Revista Periscopio
11/XI/1969 |
El teléfono suena. Era Marcel. Le hice
repetir:
—¿Marcel, qué?
—Cerdan. El boxeador. ¿No se acuerda? Nos conocimos en el Club de
los Cinco. Estoy aquí.
Qué gracioso, no lo podés saber. Había espacios en blanco en la
conversación. Debía sudar la gota gorda.
—Pero sí —le dije—, no lo he olvidado.
—Y bien: yo tampoco. (Se puso a reír, estaba aliviado). ¿Y si esta
noche cenáramos juntos? Voy a buscarla.
¡Pensás que iba a decir que no! Me maquillé bien. Me puse mi vestido
más chic, vos sabés, de lo más simple, que cuesta caro.
Apenas había terminado cuando llegó. No es un pituco.
—¡Rápido —me dijo—, tengo un hambre que bueno, bueno!
—Nada de coche ni de taxi.
—Es muy cerca —me dijo Marcel.
Partimos a patacón por cuadra. No llegaba a seguirlo. Yo daba tres
pasos cuando él daba uno. En ese tren, yo no iba a durar. No era
posible. Tendría que haberme convertido en un corredor de fondo. Él
no veía nada. Ese muchacho es espeso como un muro.
Entramos en un drugstore apolillado. Me subo sobre un taburete.
¡Después de la marcha, el alpinismo! Y me encuentro de nariz con un
plato de pastrami: carne de vaca secada y hervida, un morfi que no
me atrevería a dárselo a un linyera.
La mostaza comenzaba a picarme la nariz. Me tiran después un ice-cream
sundae, de menta. Todo regado con un vaso de cerveza. Como para
hacer vomitar a los reos de la Guayana. Ahí no más, alarga 40
centavos de dólar (200 francos, más o menos).
Nada de modales y amarrete, además. Yo tenía buena pinta con mi
vestido y mi maquillaje.
Marcel me mira con una sonrisa de chico bueno. No había visto nada.
-¿Nos vamos?
—¡Ah, bueno! ¡Era el aperitivo! Y bien, no le ha costado caro. Si a
esto le llama salir con una mujer...
Se puso colorado. Me tomó el brazo sin apretármelo, pero lo mantenía
fuerte sin embargo. Yo no corría ningún peligro de que el viento me
llevara.
—Perdón, no lo sabía. Así es como ceno yo. Pero tiene razón: para
usted no puede ser igual.
Taxi. Ni una palabra durante el trayecto. Hasta evitaba mirarme.
Bajamos en el Pavillon, el restaurante más chic de Nueva York.
Fue así cómo, en mi primera salida con Marcel, me morfé dos comidas.
Después no nos dejamos.
¡Para Edith, este hombre que la adora, que hace todo lo que quiere,
no porque tenga necesidad de ella para comer, que tiene miedo de sus
gritos, de sus escenas, pero porque la ama, es demasiado hermoso!
Es tan célebre como ella. Tiene su público, ella el suyo. Nunca
verán su nombre sobre un mismo afiche.
Los periodistas hicieron tanto, tanto nos persiguieron, que un día
Marcel aceptó una conferencia de prensa. El idilio de dos vedettes
francesas ,en Nueva York, para la prensa era un plato fuerte.
No hubo periodista que no asistiera. Todos estaban masticando su
chicle, fumando, con o sin lapicera en la mano.
Marcel no anduvo con vueltas. Siempre derecho. ¡Hubieras sentido
cómo los puso! Me dijo: "Vos no tenés nada que decir; me gustaría
que no estuvieras". Pero yo quería escuchar.
Como había una puerta de emergencia, me planté detrás. Marcel estaba
delante. No era posible que un curioso pasara para abrirla.
—Bueno. No hay sino una cosa que Ies interesa. No vamos a perder el
tiempo. ¿Ustedes quieren saber si yo amo a Edith Piaf? ¡Sí! ¿Y si
ella es mi amante? Lo es, porque soy casado. Si no fuera casado y no
tuviera hijos, la habría hecho mi mujer. Y ahora, aquel que no haya
engañado a su mujer que levante el dedo.
Los muchachos estaban patitiesos.
—Ustedes pueden hacerme todas las preguntas que quieran; pero sobre
ese tema, ya he dicho todo. Mañana veré si ustedes son caballeros.
Al día siguiente no había ni una sola palabra sobre nosotros en la
prensa, y yo recibía una canasta de flores, grande como un
rascacielos, con una tarjeta: "De parte de los caballeros a la mujer
más amada".
¡En Francia no me hubieran hecho eso!
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Edith Piaf y Marcel Cerdan |
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