Revista Periscopio
25.08.1970 |
El martes pasado, desafiando la ola de protestas que sacudió a USA
durante más de un mes, el Ejército norteamericano decidió, por fin,
arrojar al mar 67 toneladas de gas neurótico GB. La medida
—repudiada por comités del Congreso, el Fondo de Defensa Ambiental y
algunos Gobernadores— sólo consiguió reavivar la vieja contienda
acerca de la contaminación, hasta ahora sumergida.
La odisea empezó a principios de mes, cuando varios trenes cargados
con 418 ataúdes de concreto iniciaron una larga travesía de mil
kilómetros desde los arsenales del Ejército —en los estados sureños
de Alabama y Kentucky—
hasta el puerto de Sunny Point, en Carolina del Norte. El destino
final del mortífero cargamento era un punto a 282 millas náuticas al
este de Cabo Kennedy. Sólo dos de las cajas contenían minas de
tierra con una dosis de gas VX (también letal). El resto albergaba
toneladas de gas GB, envasado en la cabeza de 12.500 proyectiles
M-55.
"El problema se podría haber solucionado hace ocho años —señaló uno
de los técnicos— cuando el Ejército diseñó los proyectiles. Entonces
hubiera sido más fácil deshacerse de ellos. Pero el Pentágono recién
se dio cuenta de la magnitud del desastre cuando el gas ya estaba
envasado en sólidas e
indestructibles cajas de concreto y acero." Es que el poder
destructor del GB —elaborado por los norteamericanos a principios de
la década del 50 para utilizarlo en la Guerra de Corea— es atroz:
paraliza el sistema nervioso y causa la muerte en diez minutos.
La ruta de los trenes fue cuidadosamente seleccionada: "No pasamos
por ningún poblado", explicó un experto. La marcha fue precedida por
un tren piloto colmado de expertos en el control de materiales
químicos. Seis conejos blancos acompañaron los féretros, para
detectar cualquier pérdida. Mientras tanto, un helicóptero
sobrevolaba constantemente el convoy. El viaje, un suplicio, tardó
36 horas.
Tantas precauciones, sin embargo, no impidieron que un grupo de
opositores acaudillados por el Gobernador de Florida, Claude Kirk,
iniciara una demanda judicial ante tribunales federales porque "el
gas amenaza la vida humana y la fauna marina". Y aunque la demanda
fue rechazada, los abogados de Kirk llevaron el caso ante la Corte
de Apelaciones de Washington.
VAMOS A NAUFRAGAR
Pero antes del embarque, cuando la campaña opositora ya estaba en
marcha, los militares encargados del proyecto descubrieron que
alguien se había olvidado de detallar en el exterior de las cajas la
posición en que habían sido embalados los proyectiles. Los
operadores se negaron a perforar las paredes de cemento, ante el
peligro de detonar las cabezas. Los técnicos intentaron, entonces,
utilizar perforadores de diamantes. No surtió efecto: imposible
agujerear un material tan compacto como el cemento. Cuando las
esperanzas estaban perdidas, hicieron estallar una carga de dinamita
de 25 kilos cerca de uno de los féretros: sólo consiguieron rasgar
el material y aumentar las posibilidades de riesgo durante el viaje
en tren.
Los miembros del Congreso intentaron, también, aportar soluciones:
la propuesta fue detonar la carga bajo tierra. No prosperó. La
Comisión de Energía Atómica advirtió que el proyecto demoraría
quince meses y exigiría 7 millones de dólares.
El fin de semana antepasado —fecha de partida del oxidado carguero
Le Barón Russel Briggs, portador de los ataúdes— todo era suspenso
en el puerto de Sunny Point. Un temporal postergó durante horas la
salida. El fallo del tribunal de apelaciones sólo se conocería el
lunes. La incógnita pesaba sobre los técnicos como una espada de
Damocles. El Ejército, sin embargo, no abandonó su decisión, y el
buque se hizo a la mar. Nadie fue autorizado a permanecer a bordo;
un remolcador arrastró la pesada mole hasta su destino. Los Estados
Unidos iban a expeler sus gases.
El martes, a las nueve y media de la mañana, un equipo especial de
oficiales rescató los seis conejos testigos —en perfecto estado de
salud— y destapó las válvulas de inundación: Le Barón tocó fondo en
sólo 80 minutos a una velocidad de 4 kilómetros por hora. El impacto
final —a 4.875 metros de profundidad— se produjo a una velocidad
tres veces superior a la prevista. Este fue, tal vez, el primero y
más grave error: los técnicos habían calculado un descenso de cuatro
horas.
Los instrumentos que debían detectar posibles pérdidas durante el
hundimiento también fallaron. Sólo fue posible realizar una de las
pruebas previstas: sondear el agua hasta una profundidad de dos mil
quinientos metros. "A esa profundidad no detectamos contaminación
—informa uno de los expertos—, pero tampoco figuraba en nuestros
planes encontrarla."
La última esperanza de obtener algún indicio del destino final del
GB, se desvaneció con el paso de las horas. En los costados de la
nave fueron ubicadas diez botellas ornadas con luces y emisores de
radio, que debían subir a la superficie en el momento del choque.
Cuatro de los recipientes se desprendieron prematuramente; el resto,
ni siquiera salió a flote. Es de esperar que la primera etapa del
proyecto —el envasado del gas— se haya cumplido con éxito. De lo
contrario, Miami Beach puede llegar a transformarse en una
calamidad.
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