Un año después
La comedia griega

Atenas celebró el domingo 28 el primer aniversario del golpe militar de abril 21. La razón de la demora es tácita: no convenía sobreponer una lecha revolucionaria a una religiosa. No se quiso perturbar la pascua ortodoxa, en la cual las procesiones marchan lentamente de negro por las ciudades y aldeas. El martes último, cuando el pueblo se disponía a volver al trabajo después de cuatro días de holganza, la Junta concedió asueto en honor de la banda que llevan el Regente Zoitakis y el Primer Ministro Papadópulos. Desde entonces, aunque el Estado, el comercio y la industria abrieron sus puertas, la capital, abrumada por la propaganda del régimen, esperó el desfile dominical embargada por una dulce, íntima pereza.
En las calles desiertas se divisaba acaso un viejo matrimonio que salía a calentarse la apergaminada piel, y en la plaza Syntagma (o de la Constitución), toda verde, literalmente cubierta de mesas y sillas metálicas, unos pocos turistas sorbían café turco o masticaban granos de pistache. Las sinuosas callejuelas de Plaka (el Montmartre ateniense) sólo se animaban de noche: en la densa penumbra, fulgurantes minifaldas alivianaban los sollozos de las nostálgicas guitarras.
Son los primeros días, ventosos, de la primavera levantina. El aire se inflama, la pureza del cielo se acendra en las temblorosas aguas del Egeo. Estos colores han sido trasladados a la enseña nacional: cruz blanca y corona de oro en medio del paño azul. Durante toda la semana, la ciudad de Pericles siguió empavesada: se castiga con multa al vecino que no exhiba su patriotismo en el balcón. El viento sacudía con ira las banderas, y esos lienzos tirantes, exasperados, eran la única señal visible del tumultuoso proceso interior que vive, actualmente, una nación de ocho millones y medio de habitantes.

La logia Pericles
Cuando usted toma su primera cena ateniense, en el décimo piso del hotel, y lleva por azar los ojos a la oscura ventana, ve recortarse en ella, mágicamente bañada de luz, la familiar silueta del Partenón. "Así que era cierto, no sólo estaba en los libros", se asombra. Al día siguiente, oyendo confusamente la lengua vernácula, otra sorpresa: resulta que, sin percatarse, todos los pueblos del mundo hablan griego. Palabras como doctor, equipo, amalgama, recobran vida inédita.
Sin embargo, Grecia es una nación joven e ingenua, fabulosamente oriental bajo la brillante espuma europea. Poco tiene que ver con la inmarcesible Hélade, con el milenio bizantino y el medio milenio turco. Su época independiente —apenas más larga que un siglo— transcurrió bajo un enervante protectorado inglés que, inaugurado por el sacrificio de Lord Byron en Missolonghi, expira con la artera matanza consumada por Churchill en 1944.
Cuando Grecia estaba a punto de caer en manos de Stalin, llegaron los norteamericanos: desde entonces, hacen la ley. La suculenta ayuda militar vivifica la economía de toda una clase media más o menos vinculada al Ejército; la nueva oligarquía de los armadores se entrelaza con intereses extranjeros; el turismo trae divisas e inquietantes modelos de vida. El país se desentumece, sale del profundo letargo histórico.
Hace un año. un puñado de hombres audaces se apoderó de Grecia mientras ella dormía. La conspiración se inició, según parece, hace mucho tiempo, cuando el mariscal Papagos y sus consejeros norteamericanos acorralaban junto a la frontera yugoslava a los guerrilleros comunistas de Markos Vifiades. Los oficiales jóvenes no fueron convidados al banquete; formaron una logia, bautizada como Pericles, y esperaron su hora.
Los partidos se rindieron a Papagos, que ejerció constitucionalmente el poder hasta su muerte, rodeado por un grupo de aparatosos generales y de civiles obsecuentes y corrompidos, entre los cuales descolló muy pronto Caramanlis, un tesonero hombre de Estado que soportaba con desdén los sucios ritos electorales. Pero, despedido Caramanlis por el Rey Pablo y su intrigante esposa Federica, que no quisieron privarse del aplauso de la bien-pensante prensa extranjera, las fuerzas populares se agruparon detrás del octogenario Papandreu, orador de pomposas imágenes e incansable promotor del caos. La izquierda, aguijoneada por un pequeño y dinámico Partido Comunista, olvidó el pasado de Papandreu como títere de Churchill; confiaba, sin duda, en heredarlo; pero ya se entreveía un pleito sucesorio entre ella y el hijo del tribuno, Andreas, un trotskista de los años cuarenta que volvió de los Estados Unidos con la bendición de los intelectuales progresistas, devotos de Kennedy.
A principios de 1965, el joven Rey Constantino, recién casado y con un primogénito, entabló, con más agallas que destreza, la lucha por la salvación de la Corona, amenazada por otra logia de oficiales: Aspida. El escudo de Papagos y los más deleznables políticos del centro y la derecha (seleccionados por el Primer Ministro Canellópulos, naturalmente) la robusteció. Al cabo de tres años de tejes y manejes veía acercarse un vencimiento electoral que iba a devolver el poder, sin duda alguna, al vengativo anciano, a su ambicioso hijo y a una acrecida fuerza marxista. La mayoría de los observadores pronosticaba un golpe de los generales después de esos comicios.
Los coroneles llegaron antes, y con el claro propósito de evitarlo, invocaron, por supuesto, la inminencia de un alzamiento comunista; prometieron pruebas que sus conciudadanos se han cansado de esperar. Aunque sus antepasados han inventado la Lógica, el coronel Papadópulos no se tomó el trabajo de explicar por qué la izquierda, segura de triunfar en las urnas, se arriesgaría a desatar un motín en un país controlado por la NATO.
Hay papeles que prueban exactamente lo contrario. La oposición había cobrado conciencia del peligro y empezado a rectificar el tiro. El grupo procomunista EDA, con prudencia equivalente a los infortunios que ensombrecen su vida desde 1940, adoptó una línea que decepcionaba a sus adeptos más jóvenes. En el Parlamento, sus hombres evitaban los excesos de lenguaje y las violentas incidencias que se permitían los de centro y la derecha. El jefe de ese partido, Passalides, otro octogenario, prodigaba paternales consejos a Constantino; la prensa adicta no ponía en discusión la monarquía ni la permanencia de Grecia en la Alianza Atlántica. La consigna era: no caer en la trampa de la provocación, no ofrecer al adversario una excusa para imponer una dictadura militar. El mismo Andreas Papandreu presentía el peligro. El 19 de abril, en una edición especial de Ethnos, lanzaba una "última advertencia" a los temerarios oradores de la Unión de Centro.

La indignación de Europa
Dos días más tarde, la logia Pericles se lanzó a la acción. A las dos de la mañana, 150 blindados, decenas de tanques y algunos centenares de paracaidistas embistieron Atenas. Ocuparon los sitios neurálgicos —telecomunicaciones, aeropuertos, centrales de agua y energía eléctrica— rodearon el Palacio Real y el Parlamento. Fue una excelente operación técnica, ejecutada —al parecer— según estudios de la NATO (Plan Prometeo), para el caso de una insurrección comunista. La mayor parte de los que actuaron, se sabe ahora, creían cumplir órdenes regulares del Estado Mayor. Pero el Estado Mayor fue informado después, y su jefe, el general Spandidakis, optó por plegarse: ya no podía enrolarse en otra dirección.
Lo mismo hicieron, no sin reticencia, el Rey y la Iglesia Ortodoxa. Constantino —a quien el golpe sorprendió en su palacio veraniego de Katoi— no regresó a la capital sino cuatro días más tarde; la Reina Madre, sus consejeros y los Embajadores inglés y norteamericano, lo habían exhortado a evitar una guerra civil. Sin embargo, pudo introducir en el gabinete algunos hombres de confianza —el Primer Ministro Kollias, un magistrado conservador; el Ministro de Defensa Spandidakis—; no accedió, en cambio, a los cuatro cargos principales: Papadópulos, que hoy asume las funciones de Primer Ministro; el Vice Pattakós, único con el grado de general, y que ejerce también el Ministerio del Interior; Makarezos, a cargo de la conducción económica; y Ladás, el Jefe de la Policía Secreta e inspirador de una fracción ultra.
Más de tres horas habían arrestado a Canellópulos, a los Papandreu, a todos los políticos y periodistas de alguna significación; colmada la cárcel de Averoff, transportaron unas 3.000 personas a las Islas de Yaros y Leros, donde no había comodidades mínimas; instituyeron tribunales militares que reparten sumariamente penas de prisión de hasta doce y quince años, no sólo a los comunistas, sino también a cualquiera que les parezca instrumento de los comunistas. Las denuncias sobre torturas no han sido examinadas; se premia la delación; se despojó de su nacionalidad a varios centenares de ciudadanos. La mayoría de la población se refugió en una cautelosa, expectante indiferencia.
Estos métodos han provocado la indignación de Europa, donde es costumbre asociar los pronunciamientos militares a vagas y exóticas nociones sobre Iberoamérica. La Corona inglesa, emparentada con los Glucksburg, y el gabinete laborista, pusieron el grito en el cielo; hicieron coro las monarquías socialistas de los países nórdicos y los Gobiernos de coalición italiano y alemán. La propaganda soviética pasa a la ofensiva, aunque sin cortar las relaciones diplomáticas y comerciales con Atenas. La opinión europea está convencida de que Papadópulos, un veterano oficial de inteligencia, obtuvo, en el momento de actuar, el visto bueno de la CIA norteamericana a espaldas del Embajador Talbot.
El Gobierno de Washington, en los primeros meses, también fingió escándalo, pero luego reanudó la ayuda militar, que lleva a los pulmones de la Junta el oxígeno indispensable. En todo caso, no deja de requerir algún simulacro electoral que satisfaga las críticas extranjeras y convierta a Grecia, definitivamente, en una "democracia autoritaria", por haber cometido el error de mostrarse vulnerable a la agitación izquierdista. Pero teme que en otros países europeos, tanto o más sensibles a la acción del comunismo, la clase política se deje arrastrar por un reflejo defensivo. En Italia, en Alemania, se recela de que el Pentágono y la CIA ofrezcan su respaldo a una aventura militarista.
La Junta griega disolvió los partidos, decretó la censura de prensa, licenció a centenares de profesores. "La nación está enferma —sentencia Styliano Pattakós, un pintoresco lenguaraz que hasta físicamente recuerda a Nikita Kruschev— y nosotros hemos venido a curarla." Ellos sólo conocen la receta: la Corona y las Fuerzas Armadas ignoran el secreto. En nueve meses destituyeron a 600 oficiales de las tres armas; como el Rey vacilaba en firmar los respectivos decretos, que castigaban a los más seguros defensores de la monarquía, fue sabiamente inducido a una conspiración; cuando la intentó, a fines del año pasado, se pudo observar que muchas promesas de apoyo habían sido engañosas. Desde entonces está asilado en Roma, donde ya lo olvidó la prensa internacional.
Los coroneles hallaron un general, Zoitakis, que aceptó el papel de Regente; Constantino no podrá volver sino con el consentimiento de la Junta, que prepara un plebiscito para amainar sus prerrogativas. De hecho, Papadópulos y su grupo han cumplido las aspiraciones de la logia Aspida, algunos de cuyos miembros, condenados por alta traición en los últimos días del Gobierno constitucional, han sido indultados y reincorporados. Pero otros 400 oficiales moderados debieron retirarse después de la partida del Rey.
Los nuevos amos se dedican a conquistar al pueblo, sin privarse de los recursos más demagógicos. Atenuada la brutal represión de los primeros días, el rostro de la Diktatoria se distiende en una sonrisa, tanto más cordial a medida que se aproxima la temporada turística, que debería compensar las pérdidas de la anterior. Ya no bastan las simples apelaciones patrióticas: "Grecia, nación pura y magnífica", adulaba Papadópulos; "Traemos un nuevo orden moral, construiremos una sociedad greco-cristiana", pontificaba Pattakós. Ahora la propaganda oficial habla de "igualdad" y de "justicia social", de la "redistribución de las riquezas nacionales" y de la "felicidad del pueblo". Como se ve, los militares griegos imitan a sus colegas de otras partes del mundo.
Entre las medidas que tienden a difundir esa ilusión, una consistió en abolir las deudas de los campesinos con la banca oficial. En realidad, el crédito había favorecido siempre a los terratenientes, que ahora vuelven a sacar la tajada del león; en cuanto a los campesinos pobres, esas deudas eran incobrables. Otra providencia generosa se refiere a la dote de las muchachas sin fortuna; la Reina Federica había instituido, con ese objeto, una fundación que gravaba en 500 dólares la importación de un automóvil. En adelante, es el Estado mismo el que asume esa carga, aun si el fondo resultase insuficiente.
Tales concesiones tienen un límite, puesto que los coroneles, en un año, no han mejorado ciertamente la situación económica. La política deflacionista que aplicaron al comienzo, la austeridad, los despidos, han reducido el consumo y las ventas; es cierto que el costo de la vida no aumentó perceptiblemente. Pero, no obstante los privilegios acordados a los capitales extranjeros, las inversiones bajaron de 262 millones en 1966 a 180 millones en 1967. El índice de la producción industrial, que era del 16 por ciento, se redujo al 1,1 por ciento. Algunas fábricas (como Minaides, Photiades, textil) cerraron sus puertas, y otras (Pirelli, de neumáticos, y Potirópulos, montaje de camiones importados) relajaron su ritmo de producción.
Los últimos discursos de Papadópulos —que cada fin de semana visita una provincia, como Pattakós, cuyo aspecto taciturno contrasta con el eufórico del Vice— empiezan a dotarlo de un cierto perfil de estadista, parecen insinuar un cambio cualitativo en la política económica y social. La Junta se habría propuesto forzar la creación de un designio que animaba a Caramanlis, quien, sin embargo, no necesitaba afianzar su dominio por medio de espectaculares iniciativas a expensas del Fisco.
Que esta segunda etapa de la revolución, "popular e industrialista", consiga o no granjearle la voluntad de la nación, depende del tiempo disponible. Sin duda, el plebiscito constitucional del 1º de setiembre próximo —si no se decide aplazarlo— se hará a satisfacción de la Junta, puesto que ningún partido puede intervenir en el debate ni controlar los resultados; en
todo caso, sólo el volumen de las abstenciones permitirá inferir la fuerza de la oposición. No obstante, una vez repuesto el mecanismo institucional, el partido del Gobierno deberá enfrentarse en el Parlamento con una oposición unida, con Canellópulos y Papandreu reconciliados en la desgracia; pero, sobre todo, con una promoción juvenil que está desbordando las viejas fuerzas.
Ese día, Papadópulos caerá en la cuenta de que él y sus camaradas no hicieron otra cosa que radicalizar la política griega, obligándola a describir en un solo año —y sin ahorrarle sufrimientos— un giro que la antigua oligarquía hubiera retardado quizá por una década más. Esa responsabilidad no le asusta: durante el resto de su vida será político. Tanto él como Pattakós, Makarezos y Ladás se han retirado del servicio activo.
Siete organizaciones clandestinas funcionan actualmente en Grecia: el Frente Patriótico (de izquierda), el Frente Obrero contra la Dictadura (marxista), Defensa Democrática y Resistencia Democrática de Creta (ambas centristas); la Unión de Oficiales contra la Dictadura, Rigas Ferraios (estudiantes) y el PAK (movimiento pan-helénico inspirado por Andreas Papandreu desde el exterior).
Todas estas organizaciones son independientes de los partidos; Defensa Democrática, por ejemplo, rehúsa la conducción de los notables y condena abiertamente la "ingerencia" norteamericana, mientras que el Frente Patriótico, si bien recluta militantes del EDA, proclive al comunismo, criticó duramente el "dudoso comportamiento" de la URSS ante "el régimen fascista de los coroneles". El objetivo del Frente Patriótico y de Defensa Democrática,
que unos meses atrás coordinaron sus actividades, es "instaurar una verdadera democracia, no contaminada por la corrupción, como la que se derrumbó en 1967".

Los expatriados activos
El papel de Andreas Papandreu como líder supremo de la "otra Grecia" ha ganado en importancia, en parte porque dispone de abundantes fondos de procedencia escandinava. Con todo, el expatriado parece confiar demasiado en una reacción cívico-militar que derrocaría por la fuerza a la camarilla de Papadópulos: vista por dentro, la situación no es propicia. El mes pasado, 6 oficiales y 9 suboficiales de la Marina de Guerra fueron transferidos ante un tribunal militar, acusados de haber urdido un plan para barrenar unos barcos. Estos episodios no mellan la unidad de las Fuerzas Armadas: más bien la favorecen.
El "tremendismo" a que se entrega la emigración, acaso incitada por la vehemencia mímica de Melina Mercouri, corre el peligro de distanciarla del verdadero sentir popular. La mayoría de la población, que no se interesaba por la política, no sufrió los mismos percances que los militantes de los partidos. Para ella, la situación no ha variado radicalmente, y quienes aseguran que los griegos distinguen la democracia y sus vicios habituales, suponen también que la democracia fue en el pasado algo más que una simple abstracción.
Así lo creyeron los cuatro mil manifestantes que el 21 de abril marcharon en Londres, acaudillados por la Mercouri, al grito de "¡Fascistas!" y "iStop, stop, Papadop!" (una alusión al Primer Ministro). Antes de llegar a la Embajada de Grecia, la columna escuchó a Melina, en Trafalgar Square: "Es éste un aniversario vergonzoso —dijo la actriz, que ha hecho una segunda carrera de su lucha verbal con el Gobierno de Atenas—. Trescientos sesenta y cinco días de oscuridad, de miedo y de tortura".
Sin embargo, no hay, en Estos días, una tragedia griega; al menos, no la hay desde que Papadópulos se sintió fuerte. Hay, si se quiere, una comedia apacible y realista, a tono con la leve primavera que trisca por las Islas del Egeo, vestida de oro y de azul.
Más que apatía o resignación, era curiosidad lo que se adivinaba en los ojos del pueblo, el domingo último, mientras desfilaban las tropas por la ciudad abanderada. ¿Qué hará esta gente —se preguntaba, acaso— para salir del aprieto en que se ha metido? Por primera vez en la historia moderna, la oligarquía griega, con su ala derecha y su ala izquierda, está en el llano. Los coroneles, cansados de servir a la clase política, reclaman el mando y, desde luego, la riqueza. Ambas partes se ofrecen a "salvar la Patria", comenzando por sus propios intereses; cada cual está dispuesto a pagar un precio a la mayoría, para obtener su apoyo.
Ninguno de los llamados resulta convincente. Pero en el momento actual, si uno de los dos suscita a priori la simpatía popular, no es, probablemente, el de los militares. 
Copyright Primera Plana, 1968.
PRIMERA PLANA
30 de abril de 1968

 

 

Patakós, Papadópulos, Makaresos
Patakós, Papadópulos, Makaresos

 

 

 

 

 

Regente Zoitakis
Regente Zoitakis


 

 

 

 

 

 

 

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