de la condición de espectáculo y su exhibición no en sindicatos o universidades sino en un balneario, en París o Estocolmo, sin las pausas correspondientes y para una élite politizada; entre su empleo de rudimentos de teoría marxista y un ímpetu operístico netamente romántico), son precisamente estas contradicciones las que le confieren interés y no sus posibles valores objetivos, pues es un film que rehúsa (desprecia) poseerlos.

SOUVENIRS FROM CUBA
La presencia de un nutrido contingente de films cubanos constituía la mayor atracción del Festival para delegados u observadores de países donde esa producción está proscripta. Es una opinión repetida que los triunfos más significativos del cine cubano están en el campo del cortometraje, no del largo; que la urgente actualidad postergaría la elaboración mediata que el film de ficción supone. Casi todos los concurrentes a Viña del Mar reservaron, dentro de esta opinión, sus entusiasmos para Santiago Álvarez, cortometrajista y director del noticiero del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industrias Cinematográficas). Puede ser útil, por lo tanto, formular una opinión disidente.
Los cortos de Álvarez pertenecen a la categoría de lo brillante: composiciones que se sirven con maestría de todos los recursos del montaje, de la animación, de la alteración de velocidades, del contrapunto visual, en las cuales se resume toda la herencia de Kuleshov y Dzigá Vertov más los aportes canadienses y polacos en el género. Su brevedad misma, su perfecta terminación, contribuyen a limitar estas proezas cuyos alardes de malicia y compasión caen sobre blancos ideológicamente previsibles: éstos no reciben ninguna luz nueva, sólo sirven para el juego de Álvarez, cuya coartada política resguarda de toda sospecha de frivolidad.
Más modestos, dos cortos de Octavio Cortázar resultan menos fabricados. Sobre un personaje que unos llaman San Lázaro y otros Babalú examina la contaminación del catolicismo cubano por supersticiones yorubas y la persistencia de esa confusión en medio del socialismo. Aunque resuelto en un chato positivismo, el planteo es interesantísimo. Por primera vez registra la llegada de un camión del ICAIC a un aislado villorrio de la provincia de Oriente, para exhibir cine "por primera vez" ante los ojos deslumbrados de unos campesinos cuyas ideas previas sobre lo que puede ser el cine y sus reacciones durante la proyección integran el film. Menos fresco, pero con un humor particular, Nuestra Olimpíada en La Habana (José Massip) es un collage de actitudes, observaciones y episodios, que ocasionalmente emplea técnicas de historieta, en torno a un torneo de ajedrez.
Estos y otros cortos exhibidos alcanzan (como los largos cubanos) un altísimo nivel técnico, advertible sobre todo por lo que tienen no tanto de experimentales sino de verdaderos frutos de laboratorio: lujos de un cine estatal, donde no existen los plazos ni las prudencias financieras de la producción comercial. Pero, si se exceptúa Despegue a las 18 (Álvarez), cuyo tema es la agricultura, esa producción elude en su mayor parte la vida cubana actual, esos conflictos no resueltos de una sociedad que han alimentado precisamente lo más vital del cine italiano y norteamericano, tanto como la expresión personal: muchos de sus ejemplos experimentan en términos puramente técnicos (como la fotografía altamente contrastada, que sugiere el daguerrotipo, en el primer episodio de Lucía o en la casi totalidad de La primera carga al machete), no siempre elevados con felicidad al plano del lenguaje.
Una preocupación mayor parece la revisión de la historia cubana en términos de la gesta guerrillera, para crear una conciencia nacional revolucionaria. Odisea del general José (Jorge Fraga) es un relato de acción, escueto, eficaz: La primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez) es una encuesta fingida que simula procedimientos de cine directo (encuestas, entrevistas, noticieros) para internarse en todos los niveles de un episodio de 1866; De la guerra americana (Pastor Vega) parece un pretensioso remedo de Diamantes de la noche de Nemec. Pero en todos ellos, la realidad histórica (guerra contra los españoles en los dos primeros films, guerrilla en un país latinoamericano no identificado en el tercero) tiene como referencia concreta el proceso revolucionario cubano. El último ejemplo se asocia con otras obras (Medina Boe de Massip; La guerra olvidada de Álvarez), donde las luchas del "tercer mundo" reciben la solidaridad de la Cuba actual.
Los largos cubanos más representativos fueron Lucía (Humberto Solás) y Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea). El primero es un equivalente del film espectacular: 161 minutos, tres episodios en claves estilísticas netamente diferentes, que apuntan a satisfacer gustos también distintos, pero unidos por una metafórica "historia de la mujer cubana" a través de momentos críticos: (a) 1898 y la independencia de España, (b) 1932, la caída de Machado y la frustración revolucionaria por una democracia corrupta, (c) 196... El primer episodio tiene por modelo Senso, filtrado a través de Sonatas de Bardem: la actriz Raquel Revuelta recuerda a la María Félix en la imitación mexicano-española del original de Visconti; el tono, a pesar de su culturalización obvia, es el del tradicional melodrama azteca, ausente desde hace tiempo de las pantallas cubanas. Es muy coherente la impostación operística elegida por Solás, pero el desborde es tal que (entre los excesivos contrastes fotográficos y los espasmos de una cámara histérica), su exacerbación desemboca en mero amaneramiento.
El segundo episodio también tiene su clave fotográfica coherente: el flou de los años 30. Es el menos extenso del film, pero quizás el más perfecto, a pesar de sus reiteraciones, y posee un discreto refinamiento. El tercero es una regocijante comedia a lo Pietro Germi y el único momento en que aparece, aunque livianamente esbozado, un problema de la Cuba actual. El tema es la contradicción entre los tics del machismo latino y la liberación de la mujer por el socialismo; el pretexto son los celos de un marido joven y fogoso, cuya mujer debe aprender las primeras letras con un "compañero alfabetizador" rubio y pulcro, llegado a una comunidad rural desde la capital. El tono all'italiana es dominante, pero la vulgaridad del modelo ya ha fatigado mientras el ímpetu cubano resulta comparativamente novedoso: acentos coloridos, voces incesantes, actores desbordantes (excelentes en todos los films cubanos, excepto en el primer episodio de Lucía). El interés del film es el de verter en su molde ideológico algunas recetas del cine internacional y obtener un producto industrial de primer orden.
Memorias del subdesarrollo es un film menos simpático, nada demagógico, que disgustó a quienes esperaban un mensaje revolucionario tanto como a quienes buscan pintoresquismo tropical. Esta versión del relato de Edmundo Desnoes emplea un lenguaje que recordaría al Antonioni de El eclipse si Antonioni tuviera algún sentido del humor o conociera la ironía. Con sutileza pero sin afectación, expone la experiencia de un intelectual burgués que permanece en Cuba cuando su familia y amigos se exilan, y a través de episodios mínimos (la relación con una adolescente, una visita a la casa de Hemingway, una mesa redonda donde hablan el mismo Desnoes y el argentino
David Viñas, un encendedor para el que ya no hay repuestos) va revelando su relación con la cambiante realidad de una sociedad en formación. La exactitud de cada observación, de cada matiz, el respeto ( ideológico, por lo tanto humano, por lo tanto estético) que trasunta son sorprendentes, sobre todo en el final abierto, inconcluso. El film no es original pero sí excelente, como su intérprete Sergio Corrieri. Al admitir que la realidad es compleja, resulta pobre como obra de agitación pero quizá más auténticamente revolucionaria, en un sentido integral, que el conformismo con los tiempos nuevos exhibido, entre tantos, por los noticieros de un Álvarez, donde se recomiendan las virtudes del trabajo al aire libre.

LA ESTETICA DEL HAMBRE
Una de las obras mayores conocidas en Viña es la más reciente de Glauber Rocha: O santo guerreiro contra o dragao da maldade, más conocida por Antonio das Mortes, su título europeo. Los personajes y el paisaje son los de su film más famoso (Deus e o diabo na térra do sol) ; el hambre, los bandidos, el sexo y el misticismo silvestres se manifiestan (sin neutralizarse) en el común denominador de la violencia. Como en su obra anterior, la virtud de Rocha, su modernidad inalienable reside en no aspirar a la "seriedad" del sociólogo o el político sino en operar como poeta. Su material recibe, de este modo, no las luces opacas de la estadística sino la vida plena del mito. Quizá sea éste un film complaciente con sus propias claves, comparado con el rigor más evidente de Deus e o diabo; pero para entregarse al exceso es necesario el genio del exceso y Rocha lo tiene. Su mirada es la del visionario; su film, que se atreve constantemente a bordear el ridículo, es a menudo sublime.
Rocha, patriarca juvenil del cinema novo brasileño y su más distinguido embajador, ingresa con este film en la producción internacional: sus coproductores son Claude Antoine, distribuidor francés del cinema novo, y la TV alemana. El film tiene el exotismo (visual, humano, político), y en este caso los colores detonantes necesarios para cautivar a Europa; pero el autor devuelve a Europa casi con furia esa imagen convencional del trópico. En esto reside su importancia dentro de esa sensibilidad (más que movimiento) encarnada en Brasil por el llamado "tropicalismo". Toda convención deriva (depende) de una realidad y a veces la expresa más plenamente, en más niveles, que cualquier naturalismo; el tropicalismo, tal como Rocha lo cultiva, es la única manera de expresar al Brasil en su totalidad: los datos transfigurados por la imaginación, ésta como un dato más de la realidad.
Por comparación, en Brasil ano 2000 (Walter Lima jr.) el tropicalismo decae en laboriosa alegoría, con un humor político de cabaret centroeuropeo. En cambio. Um sonho de vampiros (Iberé Cavalcanti), film modestísimo, descubre una clave inédita: historieta en una Transilvania subdesarrollada de nombre Paraíso Tropical, donde todos se muerden mutuamente entre filtros de colores y situaciones de sainete plebeyo.
La reivindicación por la izquierda de los mitos tradicionales de la derecha (la raza, la sangre, la tradición, el culto del líder y el pavor ante lo foráneo: en resumen, el irracionalismo) se advirtió en muchos films exhibidos en Viña. En el nivel más poético, está en Rocha; aparentemente razonada, alienta en Solanas; pon franco oportunismo, en Yawar Mallku, film boliviano de Jorge Sanjinés que mereció elogios en el pasado festival de Venecia, el premio Georges Sadoul (entregado por Joris Ivens a madame Sanjinés durante el Festival) y la compra a precio altísimo por un distribuidor francés. El film de Sanjinés posee un primitivismo sin encanto, pues no reivindica su pobreza en el plano del estilo: deficiencias técnicas, límites de producción, coexisten con una sintaxis y una retórica regidas por la busca de la exacción emotiva e ideológica, a cuyo lado el De Sica de ayer o el Pontecorvo de hoy parecerían dignos.
El interés está en haber propuesto una ficción flagrante como anécdota verosímil, una historia de vampiros como costumbrismo: en el altiplano, un grupo norteamericano de ayuda médica —que remeda al Peace Corps sin arriesgarse a invocarlo— esteriliza a las indias para diezmar su raza, La meta de la operación es obvia: asociar a norteamericanos con nazis; pero el método es novedoso: aprobar a Pablo VI contra el family planning, deliberadamente confundido con las prácticas nazis en Ucrania; enrolar en la lucha el misticismo indio, haciendo que la verdad sea revelada por las hojas de coca, que así aparecen reducidas a una mera función informativa, periodística. Un espectador de Viña, evidentemente atrasado, quiso demostrar su "progresismo" silbando cuando el mensaje papal apareció antes de los títulos; otro espectador, que quizá conociera el film y en todo caso estaba a la page, le espetó un sonoro: '"Callate, pavote" para enseñarle cómo debía entenderlo . . .
De los films chilenos, el más valioso y uno de los más importantes del Festival es Tres tristes tigres (Raúl Ruíz) ; como ha sido adquirido para la Argentina, cuando se estrene se estudiará detenidamente su admirable elaboración de puesta en escena. Valparaíso mi amor (Aldo Francia) es un fruto tardío del neorrealismo, pero resulta estimable por la delicadeza de sensibilidad que trasmite el autor. Caliche sangriento (Helvio Soto) es un maquinoso western histórico, en colores, que aspira en el contexto chileno al éxito del Martín Fierro de Torre Nilsson en la Argentina; El chacal de Nahuel Toro (Miguel Littin), biografía de un bandido temido y bienamado, diluye sus intermitentes hallazgos en una estructura errática.
Dos films mexicanos no acertaron con la sensibilidad predominante del Festival: Fando y Lis (Alejandro Jodorosvky) practica un fatigado surrealismo sobre un texto de Arrabal; Juego de mentiras (Archibaldo Burns) orquesta una ceremonia digna de Jean Genet para la visita de una sirvienta a su ex patrona. Varios films argentinos también quedaron abrasados por los fuegos de La hora de los hornos. Breve cielo (Kohon), Mosaico (Paternostro), Palo y hueso (Sarquis). Los festivales mundanos diluyen en su frivolidad las obras difíciles al no permitirles recibir la atención seria que requieren. La paradoja de este festival "de oposición" es que en su culto de un cine de combate y agitación también pueda crear su propio invernadero, en cuya atmósfera caldeada perezcan todas las manifestaciones que no invocan para justificarse los honorables servicios prestados a la Causa.
Edgardo Cozarinsky

 

 

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Fernando Solanas filmando 'La Hora de los Hornos'
Fernando Solanas filmando
'La Hora de los Hornos'


 

 

 

 

 

 

 

Memorias del subdesarrollo
Memorias del subdesarrollo
Lucía: fierecilla alfabetizada
Lucía: fierecilla alfabetizada

 

 

 

 

 

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