Junio 21, 1963
Elección de Pablo VI

Arrodillado, el Arzobispo besó los velos blancos y rojos que envolvían el triple ataúd del Pontífice Juan, Luego, junto a los 37 Cardenales que habían llegado a tiempo para la 'tumulatio' (primera fase de las exequias), marchó detrás de la enorme caja transparente, hacia la Cripta de la Virgen.
"Ego te absolvo", rezó monseñor Felici, vicario del Capítulo, y bendijo el cadáver. "Ego te absolvo", repitió el Arzobispo. Cien mil peregrinos lloraban en la plaza de San Pedro, frente a la Basílica. Un triste color se vaciaba sobre la ciudad, aquel jueves de junio: "El calor de todas las bocas, la humedad, de todos los ojos", diría el teólogo Jacques Maritain,
Dos semanas más tarde, a las 11.22 del día 21, una columna de humo blanco se alzó junto a la Capilla Sixtina y siguió ondeando hasta el mediodía. El primer Cardenal diácono, Alfredo Ottaviani, salió al balcón de la Basílica y anunció con su voz desafinada: "Habemus Papam". Entonces, se vio al Arzobispo vestido con los ornamentos blancos del Pontificado y una estola bordada con la imagen de los cuatro evangelistas; asomó solitario y se expuso a los clamores de la multitud. Alzó su mano derecha, trazó en el aire la señal de la cruz, y habló. Dijo que su nombre sería Pablo y su divisa "la paz y la salud de la humanidad". Se llamaba Giovanni Battista Montini y estaba por cumplir 66 años. Hace ya cinco que "reina gloriosamente" —como anuncian los documentos protocolares—, y quizá ni él mismo imaginó que sus primeros actos de gobierno, ambiguos, cautelosos, impregnados de un tacto diplomático que procuraba conformar a reformadores y tradicionalistas, iban a convertirse en el estilo de todo su Papado.
Decidió aquella mañana almorzar con los ochenta Cardenales que lo habían ungido, violando las milenarias consignas de reclusión, sin aceptar tampoco el trono de honor, en la cabecera, que le ofrecía el decano del Sacro Colegio, Eugène Tisserant; con la cabeza baja, caminó hacia el asiento que había ocupado durante la última cena con sus pares, entre los Cardenales Lèger y Gracias. Cada uno de sus movimientos empezaba a ser medido como un símbolo, y aquel rapto de humildad implicaba, según el Corriere della Sera, una renuncia al autoritarismo impuesto por Pío XII, una promesa de colaboración fraternal con el Colegio. La tarde pasó entre fotografías, filmaciones para los noticiarios y oraciones.
Fue en un aparte, antes de irse a dormir, cuando anunció al Cardenal Amleto Cicognani que lo confirmaría como Secretario de Estado; luego, llamó al secretario particular de Juan XXIII, Loris Capovilla, y le pidió que lo asistiera. L'Osservatore Romano descifró aquellos gestos a la mañana siguiente: Pablo estaba decidido a prolongar la obra de su predecesor. Los corresponsales vaticanos se plegaron sin vacilar a esa teoría después del primer discurso papal en la Capilla Sixtina, el 23: delante de todo el cuerpo diplomático, Pablo aceptó entonces la sumisión de sus Cardenales y ofreció su anillo para que lo besaran; pero cuando llegó el turno del Arzobispo de Turín, un tembloroso octogenario, el Papa se adelantó y lo abrazó, sin permitir que se arrodillara. Su calva empezó a empaparse bajo los reflectores y los velones gigantescos; los ojos sumidos no se movían; los finos labios parecían borrados por un temblor repentino. Acercó lentamente los micrófonos y dijo, en latín: "Continuaremos el Concilio, procuraremos la unidad de los cristianos, pondremos la Iglesia al servicio de todos los hombres de buena Voluntad para edificar la paz en la justicia social". Las palabras eran de Juan, ciertamente, pero no las formas: Pablo volvía en aquel discurso a la primera persona mayestática que su predecesor había abolido. Sólo el corresponsal de Le Monde advirtió ese paso atrás. El 30 de junio lo coronaron, entre cables de felicitación nunca vistos: llegaron mensajes del alemán oriental Ulbricht, de la Reina de Inglaterra, de Fidel Castro, de Nasser, de Tito, de UThant y del polaco Zawadzki. "Ojalá alcance usted el éxito de nuestro amigo Juan en sus esfuerzos por la paz", le escribía Kruschev. Pablo recogía una siembra ajena, pero nadie sabía por cuánto tiempo iba a conservarla intacta.

Las señales del conclave
Cuando Juan murió, los caballos de la Iglesia galopaban tan sueltamente que cualquier salto sobre los abismos parecía posible. En la lista de sucesores imaginada por Der Spiegel, el semanario alemán, asomaban cinco candidatos no italianos sobre un total de diez. "¿König? ¿Suenens? ¿Alfrink? ¿Y por que no?", se interrogaba el cronista. "Juan XXIII abrió la Iglesia hacia todos los rumbos". Le Figaro insistía en las posibilidades de Tisserant, que ya había sido postulado otras dos veces. 'Il Resto del Carlino' sugería a Urbani, Roberto, Ferretto, Confalonieri. Las agencias de noticias, sin embargo, situaban dos nombres al tope de la carrera: uno era el de Giacomo Lercaro, Arzobispo de Bolonia, cuyo estilo llano e informal aseguraba una continuidad perfecta al pontificado de Juan XXIII; el otro, Montini, aparecía subrayado por "la penetración y la finura de su inteligencia, por su apoyo a los proyectos más audaces del Concilio Vaticano".
Montini ya había asomado en todas las listas de candidatos durante la elección precedente (1958), pero al rechazar el capelo cardenalicio, que le había ofrecido Pío XII en 1953, decretó su propia exclusión: el ascenso al Papado de un simple Obispo hubiera resultado entonces (y quizá resulte todavía) un paso imprudente. Seis meses después de aquel cónclave, sin embargo, Juan le abriría el camino.
El miércoles 19 de junio, a las 8 de la mañana, los miembros del Sacro Colegio asistieron a la misa del Espíritu Santo, en la Capilla Sixtina. Il Messagero, de Roma, en su primera página, informaba: "Montini, primo papabile". Pero al pie de una fotografía del Arzobispo, tomada durante los funerales de Juan, aguaba la predicción con el recuerdo de un refrán antiquísimo: "Quien entra al cónclave como Papa, sale cardenal".
Al terminar la misa, monseñor Tondini, un funcionario de la Curia Romana, pronunció la alocución ordenada por el Derecho Canónico para ponderar a los electores "la gravedad de sus responsabilidades". Inspirado por el Santo Oficio, al parecer, Tondini violó la tradición formalista de su discurso para llamar a la prudencia y pedir respeto a las "enseñanzas dogmáticas y morales de la Iglesia". La Croix, el diario católico de París, se indignó a la mañana siguiente: "El prelado de la Curia postuló torpemente a un Pontífice conservador".
A las tres de la tarde, al canto del Veni Creator, los Cardenales entraron en cónclave, tras las puertas selladas de la Sixtina. A solas, prestaron juramento de secreto y, antes de volcar sus boletas en un cáliz, juraron de nuevo: "Tomo por testigo a Nuestro Señor Jesucristo de que elegiré a quien, según Dios, creo digno de ser elegido". Hacia el crepúsculo, asomó la primera fumata negra; otras dos se divisaron en la mañana del jueves y en la tarde. Los observadores estimaron que Montini había logrado treinta votos en el primer escrutinio, y cuarenta en el tercero. Sólo dos Cardenales habían faltado al cónclave: Carlos de la Torre, Arzobispo de Quito, y Josef Mindszenty, Primado de Hungría. Pero ellos también hubieran votado por el mismo hombre (decía Le Monde), por este "piccolo Hamlet" cuyas vacilaciones había previsto Juan. Era el antepenúltimo Papa en la lista profética de Malaquías, a cuyo pie está el nombre del Anticristo; era el 263er. sucesor'' de Pedro. Nadie sabe con qué número, o con qué nombre, lo adornará la historia de la Iglesia.
PRIMERA PLANA
18 de junio de 1968

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Pablo VI

 

 

 

 

 

 

 

 

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