Revista Periscopio
28.04.1970 |
El miércoles 22 de abril, al cumplirse 100 años
del nacimiento de Vladimir Ilich Ulianov, fundador del Estado
Soviético, Leonid Breznev pronunció el "informe del centenario". La
ocasión coincide con una de las más agudas crisis del régimen:
"Entre el 15 de marzo y los primeros días de abril, un hecho
político determinante ocurrió en Moscú: la mayoría del Comité
Central cambió de bando", escribe Georges Henein en L'Express.
"Desde el fondo de su mausoleo en la Plaza Roja, Lenin, ídolo
secretamente traicionado, asiste a la desunión de los proletarios."
El Secretario General del PC soviético, al ensalzar la vigencia del
marxismo-leninismo, prometió una "nueva política económica", marbete
que recuerda textualmente el repliegue doctrinario ordenado por
Lenin, en 1922, en una primera rectificación que, por lo visto,
vuelve a ser forzosa. Según parece, la nueva línea será equidistante
del stalinismo y del kruschevismo, "desviaciones" que Breznev y su
Comité Central condenaron en el pasado. Es dudoso que esa conducción
ecléctica, desprovista de espíritu creador, intérprete correctamente
los intereses del Estado soviético y las aspiraciones de sus
pueblos.
En el Salón de Congresos del Kremlin, en presencia del Jefe de
Estado, Nikolai Podgorny, y el Primer Ministro, Alexei Kossyguin, de
6.000 funcionarios soviéticos y centenares de comunistas
extranjeros, Breznev admitió que hubo "muchos errores y fracasos en
la construcción de la Unión Soviética. Es difícil —-justificó—
evitar los errores en un esfuerzo semejante."
China comunista conmemora también el aniversario; pero no envió
delegación alguna a Moscú, sino que hizo un llamado de 18.000
palabras al pueblo soviético para que derroque a la "camarilla
revisionista", que habría deshonrado a la patria de Lenin. El
sistema que él llevó 'al triunfo en 1917 rige hoy una tercera parte
del mundo, pero sufre más y más disidencias.
La UNESCO, hace un año, acordó por unanimidad adherir al centenario
del fundador del Estado soviético: debe verse en ello, además de
razones de cortesía internacional, el reconocimiento de su
extraordinaria personalidad política y del carácter humanístico de
sus objetivos finales, sin que ello importe la renuncia a juzgar sus
ideas y sus métodos con objetividad histórica.
Muerto su padre —un liberal— en 1886, y ahorcado al año siguiente su
hermano mayor —un populista seducido a ratos por el terrorismo y a
ratos por el marxismo—, Volodia, a los 17 años, se encuentra
convertido en jefe de familia: la madre, las tres hermanas (Ana,
Olga, María) y el pequeño Dimitri, acatan, sin reparar en ello, la
autoridad del primogénito varón.
Sin embargo, él no asume la responsabilidad económica. No aportará
un solo copec ganado con su trabajo; por el contrario, va a recurrir
con frecuencia a la hucha de la madre, quien administra con denuedo
la exigua pensión dejada por el educador Ilich, funcionario del
Imperio.
Es un muchacho impertinente, burlón, colérico, cuyo rostro de
astutos ojos orientales comienza a poblarse de una barba y un bigote
rojizos, mientras su enorme cráneo se desguarnece ya, día por día.
De corta estatura, piernas cortas y brazos largos, no es enclenque,
sin embargo: tiene un poderoso pecho de atleta, gracias a la
natación y a otros ejercicios que se impone voluntariosamente.
Volodia ejerce su primacía con desgano, acaso porque no se le ofrece
resistencia. Ana, la primera hija del matrimonio Ulianov-Blank, es
una soñadora que desdeña toda energía. Sacha la había prevenido
contra él, con recelo semejante —no deja de ser curioso— al que
Lenin manifestara contra Stalin en el momento de su muerte.
La hagiografía soviética, a la vez que recorta con nitidez sus
diferencias políticas con el mártir, distribuye con equidad el
heroísmo y la devoción fraterna. Los biógrafos independientes con
afición por la psicología imaginan un revolucionario forjado a
partir de aquel drama familiar. Puede ser: pero él no dejó una línea
sobre tal episodio, ni solía recordarlo en sus conversaciones.
Vive como un modesto señor rural, al aire libre, la escopeta al
brazo. Tanto en Simbirsk como en Samara, aldeas remotas, de
oprobiosas chozas de madera, su casa es una de las principales:
nunca faltó un cuarto de costura, la biblioteca, el piano, ropa
abundante y limpia. Después, en San Petersburgo, sufrirá las mismas
estrecheces que casi todos los estudiantes, y en sus años de
confinamiento siberiano, o de exilio en una decena de ciudades
europeas, su vida material —sórdida, por momentos— sabrá eludir la
degradación.
Ni él ni Nadezda Krúpskaia se quejaron nunca. Tampoco les dolió
demasiado no tener hijos: revolucionarios profesionales, no podían
permitírselos. Quizá tuvieron presente el caso de Marx y Jenny, que
perdieron tres hijos por causa de su pobreza.
A los 17 años, pues, Volodia lee con obstinación, aprende idiomas y
discute en los círculos intelectuales de la provincia; tomando
apuntes de los libros de Marx y Engels, insensiblemente comienza a
escribir. No hará otra cosa durante treinta años: en 1917, al
imponerse sobre todas las Rusias, habrá cumplido los 47.
Se calcula que en esos treinta años, más los cinco durante los
cuales ejerció el Gobierno, Lenin ha escrito diez millones de
palabras. Fue, al parecer,
un orador mediocre, sin carisma —hasta que el poder se lo
trasmitió—, y dominaba a las masas no por la transparencia y
concisión de sus argumentos, sino por su actitud prepotente y
sarcástica. Ningún otro político, en la historia, se sirvió tan
porfiadamente de la palabra escrita; ningún otro dejó en el papel
tan abundantes motivaciones de su pensamiento y de su acción; ningún
otro puede ser analizado con pareja objetividad.
Conspira contra ese análisis, por supuesto, la circunstancia de que
su doctrina se trocó en razón de Estado, no sólo en la URSS, sino
para los comunistas del mundo entero y muchos que creen no serlo;
toda ella, de cabo a rabo, está protegida por el criterio de
autoridad, así como el cadáver de su creador fue momificado en una
capilla bajo los muros del Kremlin. Poner en duda una sola de sus
afirmaciones equivale a "desenmascararse" como un agente del enemigo
de clase.
Cerebro poderoso, titánico, pero dominado por algunas ideas fijas
que a menudo embotan su mecanismo, Vladimir Ilich vulgarizó, en una
decena de libros y centenares de artículos, las teorías filosóficas,
históricas y económicas de Marx y Engels; hoy se conocen, sobre
todo, a través de la versión leniniana, que las empobrece por su
empeño didáctico y por la explotación política. Por lo demás, no las
conocía en su integridad: La ideología alemana y el Manuscrito
económico-filosófico, por ejemplo, se publicaron después de su
muerte.
Vladimir Ilich carecía de preparación filosófica adecuada, y sólo se
aplicó seriamente a esta disciplina en sus últimos años, cuando ya
había escrito todos sus libros importantes. 'Materialismo y
empiriocriticismo' (1909), un ensayo incipiente sobre gnoseología,
es dogmático y superficial. 'El Estado y la Revolución? pretende
llenar una carencia de Marx-Engels y 'El Imperialismo, etapa
superior del Capitalismo' es un intento por actualizar la obra
inconclusa del maestro: contribuciones decisivas dentro de la
literatura marxista, no conservan entre los lectores genuinos el
crédito supersticioso que las rodeaba hace medio siglo.
Es impresionante, sin embargo, examinar la nutrida folletería que
Vladimir Ilich produjo casi desde la adolescencia hasta el momento
de la insurrección, sea en ediciones hectográficas de 50 a 100
ejemplares —que luego copiaban sus partidarios en diversas ciudades—
sea a través de 'Iskra' (La Chispa) o de 'Vperiod' (Adelante),
periódicos fundados por él, que entraban en Rusia clandestinamente y
en reducido número de ejemplares. Los más conocidos de esos trabajos
son 'Qué hacer y Un paso adelante, dos pasos atrás', y se ocupan,
por lo común, de cuestiones de táctica, materia que realmente Lenin
dominó.
Para uno de sus amigos, Vasily Starkov, el enigma de Lenin radicaba
en la dualidad entre su absoluta intransigencia cuando se trataba de
formular principios generales y su conducta flexible,
desvergonzadamente pragmática. Los críticos biempensantes lo han
convertido en dechado de cinismo; sorprende, en cambio, el candor
con que él recomienda las artimañas que practican corrientemente los
políticos burgueses, quienes saben que ciertas cosas se hacen, pero
no se dicen: hombre de principios, él lo ignoraba, puesto que las
escribía.
De todos modos, cada uno de esos folletos es una batalla ideológica
ganada por él sobre cada uno de los otros doctrinarios que podían
disputarle la dirección del movimiento revolucionario, primero en
Rusia y después en toda Europa. Quedan al margen del camino, uno
tras otro, Martov y Plejanov, Bernstein y Kautsky, finalmente Rosa
Luxemburgo. Pero también ha debido apartar a decenas de publicistas
cuya única notoriedad, hoy, es haber sido pulverizados por él.
En sus primeras campañas, defendió a la socialdemocracia —raquítica,
todavía— del doble ataque de los narodniki (populistas), empecinados
en el terrorismo, y del llamado "socialismo ruso", confuso y
retrógado. Unos y otros eran culpables de ignorar a Marx.
Después se dedicó a consolidar su propio partido bajo su autoridad:
es habitual, entre revolucionarios, asignar carácter principista a
rivalidades personales. Lenin denostaba tan pronto a los
"socialistas de cátedra", entretenidos en chácharas bizantinas, como
a los "economistas", que incitaban al paro por mejoras, olvidando la
especulación teórica y el objetivo final.
Para él, hasta entonces, la socialdemocracia era —como su nombre lo
indica— un partido democrático, que participa en la defensa de las
libertades públicas, y a la vez un partido de clase, que encauza la
lucha obrera hacia la implantación del socialismo. En actitud
desafiante frente a las ligerezas de la demagogia, adoptaba una
línea moderada que le confirió, a edad temprana, los prestigios de
la ciencia y de la responsabilidad. No debe olvidarse que ésa era la
doctrina de los bolcheviques cuando ganaron la mayoría (bolche =
mayoría), y que Lenin la obtuvo junto con Plejanov.
Pero, a partir de la primera Revolución (1905), cada día más, como
si temiera verse desplazado por jefes más audaces, se situó en
posiciones extremas, desde las cuales era fácil acusar a los otros
de inconsecuencia. Por fin, el partido bolchevique fue, simplemente,
el partido de Lenin, y quizá no habría sido la fracción marxista más
radical si la derrota militar no hubiera desorganizado por completo
al Estado ruso.
A última hora, sin embargo, se vio aventajado por un nuevo partido,
que descendía de los narodniki y practicaba con fruición el
terrorismo, pero se declaraba marxista y prometía la ocupación
inmediata del poder. Los socialistas-revolucionarios o eseristas
(SR) se burlaron de los bolcheviques, que acomodaban su paso al
lento proceso de formación de una conciencia obrera; ellos confiaban
en el furor campesino para incendiar la revuelta en las estepas y,
por su parte, aterrorizaban a las fuerzas de seguridad y preparaban
un golpe de mano que abatiera finalmente al aparato estatal.
Lenin los había combatido sin fortuna en 1897 (Las tareas de los
social-demócratas rusos) y en 1902 (¿Por qué la socialdemocracia
debe declarar una guerra resuelta y sin cuartel a los
socialistas-revolucionarios?). Sin fortuna: las turbas seguían a los
eseristas, más que a los bolcheviques. Era tan clara esa inclinación
que, instalado ya Lenin en el Palacio de Invierno, ellos lo
derrotaron en la elección constituyente; y como aún pretendía
respetar el llamado "constitucionalismo soviético", formó un
Gobierno de coalición: bolcheviques y SR (ala izquierda).
La lectura de aquellos folletos enderezados contra el aventurerismo
revolucionario provocaría hoy la mayor contrariedad a las nuevas
corrientes (maoísmo, guevarismo, marcusismo), que no pueden dejar de
reconocerse en los olvidados eseristas a quienes Lenin fustigó tan
implacablemente en los años de formación del partido bolchevique.
Sin admitir, por cierto, la democracia burguesa, él rechazaba con
todo rigor la idea de que el partido revolucionario pudiera, eficaz
y lícitamente, sustituirse a la conciencia de clase.
Sin embargo, viendo que los eseristas habían obtenido mayor apoyo
popular, y apreciando con justeza la situación creada por la derrota
militar rusa, Lenin, en 1917, se apropió improvisadamente de la
ideología adversaria y, aun contra la opinión de la mayoría del
Comité Central, desbarató el tambaleante Gobierno menchevique de
Alexander Kerenski. No era ni una Revolución popular —actuaron en el
episodio no más de 5.000 soldados y obreros— ni un putsch, como lo
hubiera bautizado la autocrítica en caso de derrota. Fue la
insurrección de un partido minoritario, que, sin embargo, en el
primer momento, obtuvo el ingenuo asentimiento de un país que
esperaba la aparición de un grupo de hombres decididos, capaces de
subsanar el vacío de poder y de implantar un orden, cualquiera
fuese.
Las nuevas corrientes pueden, sin duda, invocar en su favor los
textos (Cartas desde lejos, Consejos de un Ausente, Tesis de abril)
mediante los cuales Lenin, aquel año, acosó febrilmente a su Comité
Central hasta arrancarle la decisión del 7 de noviembre. Queda por
ver, sin embargo, si estos grupos están en condiciones —como lo
estaban los bolcheviques, después de treinta años de actividad
teórica y práctica— de ejercer efectivamente el poder, en caso de
éxito; las guerrillas rurales y urbanas de los años 60 —salvo en
aquellos países como Indochina o Argelia, donde la lucha por el
socialismo se confundió con la causa de la independencia nacional—
sólo han logrado cambiar la correlación de fuerzas en sentido
opuesto a la voluntad y a los intereses de la mayoría.
Táctico consumado, Lenin tuvo razón, en lo inmediato, contra las
teorías que enseñó como publicista durante treinta años:
históricamente, no. Una vez dueño del Gobierno, se halló en
conflicto con la definición marxista de la "dictadura del
proletariado", que acabó por transformarse en la dictadura de un
partido, la del Comité Central y, en última instancia, la de un
hombre; y no sólo se vio obligado a diferir para un futuro remoto la
implantación de la sociedad comunista, sino incluso la del
socialismo. La NEP (nueva política económica), en 1922, abrió una
larga etapa de "capitalismo de Estado" —como él la denominó— y medio
siglo más tarde, todavía, las reformas asociadas al nombre de Evsei
Libermann proclaman la vitalidad de las leyes del mercado.
Lenin, enfrentado con crudas realidades políticas y económicas, no
vaciló en formular inmediatamente una nueva revisión de su
ideología: ya en 1920, en La enfermedad infantil del "izquierdismo"
[...], combatía —con la misma virulencia que en su juventud— a
quienes suponen que es posible pasar por alto toda una época
histórica. El socialismo sólo puede realizarse sobre la base de una
alta evolución industrial y un bienestar general que aún hoy, en la
URSS, se hallan a una distancia inasequible.
Sin duda, la Revolución Rusa fue un hecho histórico favorable a los
intereses generales de la humanidad: el sistema capitalista no se
transformó espontáneamente, sino que su primera reacción fue la de
enfrentar el totalitarismo revolucionario con un totalitarismo
reaccionario (vencido por la URSS y sus aliados occidentales en una
catastrófica contienda mundial). Desde entonces, sin embargo, en
todo el mundo quedaron abiertas las vías para el cambio, que se
opera especialmente en los países que no siguieron el ejemplo
leniniano de 1917, sino más bien sus ideas pretéritas, cuando
explicaba que la Revolución debe esperar el momento en que "las
condiciones de la producción" se conviertan en obstáculo insuperable
para el desarrollo de "las fuerzas productivas".
De este modo, si bien Vladimir Ilich quedará en la historia como el
protagonista de una Revolución victoriosa —la más profunda, la más
trascendente—, su destino se asemeja en cierto modo al de Colón, que
partió en busca de las islas de la Especería y en cambio descubrió
un continente.
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