Setiembre de 1938 
El reparto checo

El memorándum supersecreto estaba dirigido "A la atención del Führer". Era un modelo de lacónica y precisa redacción, como todos los que se preparaban en la OKW, el Alto Mando de las Fuerzas Armadas del Tercer Reich. Lo había elaborado el coronel Alfred Jodl, un entusiasta militar que pronto abrazaría el generalato; con ese rango pendió de una cuerda aliada, en 1946, ahorcado como criminal de guerra por el Tribunal de Nüremberg.
Los ojos de Adolfo Hitler recorrieron el documento casi con exasperación: agonizaba el verano de 1938 —esa la tarde del 24 de agosto— y el Führer deseaba iniciar pronto su gira por las defensas alemanas en las fronteras del Oeste. Leyó con satisfacción el esmerado afán por no descuidar ningún detalle: "Es de suma importancia fijar el momento exacto del incidente". Se proponían variantes de hora y minuciosas especulaciones para asegurar el éxito de una provocación que sirviera para justificar, ante la complaciente opinión pública germana y mundial, un viejo sueño de Hitler: la invasión de Checoslovaquia.
La agresión tenía una fecha inexorable: 1º de octubre. El plan de ocupación había sido ya presentado en abril, de 1937. ante la OKW por el mariscal von Blomberg, caído luego en desgracia por enfrentar las opiniones del Führer. El Fall Grün (Caso Verde), como fue bautizado, recibió la aprobación del jefe nazi, quien el 5 de noviembre de ese año disparó sobre el Estado Mayor un discurso de tres horas y media para explicar, por primera vez con tanta amplitud y franqueza, sus planes de conquista y su decisión de lanzarse a la guerra. Las dos primeras víctimas escogidas eran Austria y Checoslovaquia. Su anexión al Reich proporcionaba mejores fronteras estratégicas, recursos naturales e industriales y doce millones de habitantes de origen alemán. La patria natal de Hitler cayó sin problemas el 12 de marzo de 1938 devorada por el Anschluss; las democracias occidentales miraron para otro lado sin muchos rubores. Ahora les tocaría el turno a los checoslovacos; iba a ocurrir lo mismo. Esa capitulación tuvo un defecto mayor que la deshonra: fue inútil. No sólo no impidió la Segunda Guerra Mundial, sino que, al no frenar la fiebre rapaz del régimen nazi cuando todavía se estaba a tiempo, se ahondaron las proyecciones de la catástrofe.
No faltaba, claro está, una buena dinamita interna que pudiera ser detonada en beneficio del Reich: eran los tres millones de sudetes, una minoría de ascendencia germana que poblaban amplias zonas de Bohemia y Moravia, las dos regiones checas. Además estaban los eslovacos, que reclamaban una mayor autonomía. Y Rutenia, donde los húngaros tenían puestos sus ojos golosos, alegando también derechos de dominio por existir allí una fuerte población de compatriotas. A mediados de mayo de 1938, la OKW urdió nuevos planes para el ataque. Pero Londres, París, Praga y Moscú obtuvieron, casi simultáneamente, algunos detalles de las futuras operaciones y las creyeron inminentes: el fin de semana que se inició el viernes 20 fue de tensiones y angustia; la guerra parecía llegar con las próximas horas. Las noticias, filtradas del Alto Mando Alemán —una infidencia que enfureció a Hitler—, informaban de una blitzkrieg que arrasaría con todas las defensas en un plazo de cuatro días. "Ante el hecho consumado, nuestros potenciales enemigos no intervendrán", acertó el Führer.
Francia y Gran Bretaña se apresuraron a explicar a Ribbentrop, el mediocre Ministro de Relaciones Exteriores del Reich, que no tolerarían la agresión; la Unión Soviética mostró menor interés, aunque defendió por intermedio de su Embajador en Berlín "el principio de respeto por la soberanía checoslovaca". Descubierto de antemano en su maquinación, Hitler debió contener su rabia y asegurar que no proyectaba medidas militares, aunque deslizó nuevas amenazas. Al mismo tiempo, ordenó movilizar 96 divisiones y fijó la fecha del 1º de octubre para el ataque.
El Primer Ministro británico, Neville Chamberlain, decidió iniciar una ofensiva diplomática para apaciguar al Führer, ejercitando una miopía política que tuvo por compañera a la incapacidad de su colega francés, Daladier. Mientras tanto, los generales alemanes intentaban convencer a Hitler de la imposibilidad de desatar un ataque: frente a las cien divisiones francesas apostadas en la ribera occidental del Rhin, sólo había disponibles una veintena de divisiones de la Wehrmacht (Ejército). La perspectiva de un holocausto sin lauros ni victoria, hizo florecer una conspiración en el Alto Mando: un emisario, Ewald von Kleist, viajó a Londres para conocer la determinación británica y francesa de ayudar con las armas a Checoslovaquia; era el argumento que necesitaban para dar el golpe de Estado. Sólo Winston Churchill, entonces en la oposición, escuchó y alentó a los rebeldes. Incluso escribió una carta: "Estoy seguro de que la entrada violenta de los Ejércitos y la aviación alemanes en Checoslovaquia provocará una nueva guerra mundial".
Chamberlain se encargó de auxiliar involuntariamente a Hitler, que no conocía la conspiración, aceptando de hecho que las regiones sudetes fueran incorporadas al Reich. Este acto de estupidez no sólo condenaba a Checoslovaquia; también desanimó a los conjurados y yuguló toda posibilidad de echar a Hitler del poder. Chamberlain fue todavía más allá: el 15 de setiembre tomó un avión, por primera vez en sus 69 años de vida, y se trasladó a Berchtesgaden para dialogar con el líder nazi. El Führer obtuvo casi todo lo que pidió, aunque el Premier británico le negó algunas concesiones. Mientras el, anciano regresaba para convencer al Gobierno 'de Londres sobre lo correcto de su política abdicadora, cinco cuerpos de Ejército se aprestaban en la frontera con Checoslovaquia. Alarmado, Chamberlain retornó a Alemania para calmar a Hitler.
Para unirse al festín, Polonia se apresuró a reclamar un plebiscito en el distrito de Teschen, donde vivía una fuerte minoría polaca. Franceses, y británicos presentaron una propuesta al Gobierno checo, que diezmaba vastos territorios de Bohemia y Moravia, donde se concentraba la mayor parte de la industria y la minería del país. El Presidente Benes rechazó indignado el documento; mientras Chamberlain escuchaba las largas tiradas de Hitler, llegó la noticia de la movilización general, dispuesta por la inminente víctima. La reunión fracasó, pero el Führer accedió "a un nuevo plazo", que vencía el 1º de octubre, la fecha fijada para la invasión. El ingenuo británico entendió el truco de Hitler como buena voluntad. Mientras en Londres se cavaban trincheras y se entrenaban tropas, se empeñó en un nuevo encuentro. Esta vez fue con la participación de Italia y Francia; nadie se molestó en invitar a los checoslovacos. En Munich, el 29-30 de setiembre, se realizó la conferencia: fue un triunfo humillante del dictador nazi. El 1º, las tropas alemanas se apoderaron de las regiones sudetes, con la bendición de las democracias vecinas.
"Alemania garantizará ahora las nuevas fronteras checoslovacas", se esperanzaron Daladier y Chamberlain. Para desmentirlo, el 15 de marzo de 1939, los alemanes ocuparon Bohemia y Moravia: Hitler paseó, radiante de felicidad, por las calles de Praga. También declaró la "independencia" de Eslovaquia, que las tropas germanas decoraron con su presencia. El país checoslovaco había dejado de existir; hasta que, ironías del destino, las tropas soviéticas lo liberaron del yugo nazi seis años después.
27 de agosto de 1968
PRIMERA PLANA

Ir Arriba


 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

Chamberlain visita a Hitler

 

 

 

 

 

 

Búsqueda personalizada