Comunismo
El martirio de Checoslovaquia

"¿Dónde está mi hijo?", gritó una desgarrada voz de mujer, el miércoles a mediodía, por la emisora de Gottwaldov. "Que dé signos de vida. Estoy muerta de inquietud."
El hijo de esa mujer, Alexander Dubcek, nació hace 46 años en la aldea eslovaca de Uhrovec, unos meses después que ella y su marido, un carpintero de ideas comunistas, regresaron de los Estados Unidos. La familia, inflamada de entusiasmo, se trasladó, tres años más tarde, a la Unión Soviética; papá Stefan trabajó duro, "construyendo el socialismo", en las estepas de Kirghisia, cerca de la frontera china, y no quiso volver a su patria sino en vísperas de la guerra.
Alexander, que tenía entonces 19 años, y hablaba ruso a la perfección, fue un denodado pionero comunista; aprendiz en la fábrica de municiones Skoda, comenzó a trepar los peldaños burocráticos; dos décadas más tarde llegaba a la cumbre; al Presidium del Comité Central. Es lo que se dice "un hijo del Partido"; no conoció otra vida, otra gente, otra preocupación; siempre estuvo dispuesto a dar su sangre por la URSS y el socialismo, como su hermano Julius, que muriera peleando con los nazis en la espesura de las montañas Tatra. También él fue herido por los invasores, pero sobrevivió.
Sobrevivió para convertirse en uno de los innumerables "traidores" del comunismo, uno de esos héroes que sirven a un sistema implacable hasta agotar su fe, hasta comprobar en sí mismos que ese sistema no ha sido hecho para el hombre,
Dubcek aún creía; aún quería creer; creyó hasta ese mismo instante en que su madre lo llamaría en vano.
Una hora antes de medianoche, el Ministro de Defensa, Martin Dzur, telefoneó: "Los rusos han invadido". El Secretario General estaba reunido con los otros nueve miembros del Presidium. Habían deliberado toda la tarde. Tres de ellos presentaron un ultimátum. Cuando vibró el teléfono, fueron los únicos en no asombrarse. Dijo Dubcek: "¿Cómo pudieron hacerme esto a mí, que consagré mi vida entera a la cooperación con la URSS? Esta es mi profunda tragedia personal". Los tres recogieron sus papeles y salieron.

"¡Socorro, socorro!"
La tarde del martes, los 330 titulares y alternos del Comité Central soviético se reunieron en sesión plenaria. Habían sido convocados telegráficamente para escuchar una exposición de los once miembros del Politburó. El Secretario General, Leonid Breznev, y el Jefe del Estado, Nikolai Podgorny, llegaron desde las playas del Mar Negro; el Primer Ministro, Alexei Kossyguin, interrumpió sus vacaciones en la zona de Moscú.
Minutos después de terminar esta reunión, sobre la que no se brindó información alguna, un estruendo de motores envolvía las fronteras de Checoslovaquia. Mientras los campesinos dormían, las columnas blindadas penetraron blandamente desde Polonia y Alemania Oriental. En tres horas llegaban a las afueras de Praga.
Dubcek ordena denunciar la agresión por la emisora oficial. Son las dos de la madrugada. El locutor lee un comunicado del Presidium. Han entrado en el país fuerzas del Pacto de Varsovia, sin conocimiento del Presidente de la República, del Gobierno ni de la Asamblea. "Este procedimiento viola los derechos fundamentales de los Estados y las relaciones entre los países socialistas." Pide a los miembros del Pacto de Varsovia que decreten el repliegue. Indica que el Ejército no ha recibido órdenes de resistir. Los dirigentes del Estado y del Partido se encuentran en sus puestos.
Una cenicienta madrugada acoge, en los puentes sobre el Moldava, a la vanguardia invasora. El estupor ensancha las pupilas de los ciudadanos, apenas despojados de la noche. Algunos estaban en pijama, incrédulos, desvalidos.
La radio oficial, después de repetir una y otra vez el comunicado y relatar dramáticamente las peripecias de la ocupación de Praga, previene que de un momento a otro dejará de trasmitir. "Cuando escuchéis el Himno Nacional, todo habrá concluido..." A las 4.47 se oye: "Ya llegan, ya están aquí". Y el Himno, que se interrumpe bruscamente. "¡Socorro, socorro!"
A las 5.30, Radio Praga vuelve al aire por unos instantes. Exhorta al pueblo a no hacer caso de los mensajes que en adelante se difundan por la misma onda. "No podemos resistir la invasión", declara aún.
Una hora más tarde transmite una equívoca declaración del Presidente Lúdvik Svoboda, que condena el ataque, recomienda calma y anuncia que ya negocia con los rusos: confía en una solución. Al parecer, sigue encerrado en el castillo Hradcany.
A partir de ese momento, todos los medios legales de información —incluida la agencia CETEKA— están bajo control de los ocupantes; pero aparece en el éter una cantidad de emisoras clandestinas. Radio Praga Libre cambia de frecuencia una y otra vez para no ser localizada.
Los corresponsales extranjeros alcanzan a transmitir decenas de despachos, antes de que se organice la censura. Varios coinciden en que, al completarse la ocupación del país, el número de muertos ascendía a siete; el de heridos se estima en unos 200. Pero se multiplican los incidentes entre fuerzas invasoras y la población civil. Hay francotiradores. En los días siguientes circulan versiones sobre 60, 80 muertos.
Los jóvenes imprecan: "¡Rusos, vayanse! ¡Asesinos, vayanse!" Un grupo enarbola una bandera empapada en sangre. Pintan con tiza cruces gamadas en los tanques soviéticos. Los mayores procuran alejarlos. A través de un velo de lágrimas, miran —con más compasión que odio— a sus avergonzados vencedores. Ellos se disculpan: "Cumplimos órdenes". Otros confiesan: "Nos dijeron que había estallado una contrarrevolución fascista".
Dubcek fue arrestado con todos los miembros del Presidium que permanecieron fieles, salvo tal vez el sobresaliente ideólogo Cestmir Cisar, que se habría escondido para dirigir la resistencia. Los tres disidentes son Alois Indra, Vasil Bilak (secretarios regionales checo y eslovaco) y Dragomir Kolder. Acompañados de cuatro delegados del Comité Central (un cuerpo de 110 miembros) se dirigen a la Embalada soviética. Volantes callejeros los señalan como traidores.
La Asamblea Nacional, rodeada por los tanques, seguía sesionando: los Diputados se comprometieron a quedarse en sus puestos. Una declaración apeló a todos los Gobiernos socialistas, una proclama pidió al pueblo que no combatiera a los invasores: "Si es necesario, podéis defenderos por otros medios: la huelga general".
El miércoles, en una fábrica cercana a Praga, se reunió el 14º Congreso del PC checoslovaco, que había sido convocado, para el 9 de setiembre. Asistieron 950 delegados; otros 400 no pudieron llegar. Se aprobó una moción que reiteraba el ofrecimiento de negociar, pero insistía en la liberación de dirigentes y el rescate de los medios de información. Reeligió Secretario General a Alexander Dubcek y eliminó del Presidium a los que habían defeccionado. Quedó integrado por Vlade Silhan (quien reemplazaría a Dubcek durante su ausencia), Smrkovsky (presidente de la Asamblea), Cisar, Spacek, Marie Svermova (viuda dé un héroe de la resistencia antinazi), Krejoi, Martin Vaculik, Goldsteszer (presidente de la Unión de Escritores) y Hezjzlar.
El jueves, efectivamente, paro total de una hora; se configuraba un movimiento de resistencia civil. Las fuerzas de ocupación —medio millón de hombres, se suponía— encontraban dificultades para abastecerse.
El viernes, Breznev, Podgorny y Kossyguin recibían en el aeropuerto moscovita Vukovo-2 una extraordinaria comitiva, presidida por el anciano general Svoboda. Lo acompañaban el Ministro de Defensa, Dzur; Hucera (Viceprimer Ministro) y Husak (Justicia); Pilar (del Comité Central) y otros miembros del Partido y del Gobierno. También estaban los colaboracionistas Indra y Bilak.
El avión checo fue escoltado por una escuadrilla soviética de cazas, en inesperado gesto de cortesía hacia Svaboda. Antes de partir, el Presidente declaró —según Radio Praga— que viajaba por su propia voluntad, y que no había firmado propuesta alguna para designar un nuevo Gobierno. Dijo también que esperaba regresar a Praga la noche misma; pero en el recinto amurallado del Kremlin le habían preparado un palacete especial: una especie de "cárcel dorada".
Nada se decía de Dubcek, oficialmente. Varios mensajes de telex, captados en París, Nueva York, Montreal, pretendían que fue asesinado por los rusos el miércoles por la noche, en Bratislava. El fantasma de Imre Nagy, Primer Ministro húngaro fusilado por los rusos, se agitó repentinamente ante los ojos de la opinión internacional.

Bajo un cielo sereno.
El sábado, fuentes oficiales checas y soviéticas coincidieron en dos hechos alentadores: junto a Svoboda, negociaban en Moscú el Primer Ministro Cernik y el Secretario General Dubcek; las tratativas, según Radio Praga Libre, se consideraban como "fértiles". Más aún: era inminente el regreso de la delegación checa con un acuerdo para el retiro de las tropas invasoras. Entre tanto, las emisoras clandestinas relataban nuevas ejecuciones, choques y muertes, imposibles de confirmar.
No se precisaba confirmar esta monstruosidad —inconcebible, a pesar del precedente— para reavivar en todo el mundo la histeria antisoviética. Kruschev y la troika que lo sustituyó la habían amortiguado pacientemente en los últimos doce años. El Kremlin, sometiéndose con ostentación a la ley internacional, denunciando sin tregua los desmanes norteamericanos (Líbano, Cuba, Dominicana, Vietnam), podía sentirse rehabilitado. Comenzaba a apreciar las ventajas de la autoridad moral. Y de pronto la clase dirigente soviética retrocede al fondo tenebroso de una tradición asiática, al burdo empleo de la fuerza.
El crimen contra Hungría se cometió en un contexto político de guerra fría; hubo, es cierto, provocación occidental; en Budapest, también es cierto, el régimen socialista estaba en peligro inminente. En cambio, esta nueva agresión —contra un país 175 veces más pequeño que la URSS, con una población 16 veces menor— sobreviene bajo un cielo sereno, cuando el "cerco capitalista" ha sido derruido, cuando la primera potencia del mundo decidió hacer de la segunda su consocio, su condomino.
Ni siquiera en la URSS, sometida a monopolio informativo, creerá nadie que los liberales de Praga estaban "en connivencia con fuerzas extranjeras hostiles al socialismo". El Embajador en Washington, encargado de poner sobre aviso al Presidente Johnson, no formuló una advertencia contra toda intromisión: estaba claro que USA, si adoptaba algún gesto, sería para recomendar a los checos un acuerdo honorable con los rusos; Anatoly Dobrynin fue, simplemente, a disculpar a sus amos, a cantar la palinodia.
Eso no es todo. Cuando los tanques soviéticos atropellaron a Hungría, el bloque socialista estaba unido; Tito desertó antes, pero fue completamente aislado. En 1968, Moscú no puede contar con los chinos y albaneses, que habían prevenido contra los estragos del "revisionismo"; Ceaucescu repudia el zarpazo con la mayor energía, a diferencia de Tito, que se limita a deplorarlo; Kadar mismo, aunque se le arrancó la firma —por medios que aún se ignoran—, debió de plegarse con la muerte en el alma; por fin se había reconciliado con la nación húngara. Esta vez el bloque socialista voló realmente por el aire. Los paladines de la "línea dura" —Walter Ulbricht, Wladislaw Gomulka— quedan identificados, hasta para sus secuaces más rigurosos, como esbirros del Imperio.
La troika ha causado un dañó terrible a la URSS y a todo el mundo. Despejó de un golpe la presión internacional acumulada sobre USA, que podrá continuar tranquilamente con el exterminio vietnamita. La violación flagrante del principio de No Intervención deja indefensos a los pueblos iberoamericanos, cuyos Gobiernos títeres, en adelante, invocarán el martirio checo cuando los marines acudan.
¿Por qué?, es la pregunta que se hacen los observadores internacionales, aun los menos dispuestos a dejarse arrastrar por las emociones populares. El casi centenario filósofo inglés Sir Bertrand Russell ofrece esta vez una respuesta atinada: "La invasión de Checoslovaquia viene a ilustrar la debilidad del Kremlin y su miedo al desarrollo de libertades elementales en el Este europeo".
Nada más cierto. Los dirigentes rusos han soportado que Ceaucescu liberase la política exterior rumana y dejaron que Polonia y Hungría —como Checoslovaquia, que inició ese camino desde 1965— adoptasen el llamado "nuevo modelo económico", cualquiera fuese la magnitud de la lesión inferida a la doctrina socialista. Pero no han podido tolerar la pretensión de forjar una "democracia socialista".
¿Qué era peor para el Kremlin: permitir que los intelectuales de Praga le disparasen algunos dardos, o demostrar, con esta reacción desmedida, no sólo la incompatibilidad de socialismo y régimen representativo, sino también su impotencia para una lenta evolución? La troika decidió que las libertades "burguesas" —derecho de asociación, de reunión, de expresión— son el peligro mayor, porque destruyen la hegemonía del partido único.
Si lo creen así, es porque temen no tanto por el patrimonio nacional sino, definitivamente, por su propia suerte, como personeros de la "nueva clase" caracterizada por el teórico yugoslavo Milovan Djilas. No pueden cambiar. Han sido aprisionados por otra dialéctica, de signo opuesto, que no entraba en sus cálculos: el "nuevo modelo" no funciona sin comportamiento autónomo del mercado; ese comportamiento presupone el choque de diversas coaliciones de intereses; esas coaliciones propenden a la discusión libre de todo el pueblo, no en el ámbito del Politburó.
Lo que sorprende en esta mediocre generación de marxistas es su manifiesta insuficiencia para asegurar, por la presión política y económica, la posición dominante de su país. No era imposible, ni mucho menos, persuadir a Dubcek de la necesidad de una transacción: bastaba, tal vez, una generosa ayuda económica, que permitiera a la fracción conservadora del Presidium checo beneficiarse con el renovado prestigio soviético. O, si se prefería la realpolitik, había que invitarlo a "descubrir" un complot, para aplicar una legislación de emergencia y suspender el Congreso partidario.
Dubcek debía comprender, si los rusos hubiesen actuado con claridad, que su obligación, como estadista responsable, era la de enfrentarse con sus propios secuaces, como de Gaulle cuando llegó al poder en brazos de los generales de Argelia y luego los desbarató. Una vez eliminado Novotny del mando supremo, había que ofrecerle una posición secundaria y servirse de él como espantajo para sosegar a los intelectuales demasiado ariscos. Era preferible que algunos lo llamasen "traidor" por haber salvado a Checoslovaquia de la represión soviética, a que la historia lo ensalce como héroe y mártir por haberse desplomado junto con su país.

El miedo de Breznev
Leonid Breznev, un empedernido burócrata de 62 años, huero de toda doctrina, como Kruschev y desasido de aquélla rústica maestría que brotaba de su encanto personal, no supo decidirse por ninguno de estos medios, que constituyen una sencilla arte política, al alcance de los más empíricos personeros de la burguesía.
Pasó seis meses acosando a Dubcek: lo llamaba a Moscú, lo citaba en Dresde, lo amenazaba desde Varsovia; convencido de su propia sinceridad —o para convencer a su interlocutor—, lloraba como un colegial; envió, a Kossyguin, con el pretexto de una cura termal, a Karlovy Vary; introducía fuerzas del Pacto de Varsovia, las retiraba, volvía a movilizarlas; apelaba a terror con Ulbricht, a la buena voluntad con Kadar; por fin condujo su entero Politburó a Cierna, luego a Bratislava; todo para firmar unos kilométricos comunicados que permitían a Dubcek ganar tiempo, mientras la fracción ortodoxa del Presidium se debilitaba más y más. Y eso era, justamente, lo que debía motivar su esfuerzo: tramar una alianza de los ortodoxos y los vacilantes para dejar sin apoyo a Dubcek, si él se negaba a participar.
Breznev tenía miedo, según adivina Sir Bertrand. Y conviene entenderse sobre ese miedo. Obviamente, el Secretario General sabía que su Politburó contaba sus errores para cobrárselos un día, como hiciera él mismo con su antecesor, y cumplió con tozudez los ritos del poder colegiado, para que todos compartieran su responsabilidad; le preocupaban, sobre todo, los Mariscales rojos, que no admiten bromas en materia de seguridad, ni les gusta que se esgrima el poder militar si no es para aplicarlo expeditivamente.
Pero el miedo de Breznev era, además, el de su clase, usufructuaria de una Revolución que encontró hecha y que no supo continuar. Cincuenta años después, aún necesita de una sorda y ciega dictadura para dominar a las nuevas generaciones, más sutiles, más afines al espíritu de su tiempo; y para mantener la influencia rusa más allá de las fronteras aún precisa de la ocupación militar.
Los dirigentes soviéticos no han sido capaces de comprender, siquiera, que una potencia de primera magnitud tiene la obligación de mantener el orden en el mundo sin recurrir a la fuerza para defender los intereses de una camarilla y sin deteriorar el Derecho Internacional, que protege a los débiles y con ello a la paz. La circunstancia de que sus colegas norteamericanos cometen tropelías análogas no los absuelve, como tampoco el martirio de Checoslovaquia cancela el salvajismo de la guerra vietnamita.
La deducción más clara de esta crisis es que el Politburó soviético estaba paralizado por una profunda escisión interna; esa escisión refleja las vacilaciones de la clase dirigente ante un proceso de cambio que no se siente con capacidad para encauzar. Cualquiera sea el fin de la aventura checoslovaca, la URSS ha sufrido una derrota moral que se cierne lóbregamente sobre su destino. Esa derrota tendrá que conducir a un ajuste de cuentas en el Politburó. Para no admitir que estas distorsiones proviene de su propia esencia, el socialismo tiene que declarar traidores a sus sucesivos jefes
Dijo Dubcek a la undécima hora: "¿Cómo pudieron hacerme esto a mí?"
Es también la tragedia de un pueblo que el 11 de mayo de 1945 se apiñó en las calles y plazas para cubrir de flores a las tropas soviéticas, que entraban como libertadoras. Esas tropas han vuelto, pero ahora para destruir la independencia checoslovaca; ya no caen flores sobre sus tanques y carros armados, sino insultos, maldiciones, escupitajos. Los soldados disparan sobre un pueblo crucificado.
Disparan también contra el socialismo y contra la Unión Soviética. Disparan contra el futuro. [O. T.]
27 de agosto de 1968
PRIMERA PLANA

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Tanques rusos sobre Praga

La "troika" acoge al Presidente Svoboda (segundo izquierda) en Moscú

 


 

 

 

 

 

 

 

 

Dubcek

 

 

 

 

 

 

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