Indiana
El golpe de Robert Kennedy

En Hollywood, los directivos de la American International Pictures se hicieron los desentendidos y siguieron adelante con la filmación de Viento en las calles. Los partidarios de Robert Kennedy tampoco quisieron alborotar con el asunto, aunque todos sabían que el personaje de esa película, un cierto Senador Fergus, está calcado de la actualidad norteamericana.
Fergus es un ambicioso y joven político que pacta con un cantante popular para que lo ayude a ganar una elección, con su ascendiente sobre la adolescencia. Pero el pop singer empieza a actuar por su cuenta, toma el poder y encierra a la gente en campos de concentración, donde queda bajo la permanente influencia del LSD. Cuando Fergus, que curiosamente tiene esposa y tres hijos, reacciona, ya es tarde y el nuevo líder lo manda ahorcar.
Es dudoso que la historia vaya a repetirse en la realidad. Por ahora, la única tortura que soportan los hijos de Bob Kennedy es la de tener que acompañarlo de un lado a otro, en su gira proselitista; y en cuanto al cantante, Bob puede darse por satisfecho de que Frank Sinatra, en vez de ahorcarlo, sólo haya desertado de esas filas para enrolarse en las de Hubert Humphrey. Siempre será mejor para su cuello, fatigado de tanto girar hacia los cuatro puntos cardinales del electorado, en busca de un apoyo que no es tan fácil conseguir, como se supuso el día de su lanzamiento hacia la Casa Blanca.
Al menos, 24 horas antes de su debut en las primarias, una encuesta nacional del especialista Louis Harris reveló que pasaban del 40 al 54 por ciento los convencidos de que el Senador por Nueva York era demasiado ambicioso como para ejercer la Presidencia; y que bajaban del 46 al 39 por ciento quienes creían que Bob posee muchas de las cualidades que adornaron a su hermano John. Para entonces, ya dejaba de ser el precandidato número uno de los demócratas, para escoltar a Humphrey por una diferencia apreciable, si bien destacado de Eugene Mc Carthy.
Y doce horas antes de la consulta preliminar de Indiana, un sondeo local practicado por la National Broadcasting Company reducía su presunta mayoría en 6 puntos, respecto de dos semanas atrás, y anotaba una ventaja posible de 37 contra 30 sobre el precandidato Roger Branigin, Gobernador del estado, quien ocupó aquí el lugar de Humphrey terciando contra Bob y McCarthy.

La demagogia y el ridículo
Uno de los conductores de la caravana de ómnibus que fatigó las carreteras llevando al Senador por Nueva York, no pudo evitar una comparación con el hermano, a quien también condujera ocho años atrás: "No creo que éste sea tan vigoroso ni tan maduro como John", aseguró. Pero el chofer no había llegado a votar por John y se rectificó, de alguna manera, al sufragar más tarde por Lyndon Johnson. ¿Lo haría hoy por Bobby? "No". ¿Por qué? "Por ese peinado". Es lo único que tengo en su contra, pero, qué quiere que le diga, es un espectáculo que lastima los ojos de la gente grande. Es como si estuviéramos viendo competir por la Presidencia a uno de esos beatniks".
También en tierra alta se lo hicieron notar. Apenas arribó al aeropuerto, donde lo esperaban quinientas personas, Robert Kennedy se dedicó a estrecharles las manos, poniendo las dos suyas a disposición del público, una manera de llegar a más electores. Se detuvo un segundo para posar ante la cámara de una admiradora, que tomó la foto y lanzó luego un alarido de triunfo; enseguida, comenzó un discurso que fue cortado por la voz de un hombre maduro, de cara angulosa:
—Ayude a hermosear el país; córtese el pelo.
—Estoy más interesado en indiana que en atender a mi cabello.
Sólo un retruécano, una excusa para ocultar el sentido demagógico de ese mechón —aligerado un mes atrás junto con una insólita poda— que se despeina con su mano izquierda cuando va a enfrentar un auditorio juvenil, por lo general de no más de mil personas, que gritan como cinco millones. Pero, a veces, pensaba en los antecedentes conservadores del estado y tomaba actitudes más moderadas, algunas francamente reaccionarias. En una oportunidad propuso que se suspendiera la carrera espacial para que esos fondos pudieran repartirse entre el pueblo, sin lesionar los intereses empresarios. Y en Michigan humilló al Alcalde que estaba a su lado, señalando a sus espaldas unas construcciones viejas: "Hay que darle mejores oportunidades a la libre empresa, para que construya nuevas viviendas y nuevas fábricas en los lugares donde hay desempleo".
Si lo que buscaba era apoyo empresario hacía bien, porque hasta ahora las simpatías de que goza en ese campo son distantes de las que se derraman, por ejemplo, sobre Richard Nixon, Nelson Rockefeller y Humphrey (en este orden). Si sólo incitaba al aplauso, no lo obtuvo, porque sólo resonó un chasquido y era de la claque que lo rodeaba en el estrado. Ya una vez había intentado arrancar él aplauso y una voz de entre la concurrencia concedió; "Está bien, vamos a aplaudir, pero a la señora Ethel Kennedy".
A todo se prestaba Bob, hasta a ser empujado y romperse uno de sus egregios dientes, que un odontólogo compuso de inmediato para que pudiera seguir sonriendo 'a gogo'. También se expuso al ridículo de hacerse alabar por sus parientes, sin excluir a su cuñado, el Príncipe Stanislas Radziwill, a quien forzó a hablar en polaco ante una comunidad de ese origen. Para quienes no entendían el idioma, el propio Bob tradujo: "Lo que acaba de decir mi cuñado es que hay que votar por Robert Kennedy porque es un hombre muy bueno, que será un magnífico Presidente de los Estados Unidos".
Y como quien siembra vientos cosecha tempestades, tampoco Bob escapó de las artimañas y calumnias de sus adversarios; concretamente, del Gobernador Branigin o de su secuaz, el pintoresco Gordon St. Angelo, un antiguo colaborador de John Kennedy. St. Angelo consiguió, al principio, que le negaran al clan Kennedy las instalaciones que quería reservar en el hotel Sheraton Lincoln. "Yo no podría sostener aquí ninguna conferencia política durante el desayuno, con Teddy [el hermano menor de Robert] en la mesa de al lado", comentaba.
Pero los colaboradores de Bob se movilizaron en Boston, donde están las principales oficinas de la cadena Sheraton, y concertaron el alquiler de las 20 habitaciones exigidas. St Angelo tuvo que desayunar con Teddy en la mesa de al lado y hablar de política con sus compinches, en voz más baja, pero no tanto como para que no se oyera la denuncia que descargó sobre los Kennedy: 
"Quieren comprar Indiana".
Ya que estaba, incluyó a McCarthy en su requisitoria, y el Senador por Minnesota salió primero que nadie a proclamar su indigencia, obligando a los lugartenientes de Bob a confesar sus propios números. Los asesores de Kennedy afirmaron que era incierto que hubiesen gastado 2 millones de dólares sólo en el estado de Indiana, sino apenas algo más de 600 mil (unos 240 millones de pesos argentinos).
La batalla de los lápices fue encarnizada y todos se las ingeniaron para elaborar sus cómputos de manera diferente; así, se obstruían las comparaciones. Sus colaboradores admitieron
públicamente que Bob gastó 200.000 dólares en espacios de radio y televisión, contra 160.000 de McCarthy; en instalación y uso de líneas telefónicas, una cifra similar para ambos casos, 50.000 dólares. Alquilar un avión 727 costó a Kennedy 18.000 dólares, más los gastos de mantenimiento, pero él aseguró que la mayor parte de esa cantidad se amortizaba con los pasajes comprados, a precio común, por los periodistas que lo acompañaron. El 727 de McCarthy requirió 11.000 dólares, más los gastos, y era sólo uno, mientras que Bob disponía, además, de un Electra y varias avionetas. En folletos, McCarthy invirtió 31.000 dólares contra 18.000, aunque los suyos eran repartidos de casa en casa por sus boy scouts, como se llamaba despectivamente a sus ayudantes, y los de Kennedy por correo. El alquiler del cuartel general le costaba a Bob 2.500 dólares, y a McCarthy casi nada, pues ocupó el antiguo hotel Claypool, devorado por las llamas y hoy fuera de uso; sus asistentes se distribuyeron por las restantes dos plantas inferiores, arreglándose con colchones y mantas para dormir. Los desembolsos correspondientes al personal son más complejos de estimar y uniformar, pero se sabe que McCarthy tenía a 18 asalariados y 200 colaboradores, mientras que la dotación de Bob era de 2.000 personas, más sus 30 secretarios que trajo de Washington y que cobran sueldo del Senado.

El fin y los medios
Si bien es cierto que las cifras empleadas por los dos bandos resultaron parecidas, no lo es menos lo que reconoció uno de los oficiales de Kennedy: "La ventaja, para nosotros, es que cualquier gasto lo decidimos en el momento, sin necesidad de esperar a que se recauden las contribuciones del público, como hace McCarthy. Simplemente, llenamos un cheque de cualquiera de la familia".
En cambio, el Senador por Minnesota debía meditar mucho antes de resolver un gasto, hasta el punto que dejó a muchos de sus seguidores sin transporte, los últimos días, por incapacidad de alquilarlo. Y cuando el dinero se acababa, aceptó de buen grado la colaboración de un grupo de amas de casa de Madison, Wisconsin, que le remitió 115 kilogramos de comida por ferrocarril.
Richard Nixon, en su condición de único precandidato inscripto entre los republicanos, observaba sonriente todo ese despliegue; al parecer, le bastaron 100 dólares para su campaña en Indiana. En cuanto al Gobernador Branigin, no necesitó cantar la letanía de humildad, porque su método de financiación fue indirecto; el trabajo y los aportes de los miembros de la Administración constituyeron el capital de Branigin, mucho más difícil de evaluar que el de sus rivales, pero igualmente poderoso.
Conviene tener en cuenta que 7.000 de los 23.000 empleados estaduales fueron nombrados por Branigin en los últimos tiempos; resultaba difícil, entonces, negarse a pagar una contribución "voluntaria" del 2 por ciento, destinada a las arcas demócratas. Hubo quien lo hizo y ahora tendrá que lamentarlo: Mary M. Brewer, de 42 años, viuda de un héroe de la Segunda Guerra, fue despedida sin miramientos.
No obstante, Branigin, un millonario de 65 años, pelo canoso, anteojos que se le deslizan al hablar y maneras llanas, proyectaba en el público una imagen paternalista bastante verosímil; él mismo solía atender el teléfono y sus interlocutores quedaban asombrados. Además, pregonaba con orgullo que no recurría a maniobras efectistas en su campaña y que ni sus cuñados ni sus hermanos ni las estrellas de cine iban a abogar por él. Sólo una persona lo acompañaba: su esposa Josephine. De cerca, claro está, porque a la distancia contó con el inapreciable apoyo de los dirigentes de la AFL-CIO (central obrera), volcados a la candidatura de Humphrey en el plano nacional.
Durante toda la campaña, Kennedy no se cansó de repetir: "Esta elección es terriblemente importante. Indiana puede anunciar quién va a ser nominado por el Partido Demócrata. Esto es lo importante. No porque el vencedor salga de aquí con 63 votos en la Convención, sino por el efecto psicológico de esta primaria".
Si conseguía superar a Branigin y al mismo tiempo humillar a McCarthy, su camino hacia Chicago quedaría alfombrado. Por las dudas, no aceptó un desafío para polemizar en público con su colega de Minnesota. Pero los partidarios de Branigin lucharon hasta el final para impedir el triunfo del adversario, y con frecuencia señalaban la marquesina del cine que se encuentra debajo del cuartel general de Bob; allí se leía el título del film en exhibición: Lo que el viento se llevó.
Más vale ser primero
De alguna manera, la aprensión de los Kennedy se canalizó hacia los dos diarios de Indianápolis, The Star y The News, que responden a un mismo editor, Eugene Pullian, y que en ningún momento disimularon su apoyo a Branigin. Un día antes de las elecciones, la primera plana del Star, que siempre lleva el lema bíblico "Donde está el espíritu de Dios hay libertad", se cerraba con frases más prosaicas: "Vote por Indiana, vote por Branigin". En el interior, la esposa del candidato, Josephine, peroraba en anuncios de media página: "Dejen, a quienes no conocen nuestro pasado ni nuestros problemas, hablar acerca de Indiana y de Roger Branigin. Algunos dicen que no es serio que se haya enrolado en esta campaña, pero nada pudo ser más serio".
El clan Kennedy recibió con extrema seriedad la paliza que le propinaban las hojas lugareñas; hasta tal punto que el obeso Pierre Salinger, asesor de prensa de Bobby, arriesgó el absurdo: denunciar la parcialidad de los diarios de Indianápolis ante la Sociedad Norteamericana de Editores. El director del Star (230.000 ejemplares) y el News replicó: "Bobby es como un chico malcriado; cuando no consigue lo que quiere se pone a patalear. Él y su compañía recibieron más espacio en The Star y The News que cualquier otro candidato, principalmente porque trajo a toda su familia, incluyendo a su madre, y porque produjo noticias que nosotros publicamos-junto con sus fotos. Editorialmente, en cambio, tratamos demostrarle que Indiana no está en venta".
El mismo vehículo iba a servir para que Nixon, que corría su propia carrera contra el reloj y sin adversarios, hiciese una afortunada reaparición. Quizá con el presentimiento de que su batalla final será contra el Vicepresidente, colocó en la página 16 del Star un aviso titulado: "¿Va usted a mentir por Hubert Humphrey?". El mensaje explicaba lo que todos sabían y callaban: que la cosecha de sufragios realizada por Branigin no será gozada, en la Convención, sino por HHH.

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Robert Kennedy
Robert Kennedy

 

 

 

 

 

Los comicios se abrieron a las seis de la mañana, el martes 7, cuando el sol entibiaba las calles de Indianápolis y un viento persistente levantaba nubes de folletos. Fue la votación más copiosa en la historia de las primarias del estado; más de 1,4 millones de hoosiers (indianos) concurrieron a las urnas, y muchos de ellos se estiraron en largas colas, en las ciudades más pobladas.
Durante todo el día, los partidarios de McCarthy permanecieron en su cuartel general, manteniendo el fuego sagrado, y puesto que las leyes locales vetan el proselitismo los días de comicios. El Senador se quedó en su suite particular del hotel Marrott, en la calle del Meridiano Norte, donde conversó con sus asesores la mayor parte del tiempo; a mitad de la tarde, salía a dar una caminata bajo la brisa.
Para entonces, Kennedy jugaba al fútbol norteamericano en un campo vecino del aeropuerto Holiday Inn; pero no convirtió ningún tanto. Entonces, reparó en su perro y se fue a pasear. Conoció los primeros resultados a eso de las ocho de la noche, a través de un gran aparato de televisión instalado en el cuarto del motel que ocupaba.
La cadena NBC no vaciló en levantar el programa de Jerry Lewis, que difunde los martes, a las 20, por el Canal 4, para informar sobre el escrutinio. Cuando se abrió la trasmisión, Bob vencía con el 51 por ciento; más tarde, descendió al 36 por ciento, seguido por Branigin con el 35. No obstante, la increíble organización de la NBC insistía en señalar que, según sus proyecciones, el resultado final habría de favorecer a Kennedy con el 42 por ciento. No se equivocó; en cuanto a McCarthy, que se declaraba conforme con el 20 por ciento, obtuvo el 28; Branigin debió resignarse al 30 restante.
Bob salió a la calle vestido con un formalísimo traje azul y corbata clásica. Se paró entre la gente a tomar una Coca-Cola y siguió luego al hotel Sheraton Lincoln, en el centro de Indianápolis. Marian Sehlesinger, la esposa del historiador, estaba aguardándolo en su suite de estilo francés, acompañada por Theodore White, Joan Kennedy (la: esposa de Ted) y otros familiares y periodistas. Bob llegó a las diez en punto, cuando emitían un reportaje que acababan de asestarle rato antes en su motel. Todos estaban atentos: uno de los chicos venía de telefonear a la abuela Rose. Botellas de Coke, de cerveza y licores inundaban el sitio, pero no había hielo y a nadie se le ocurrió pedirlo. El ambiente, sin embargo, no era de gran excitación; los presentes parecían representar un libreto.
—Estoy complacido por los resultados —dijo la voz de Robert desde el receptor—. Nunca pronostiqué que lograría el 50 por ciento. De todos modos, pienso que es mejor ganar que ser segundo o tercero.
El tercero, McCarthy, cruzaba la calle en ese instante, para entrar en las ruinas del hotel Claypool, donde un inmenso cartel anunciaba: 'California, here I come' (alusión al estado, donde McCarthy piensa batir a Kennedy, el 4 de junio). Un completo silencio recibió al minnesotano, porque flotaba la posibilidad de que esta derrota lo decidiera a retirarse de la campaña. Pero McCarthy habló con serenidad:
—No he venido aquí para dispersar a mis tropas.
Eso es lo que deseaban oír las tropas. Las ovaciones inundaron el lugar y centenares de dedos alzaban la V de la victoria.

¡Cuidado con el futuro!
El miércoles, en el New York Times, Tom Wicker señalaba que la combinación Branigin-McCarthy se había llevado el 58 por ciento; según el, eso equivalía a un revés para Kennedy, quien no había logrado sacudirse al colega de Minnesota. En el Evening Star sentenciaba Mary Mc Grory: "Kennedy aprendió que no lo quiere demasiada gente; McCarthy, que no lo conoce demasiada gente".
Bob, por su parte, presumía haber arrasado con las grandes ciudades, aunque, paradójicamente, su condición de millonario dispendioso le granjeó el voto de la clase baja y el ghetto. Los analistas de la NBC estimaron que la población negra de Indiana (10 por ciento del total) entregó a Kennedy 9 de cada 10 sufragios; Bob también alcanzó mayoría entre los grupos étnicos, como los compatriotas de su cuñado.
En cambio, McCarthy. cuya "fortuna" se calcula en 30.000 dólares (lo que un próspero estanciero de Indiana gana en un año), tuvo mejor suerte con los sectores altos; y así como los grupos católicos provenientes de la Europa oriental eligieron a Kennedy por motivos religiosos, McCarthy quedó catalogado en la clase baja como republicano y protestante.
Con el escrutinio a la vista, Humphrey hizo una mueca de escepticismo. No se animó a juzgar como insignificantes las primarias, si bien sostuvo que no controlarían el desarrollo de la Convención. Y es cierto: John Kennedy no obtuvo la candidatura presidencial por haberse adueñado de las preliminares, esas farsas electorales.
Nelson Rockefeller quería creer lo mismo que el Vicepresidente. Pero el triunfo de su enemigo resultó abrumador en Indiana; el Nixon de 1968 sólo compitió allí con el Nixon de 1960, y aun así lo superó en 100.000 sufragios, un 20 por ciento más que entonces; el ex Vice llegó delante de todos los demócratas y en todos los distritos.
Por supuesto, tampoco Rocky encontró abultadas las cifras de su oponente, pero esto no debería hacerle pensar que tiene la candidatura republicana a su disposición. Las encuestas suelen presentar a él y a Humphrey como los favoritos, aunque el pueblo puede acostumbrarse a ver victoriosos a Nixon y a Kennedy y cambiar de idea. En el caso particular de Kennedy, cada éxito puede añadir a su aureola un nuevo destello de poder. Es, por lo tanto, acertada la pregunta que se formulan muchos: ¿es Bobby inevitable?
Copyright Primera Plana, 1968.

Richard Nixon
Nixon

McCarthy
McCarthy

Rose Kennedy
Rose kennedy

 

 

 

 

 

 

 

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