La guerrra de los botones

Hubert Humphrey, montando en el frente de la Iglesia Metropolitana Bautista de Washington, declaraba a sus devotos partidarios: "Yo no estoy con la pandilla del dinero; y es una dura pelea, amigos, porque estamos sin fondos y al borde de la desesperación". Era en 1960; Humphrey postulaba la Presidencia de la República y su pelea era, en efecto, tan dura, que sucumbió ante la bien financiada y bien organizada campaña de John F. Kennedy.
Ocho años y doce días más tarde, Humphrey se reunía amigablemente con la pandilla del dinero en uno de los restaurantes más exclusivos de Nueva York —la Sala de Caza del Club de los 21— para solicitar el apoyo financiero que le permita enfrentar a otro Kennedy, el Senador Robert, que, como él, persigue la candidatura del Partido Demócrata a la Presidencia de USA. Y la pandilla del dinero estaba pronta a sacar sus chequeras para socorrerlo.
La ocasión fue la convocatoria del Comité Nacional para la Nominación de Hubert Humphrey, una organización cuyos miembros podrían formar un verdadero 'Quién es quién' de líderes de las finanzas y la industria del país. Copresidentes del grupo: John L. Loeb, de Loeb, Rhoades & Co., una de las mayores bancas de inversión en USA; y John L. Connor, ex Secretario de Comercio, actual presidente de la Allied Chemical Corp. Vicepresidentes: Edgar Kaiser, titular de Kaiser Industries Corp.; James W. Walter, chairman de Jim "Walter Corp.; y William R. Biggs, una personalidad de Washington que fuera directivo del Bank of New York, Julius Garfinckel & Co., Rand Me Nally & Co. y Peoples Life Insurance Co.
La declaración del Comité describió a Humphrey como un ciudadano que "ha gastado la mayor parte de su vida como servidor público y es, en consecuencia, un hombre de limitados medios". Luego: "Necesita, entonces, un sustancial apoyo público". Y quienes estaban dispuestos a dárselo se proclamaban "un grupo de ciudadanos que advierten que el sentimentalismo y los gastos sin precedentes que se están destinando a la pre-campaña electoral, han distorsionado la escena política". No hacía falta ser más claros: aunque no se mencionaron nombres, la referencia para el precandidato Robert F. Kennedy resultaba obvia.
Y que los financistas detestan a Bobby no es un descubrimiento. Invariablemente han aprovechado todas las ocasiones que se les presentaron para proclamarlo. La más reciente, una encuesta del Washington Post entre 298 líderes empresarios, incluyendo todos los miembros del Business Council. De las 160 respuestas obtenidas, el 57 por ciento de los votos fueron para Richard Nixon; el 24 por ciento para Rockefeller y el 15 por ciento para Hubert Humphrey. Robert Kennedy tuvo que repartirse con Ronald Reagan, Eugene McCarthy y George W. Wallace los siete votos restantes. Y ni siquiera la oveja negra del Partido Republicano, Ronald Reagan, dejó de derrotarlo (por 19 contra 9) en una supuesta confrontación directa. La antipatía para ambos afloró en la respuesta de un adherente de Humphrey: "Si tuviera que optar entre Bobby y Reagan —dijo—-, no lo pensaría mucho. Arreglaría mis valijas y me iría a vivir a Australia".
Porque toda la maquinaria del partido, dispuesta a la reelección de Lyndon Johnson, apenas si debió ser reacondicionada y aceitada para servir a un nuevo amo: el Vicepresidente Hubert Humphrey. Un ejemplo: la reciente encuesta entre los 137 miembros demócratas del Congreso de los Estados Unidos, que da a Humphrey el 65,7 por ciento de las simpatías de sus correligionarios, y a Kennedy el 16,1 por ciento (McCarthy 5,8 %).
Para Bobby Kennedy ya fue un triunfo que en Omaha, Nebraska, la delegación del Partido Demócrata local aceptara escucharlo en el curso del mismo dinner party en que prestaron oídos a Hubert Humphrey. A pesar de que, como dijo el hermano de Ted Sorensen, puntero local, "este estado no es precisamente Kennedylandia".
Kennedy y Humphrey no aparecieron juntos. El Senador habló primero y se quedó poco tiempo, atacando apenas el plato que le había costado 35 dólares, como a todos los presentes; enseguida se marchó llevándose con él a su comitiva. Humphrey llegó 30 minutos tarde y exhibió una imagen diferente a la habitual: se presentó como un hombre asentado y sagaz:
"Yo crecí bajo la política de Franklin Delano Roosevelt, vine a Washington bajo la política de Harry S. Truman. Yo peleé por Adlai Stevenson, yo serví como líder de la mayoría en el Senado bajo John F. Kennedy. Yo he sido el Vicepresidente, el leal Vicepresidente, de Lyndon Johnson. Y me siento orgulloso de cada paso de ese itinerario".
Robert Kennedy —el iconoclasta— encaró su presentación de una manera bien diferente:
"Ya la tradición política ha sido pulverizada, y las regías inquebrantables se han roto. Esto no ha sucedido a causa de las palabras o los actos de algún líder o grupo aislado. Sucedió porque el pueblo americano, con su profunda sabiduría, captó la naturaleza especial de este año, y los cambios que se están operando en la mayor parte de nuestros valores y creencias..."
Cuando la voz de Humphrey está tremolando tiene un timbre soberbio, que se une a su habilidad en la oratoria tradicional. Eso fue usado con excelentes resultados:
"Cada uno de los grandes pasos que la Nación ha dado en los últimos 50 años (aquí una pausa dramática, un brazo levantado que se extiende hasta señalar el lugar más distante de la platea) ha sido dado bajo la dirección de un Presidente demócrata." Pruebas al canto: Seguridad Social, Salario Mínimo, paridad para el campo, negociaciones colectivas libres, las Naciones Unidas, el Plan Marshall, la Guerra contra la Pobreza, los Derechos Civiles, la Protección Médica, "y diez ejemplos más por cada uno de éstos".
Kennedy, en contraste, habla con acento metálico. Cualquiera con menos de 30 años no tendría dificultades en identificarlo esencialmente como una figura trágica, un antihéroe en total armonía con los trágicos, adversos tiempos en que vive. Él no habla del Partido Demócrata ni de sus logros.
"El pueblo norteamericano quiere un cambio", dice llanamente, aproximándose cada vez más al micrófono, "un cambio en el espíritu nacional. Demasiadas veces y por demasiado tiempo hemos estado confundiendo nuestras conquistas con nuestra riqueza, y midiendo nuestra grandeza con las estadísticas del Producto Bruto Nacional. Pero el Producto Bruto Nacional computa el aire contaminado, la publicidad de los cigarrillos, y las ambulancias despejando las autopistas de accidentados. Computa también las cerraduras especiales para nuestras puertas y las cárceles para quienes las destrozan. Computa también programas de televisión que glorifican la violencia para venderles más productos a nuestros chicos".
Pero para el Vicepresidente, es precisamente el espíritu nacional —intacto, sin cambios— el que sacará a la Nación de su confusión actual, y la conducta partidaria: "Siete años de liderazgo demócrata nos han dado muchos de los programas públicos que necesitamos, programas que pueden ser ampliados y mejorados".
Kennedy otra vez, acerca de lo que el Producto Bruto Nacional no mide: "Ni la sauud de nuestros niños, ni la calidad de su educación, ni la alegría de sus juegos Es indiferente para la decencia de nuestras chacras, la seguridad en el campo y la seguridad.
La diferencia esta clara: Bobby reniega de la conducción reciente del Gobierno y Humphrey, de alguna manera, la reivindica. No es un secreto que el Vicepresidente cuenta con las simpatías de Lyndon Johnson, aunque éste haga protestas de imparcialidad. Como cuando, hace un par de semanas atrás, un periodista pretendió penetrar su guardia: ¿Qué cualidades debería tener su sucesor?, preguntó, tratando de avizorar algo. La respuesta fue, sin embargo, evasiva:
"¿Quién soy yo después de 40 años de vida política en cargos públicos por virtud de los votos del pueblo; quién soy yo para cuestionar el buen juicio del electorado? Entre ahora y noviembre, el pueblo americano tendrá adecuadas oportunidades —quizá más oportunidades de lo que desearía— de juzgar a cada candidato".
De hecho, el pueblo norteamericano ya viene juzgando a sus candidatos para la Presidencia cíesele el 12 de marzo, cuando se iniciaron las elecciones primarias en New Hampshire y los encuestadores se lanzaron a la calle a detectar preferencias. Cuando un partido consagra a su candidato en la convención nacional tiene muy en cuenta que ese candidato hava sido bien recibido en las elecciones primarias o en las encuestas de opinión pública, dos puntos de referencia que a veces no marchan de acuerdo.
Un caso: 24 horas antes de hacer su primera —y triunfal presentación— en el ciclo de elecciones primarias de 1.968, Robert Kennedv se encontró con que una encuesta de Louis Harris, trazada a escala nacional, lo exhibía en franca declinación, respecto a un mes atrás. Entre los demócratas, Hubert Humphrey pasaba a la cabeza con el apoyo del 38 por ciento, comparado con el 27 por ciento para Bobby y el 25 por ciento para McCarthy. En una supuesta confrontación de los candidatos demócratas con Richard Nixon, McCarthy y Humphrey aparecían adelante, con el 40 versus el 37 por ciento y el 38 versus el 36, respectivamente, mientras que Bobby quedaba atrás.
El perfil electoral de Kennedv había sufrido una rápida declinación en esos días, que los encuestadores atribuyeron a la forma precipitada —despiadada o inescrupulosa, suelen decir— con que Bobby se arrojó a la arena electoral. En ese lapso, Louis Harris incluyó en su cuestionario, entre los aspectos negativos del candidato, la siguiente pregunta relativa a Bob Kennedy: "¿Está tratando de ser elegido en memoria de su hermano y eso está mal?" Un 57 por ciento de la muestra aseguró oue así era. Así declinó, en un mes, el perfil electoral de Kennedy:
ASPECTOS POSITIVOS mayo abril
Es valeroso y no tiene miedo de seguir sus convicciones hasta las últimas consecuencias.................. 55 65
Es una inspiración para los jóvenes en política ........ 48 57
Tiene muchas de las cualidades excepcionales de su hermano JFK .............. 39 46
ASPECTOS NEGATIVOS 
Es un oportunista en política ..................... 67 71
Es demasiado ambicioso para ser Presidente ............ 54 40
Es evidente que, en vísperas de su rresentación en las primarias de Indiana, la difusión de esta encuesta no le hizo ningún favor a Kennedy, y él se encargaría de subrayarlo a la hora de comentar su triunfo. ¿Qué había pasado? ¿Es que no nuede creerse en las encuestas de opinión pública? Quizá no demasiado en estos momentos, en que el público está predispuesto a cambiar de opinión con facilidad. Así, al menos, se excusó un colega de Harris en el curso del programa de la NBC Meet the Press: Richard M. Seammon, ex director de la Oficina de Censos, sostuvo nue la victoria de Robert Kennedy en la primaria de Indiana, y, posiblemente, las siguientes, lo pondrían más cerca de la delantera.
Cuando los bandos alcanzan a delinear sus candidatos y se produce la confrontación a manera de alternativa, los encuestadores suelen no fallar. Lo que ocurre es que cuando se equivocan no hay manera de disimular el escándalo. Esto sucedió notoriamente, por última vez, hace 20 años, cuando un error del cinco por ciento en el cálculo del voto demócrata hizo incurrir a Gallup en la predicción de que Truman sería derrotado.
La última vez. en 1964, Gallup sobrevaluó en un 3 por ciento la votación para Johnson, pero exactamente el mismo margen de error contuvo la encuesta de quíen es hoy su principal competidor, Louis Harris.
Lo cierto es que cada vez hay menos gente en Estados Unidos que se burle de las encuestas de opinión pública, y según los trabajadores de campo, que recorren los domicilios articulares a razón de dos a cuatro dólares por hora de trabajo, la proporción de personas que no quieren contestar o que les da con la puerta en las narices ha bajado en los últimos años del cinco al dos por ciento. Menos mal para Gallup, cuyos encuestadores (en un 65 por ciento mujeres) deben entrevistar periódicamente a 1.500 personas en aproximadamente 320 circunscripciones. ''Si entrevistáramos a 15.000 o a 15 millones, los resultados no cambiarían demasiado —aseguran, tratando de convencer de que la muestra es suficiente—; el margen de error tal vez se reduciría, pero no mucho."
Y si el público ha dejado de ser pscéptico. los políticos han pasado a ser, francamente, creyentes.
Una de las razones que decidió al Presidente Lyndon Johnson el 31 de marzo a no postular la reelección fue la encuesta Gallup de la misma fecha, que reveló que el 52 por ciento de la muestra no aprobaba la manera de conducir la Presidencia, y que el 63 por ciento no aprobaba la política para el Vietnam.
El Gobernador de Nueva York, Nel-son Rockefeller, decidió no competir contra Richard Nixon en las elecciones primarias, luego de una encuesta que encargó privadamente y que reveló que el ex Vicepresidente le ganaría por un nueve por ciento, al menos, en Oregon.
El Senador Robert Kennedy esperó los resultados de una encuesta, también privada, en California, antes de decidirse a salirle al paso a Johnson. La encuesta reveló que el 35 por ciento de los demócratas de California votarían por él, el 34 por ciento por Johnson y el 17 por ciento por Mc. Carthy, en las primarias.
Las encuestas privadas son cada vez más frecuentes, y el Partido Republicano acaba de comisionar a Datamatics, Inc., del grupo Spencer-Roberts y Asociados, para que organice una serie de ellas en los 50 distritos claves y en los ocho estados decisivos. Se calcula que el GOP pagará por estos servicios por lo menos 400.000 dólares, unos 120 millones de pesos argentinos.
En cuanto a las elecciones primarias presidenciales, una vez el ex Presidente Truman intentó ridiculizarlas, calificándolas de simple "lavado de ojos". Y, ciertamente, después de un comienzo en que se trató, por su intermedio, de arrebatarle las candidaturas a los amos de los partidos, la mayoría de los estados abandonaron su práctica y, aun donde están en vigencia, muchos candidatos finalmente nominados las ignoraron. Pero el Presidente Franklin D. Roosevelt usó a las primarias para demostrar que su popularidad no había declinado. Y, a pesar de su declamado desdén, Truman aseguró su nominación en 1948 por haber ganado en nueve de las primarias estatales. Cuatro años después, Truman se retiró luego de que el Senador Estes Kefauver obtuvo una victoria en la primaria inicial, en New Hampshire; más o menos lo mismo que ocurrió con Lyndon Johnson y Eugene McCarthy este año.
Esto ilustra un principio general de la nolítica norteamericana: ganar las elecciones estaduales primarias no asegura la nominación, pero una mala actuación es, generalmente, fatal. Las primarias demuestran la capacidad de cosechar votos de los candidatos y los partidos no pueden cerrar los ojos ante esta envidiable cualidad. Aún el inmensamente popular héroe de la guerra, Ike Eisenhower. tuvo que recorrer el camino de las elecciones primarias antes de llegar a la convención de 1952, para poder ganarle la nominación a Mr. Republican, el Senador Robert Taft. Y, en la actualidad, no cabe duda de que si Robert Kennedy no hubiera decidido afrontar este test de popularidad, su chance para asumir la representación demócrata en noviembre sería nula.
Y no porque sus antecedentes sean más dudosos que los de Humphrey. Por el contrario, sus records en el Senado no podrían ser más parecidos: cuando Humphrey dejó su silla en 1963, luego de 16 años de actuación, el grupo ada (Americans for Democratic Action) le dio a su carrera liberal un rating del 98 por ciento, señalándole sólo tres renuncios: apoyó la Ley de Seguridad Interna de 1950. que creó el Departamento de Control de las Actividades Subversivas para registrar a los comunistas: contribuyó a poner al PC fuera de la ley en 1958; y votó contra la ampliación de la Comisión de Finanzas del Senado para democratizarla, en 1963. Con sólo tres años de actuación legislativa, Robert Kennedy alcanzó un idéntico 98 por ciento, afectado por la única claudicación que le reconocen los liberales: se opuso a que la propiedad de los descubrimientos hechos por las empresas privadas en sus propios laboratorios de investigación pasara al Estado.
El Comité de Educación Política de la AFT-CTO, de orientación igualmente liberal, adjudica a los dos legisladores idéntico rating del 100 por ciento. Y hasta existe similitud en la calificación de sus adversarios: el gruño derechista acá (Americans for Constitutional Action) computa un uno por ciento de votos proconservadores para ambos; el mérito de Kennedy consistiría en haber atacado el ahora abolido régimen de subsidios para los gastos de las campañas de los candidatos presidenciales, un sistema que Humphrey defendía.
Si desde el punto de vista de las estadísticas y los organismos de militancia ideológica, los candidatos se parecen como dos gotas de agua, no es esa la impresión de sus adictos, perfectamente escindidos y alineados. Y no lo es, tampoco, la opinión de los rivales del GOP, que quisieran tener una idea definitiva del candidato que resultará de la Convención demócrata, para decidir en consecuencia. Es más: se asegura que Nelson Rockefeller se animó a saltar a la arena política cuando entrevio la posibilidad de que el candidato oficialista fuera, finalmente, Robert Kennedy.
Un asistente de Rockefeller sostiene qué si Bobby gana la nominación también lo hará el Gobernador de Nueva York. Sus razones:
"Si Humphrey aparece como vencedor, esto ayudará a Nixon. Hubert representa al Gobierno y es contra el Gobierno contra quien ha estado cargando Nixon. De todos modos, como las encuestas demuestran que ninguno de los dos podría derrotar a Humphrey, no habría razones para desplazar a Nixon. La nominación de Bobby cambiaría todo, comenzando por la posibilidad de un debate televisado. No importa lo que Bobby diga; todo el mundo verá a su hermano en su lugar y una gran cantidad de republicanos no puede admitir la idea de otro encuentro Nixon-Kennedy. Además, Nelson podría introducirse entre los votantes donde Bobby tiene su fuerte: los negros y los grandes núcleos urbanos".
Otra vez la inevitable mención a las encuestas; el asistente de Rockefeller daba crédito a la de Louis Harris, conocida el 8 de mayo, pero la de Gallup, publicada tres días después, discrepa en aspectos fundamentales. La primera otorga ocho por ciento de ventaja a Rockefeller sobre Kennedy y sólo dos por ciento a Nixon sobre el mismo rival; el mismo dos por ciento sería la ventaja que les llevaría a ambos (Nixon y Rockefeller) el candidato Humphrey. En cambie, los cómputos de Gallup dan:
Nixon vs. Nixon vs.
Humphrey Kennedy
Nixon 39 % Nixon 42 %
Humphrey 36 % Kennedy 32 %

Rockefeller vs. Rockefeller vs.
Humphrey Kennedy
Rockefeller 40 % Rockefeller 42 %
Humphrey 33 % Kennedy 28 %
En el frente republicano, por lo visto, no aparecen grandes diferencias entre los candidatos. Los encuestadores han computado incluso un idéntico 67 por ciento para las virtudes sobresalientes de Rockefeller y Nixon: el primero "ha sido un buen Gobernador de Nueva York"; el segundo "tiene experiencia en Relaciones Exteriores". Y más del 50 por ciento tiene un par de críticas para endilgarles: Rockefeller "no se explicó con claridad en una serie de asuntos" y Nixon "perdió demasiadas elecciones". Es lo que en usa llaman un born loser (perdedor nato), aunque muchos estén pensando ahora que eso puede cambiar, en vista del éxito que lo acompañó en las elecciones primarias "ocho años después de su ajustada derrota a manos de John F. Kennedy, seis años después de que Pat Brown lo diera políticamente por muerto en California y dos años después de que Johnson lo tildara de postulante crónico", según The New York Times.
Por eso, ante la buena campaña del "nuevo Nixon", su sólida posición dentro del partido y su razonable buena colocación —cerca de Rockefeller— en las encuestas de popularidad, la chance del ex Vicepresidente parece definitiva, a menos que un revés de proporciones lo detenga esta semana en California. Los republicanos están ansiosos por conocer este resultado y los que puedan proporcionarles en las próximas semanas los encuestadores, porque su propia convención, en Miami, el cinco de agosto, precede a la de los demócratas, en Chicago, el 26 de ese mismo mes.
California debe decidir también, esta semana si serán sólo dos (Humphrey, Kennedy) o tres (con el agregado de McCarthy) los aspirantes a la nominación demócrata. Estimaciones provisionales adjudicaban hasta la semana pasada (y suponiendo que Bobby se impusiera en California a sus dos correligionarios) los siguientes delegados convencionales a cada uno: 
Firmes para Humphrey 290
Se inclinan por Humphrey 990 
Se inclinan por Kennedy 678 
Se inclinan por McCarthy 315
Si McCarthy se impusiera a Kennedy en California, estarían los dos al nivel de los 500 delegados, pero ni aun sumando sus representantes (993) podrían alcanzar los votos propíos de Hubert Humphrey que totalizan 1.280, apenas 32 menos de los necesarios para imponerse en la Convención, una módica suma que muy bien podría obtener entre los 349 indecisos que detecta esta investigación realizada por el semanario Newsweek.
¿Cómo pudo llegarse a esta perspectiva tan halagüeña para Hubert Humphrey? Porque mientras Kennedy quemaba sus cartuchos en las elecciones primarias, HHH negociaba en silencio con los amos del partido en Pennsylvania, Ohio, Michigan e Illinois, cuatro Estados que aportan, en total, 459 delegados a la convención.
¿Un error de táctica de Bobby Kennedy? Más bien una fatalidad, porque el camino de la negociación siempre le estuvo vedado a quien el partido considera 'un outsider, un etranger'. La táctica de RFK, elemental si se quiere, consistía en imponerse al partido aun contra la voluntad de sus caudillos, apoyado en un caudal de votos populares que él suponía podían transformarse en arrolladores. ¿Y quién se animaría en agosto, en Chicago, a quitarle la nominación, sí él demostraba ser el más apto para conquistar votos?
El esquema funcionó a medias hasta la semana pasada: un triunfo magro en su presentación, en Indiana, fue seguido por registros superiores al 50 por ciento en Washington DC (poco importante) y en Nebraska. Pero Oregon, el martes pasado, le significó un imprevisto Waterloo, con la inesperada demostración de McCarthy, y todos recuerdan ahora la sentencia que un comentarista sagaz lanzó hace varias semanas: "Una sola derrota de Kennedy le quitará su aura de invencibilidad, pondrá en duda sus virtudes carismáticas y le quitará toda probabilidad de subir a la Presidencia en enero de 1969".
Quizá los norteamericanos lleguen a lamentarlo porque Bobby Kennedy, demagogo o no, parece ser el único líder en condiciones de aprovechar y encauzar la energía liberada y dispersa en su país, a través de 'riots', marchas y delincuencia.
El único que propone una alternativa para la comunidad más rica del mundo, que se disgrega en la molicie del más perfecto y placentero materialismo. El único, por otra parte, capaz de descubrir la nueva causa para compensar la frustración que sobrevendrá en Estados Unidos cuando, tarde o temprano, se retire de Vietnam con pena y sin gloria.
Aunque él mismo no se tome en serio ante los electores que prefieren oírle bromear, desplegar su ironía mordaz: "Acabo de hacer una encuesta entre mis hijos para ver cómo marcha mi popularidad. Conseguí cuatro votos contra dos de mi hermana Pat y
dos de mi hermano Ted. Mis otros dos hijos dijeron que aún lo están considerando. Pero yo creo que es demasiado tarde para que Teddy se lance a competir. . . Algunos dirían que es inescrupuloso''.
La utilización de la familia en una campaña proselitista es una vieja institución norteamericana, y Kennedy sabe sacarle partido: tiene la suerte de contar con la prole más numerosa y espectacular, y aún no se ha visto en la necesidad de recurrir a su cuñada Jacqueline. El rumor de que Ethel, su esposa, espera el undécimo hijo, sirvió para atraer la atención sobre la decena anterior y para que nadie ose siquiera poner en duda lo que Bobby suele decir: "Me preocupa la suerte de la Nación no sólo como ciudadano sino también como padre de familia".
Y por ciento que extrae de allí un jugoso material para sus ocurrencias. Como cuando aseguró que él solo está contribuyendo al producto nacional con un diez por ciento, y desafió: "¿Quién puede decir otro tanto?" O como cuando tiene que desviar la atención de una crítica justificada: "Dicen que no me intereso lo suficiente por los problemas rurales. Yo los desafío a que le echen una mirada a la cuenta que me pasa el lechero a fin de mes".
Y hasta se permite (¿podría evitarlo?) dejar actuar a su madre, Rose, que nunca se ha caracterizado por su discreción. Rose —de algún modo la financista de su campaña, puesto que el padre, desde que enfermó hace seis años, dejó de conducir a la familia— habla sobre todo lo que le preguntan y aun sobre lo que no le preguntan: "Yo uso todo mi tiempo, en estos tiempos, participando de la campaña de mi hijo, porque, ustedes saben, en este país hay más mujeres que hombres. Si consiguiéramos conquistar nada más que el voto femenino ya estaríamos a salvo. Claro, tengo que concurrir a muchos tés, lunchs y recepciones y tengo que hacer un esfuerzo para aparentar bien; después de todo, actuando en público, esto constituye una obligación. Como madre de un Presidente tengo que estar vestida con propiedad. No puedo llevar un estampado porque no fotografia bien. La influencia de la TV es siniestra: no puedo exhibir en California el mismo vestido que me vieron llevar en Indiana. Esto significa, lógicamente, más vestidos. No es cierto que Teddy sea mi favorito, por encima de Bobby o John; lo que yo he dicho es que es más vital, que tiene la auténtica 'joie de vivre'. Bobby mantiene una gran disciplina sobre sí mismo y siempre quiere hacer aquello que corresponde. Tiene toneladas de iniciativas, toneladas de coraje, toneladas de ideas. Ustedes recordarán que estuvo en el Comité contra el crimen. Allí peleó contra los criminales y puedo asegurar que Bobby sabe muy bien cómo tratarlos. Luego, cuando fue Secretario de Justicia supo enfrentar también a los gangsters. otra pesada tarea como ustedes comprenderán".
Y enseguida, un increíble testimonio de la conducta del clan Kennedy: "Nuestra idea de las vacaciones no es ir a la Riviera y tirarnos a tomar el sol. Nuestra idea es ir siempre a algún lugar donde se esté operando una revolución y ver todo con nuestros propios ojos. Nos critican que gastamos mucho dinero en la campaña. ¿Y qué? Es nuestro propio dinero y somos muy dueños de gastarlo como nos parezca. Si usted tiene el dinero, usted lo gastará para ganar. Y cuanto más dinero pueda tener a su alcance, más gastará. Los Rockefeller son como nosotros en eso: tenemos muchísimo dinero para gastar en nuestras campañas".
Pero los Rockefeller quieren presentarse ahora de otra manera, y, en el manifiesto que siguió a la proclamación de la candidatura, los directivos de la campaña solicitaban apoyo económico al público: "¿Un Rockefeller pidiendo plata?" —se preguntaban—. "Sí, porque no queremos que nos acusen de estar comprando al país con nuestro dinero." Una tontería, por supuesto, una nueva prueba de que Rocky, en su afán de presentarse como la contrafigura de Bobby, incurre a veces en extremos ridículos. Sus vacilaciones lo llevaron en el pasado a ocultar a su segunda esposa, el obstáculo visible para su primera nominación, y a exhibirla ahora. Así como la familia gastó una fortuna en borrar con la ayuda de especialistas en imagen pública la leyenda negra del apellido, Rocky parece ahora dispuesto a gastar lo que haga falta por borrar el estigma de su divorcio, hace cinco años, y se empeña en exhibir el sobrenombre de su mujer —Happy— como la más justa y lógica consecuencia de su propia conducta matrimonial.
Happy Rockefeller es ciertamente adorable y su ingenuidad le permite mostrarse casi tan imprudente como Rose Kennedy en la exhibición de su riqueza: una reciente entrevista que le hizo The New York Times giró, en buena parte, sobre el brazalete que había lucido en una velada de gala en Buffalo; cuatro aguamarinas rectangulares insertadas en los pétalos de oro de una flor gigantesca, que diseñó para ella María Martins, la viuda de un Embajador brasileño.
Obviamente, las esposas de los otros candidatos no despiertan una expectativa parecida, y la pobre Abigail McCarthy acaba de retirarse de la campaña porque enfermó de úlcera.
No fue la única adversidad en el periplo de McCarthy. Porque luego de las primeras victorias sobre Johnson, cuando polarizaba la oposición pacifista, los primeros encontronazos con Kennedy lo hallaron desorganizado, desorientado, malgastando el 50 por ciento de su tiempo en charlas con minúsculos grupos de clérigos, amas de casa, estudiantes secundarios y granjeros que significaban, en cifras, muy pocos votos, y, operativamente, una gran dispersión. Un ejemplo: le habían programado un acto en la Universidad de Notre Dame pensando en sus 7.000 estudiantes, pero el sábado a la noche, cuando llegó, había sólo 125 personas. Y como dicen los expertos: los candidatos deben cuidarse de aparecer en los lugares equivocados o en los lugares adecuados pero a destiempo.
No obstante, McCarthy no caía en el desaliento y proclamaba: "La campaña de Bobby es como un incendio en la llanura: arde sólo la superficie: la mía es como un incendio en una mina de carbón: puede arder por seis meses".
No hubo que esperar tanto: la semana pasada, en Oregon, vencía a Bobby Kennedy y cosechaba el 43 por ciento de los sufragios. En buena parte, mérito del nuevo director de su campaña, el abogado Thomas Finney, de 43 años, quien de inmediato se aplicó a reorganizar los sistemas de colectas de fondos, el uso de los espacios de radio y televisión y la agenda de actividades diarias del candidato, que maneja personalmente. Ciertas aproximaciones de Finney con Johnson y Humphrey hicieron cundir la sospecha de que alguna alianza estaba en marcha, pero el nuevo cerebro de McCarthy escribió, especialmente para uno de los discursos que el candidato pronunciaría enseguida, un párrafo lapidario: "En el momento exacto en que la política exterior norteamericana era más desastrosa, el Vicepresidente Humphrey fue su mayor apologista".
Lo que no quiere decir que el calculador Humphrey, más allá del despecho, no haya hecho algo por empujar una buena porción de los votos que se esperaban para él en Oregon (y que no necesitaba, puesto que él no estaba allí inscripto oficialmente) hacia el molino de McCarthy, la más efectiva manera de detener a Kennedy, el enemigo común. El enemigo que ahora McCarthy ataca frontalmente ("Continúa reclamando para Norteamérica el liderazgo moral del planeta, como lo hacía Foster Dulles") en vista de que los juegos de ingenio y las sutilezas no son su fuerte.
Por eso Paul Newmann hace bien en decir, cuando se sube al techo de algún auto para lanzar sus arengas: "Hay que ser serios. Yo me he lanzado a esta campaña porque me he tomado la cosa en serio. Y apoyo a McCarthy porque es un candidato serio". Claro que no tanto como para que no lo apoyen también Dick Van Dyke y su libretista Carl Reiner, y Robert Vaughn (Napoleón Solo).
No se sabe a favor de quién está Ilya Kuriakyn, pero hay muchos otros artistas que exhiben sus preferencias: Frank Sinatra, el más notorio, como que organizó para el pasado 22 de mayo un show espectacular en el Oakland Coliseum Arena, de San Francisco, a las 8 p. m., a razón de 25 dólares, como contribución para el Círculo Dorado, lo que daba derecho a nresenciar el show pre-cocktail; por 100 dólares más por pareja se podía acceder a la copa de champagne, y a verles el pan-cake de cerca a las estrellas.
Con su actitud de apoyo a Humphrey, Sinatra ha dísuelto prácticamente ei clan. La razón puede llamarse "una vieja amistad de años'' o "no me gustó como Bobby Kennedy se metió con los garitos cuando era Secretario de Justicia". De cualquier modo, La Voz hizo decir a través de sus ecos que se uniría a Bobby, como lo hizo con su hermano John, si finalmente gana la nominación.
Sería la oportunidad nara reencontrar a su antiguo clan, que, salvo algunas abstenciones (Dean Martin y Joev Bishop se declaran apolíticos), está con Bobby. Ya lo han hecho saber Shirley McLaine, Sammy Davis Jr. y Peter Lawford, éste divorciado de la hermana del candidato. En cuanto a Andy Williams, que fue advertido por su manager de la conveniencia de "no meterse", ya desechó el consejo: Hay que encontrar una imagen para Estados Unidos de Norteamérica. Y la gente no cree que Nixon pueda ser inflado hasta tanto: ni Humphrey. El único con calidad de estrella es Bobby". Por otros caminos llegaron a la misma militancia Jack Lemmon, Gene Kelly, Gregory Peck, Bing Crosby, Nancy Wilson y Rod Steiger.
Rod Steiger dice: "Yo no entiendo mucho de política, pero tengo amigos en Washington que me cuentan lo que pasa. Esos amigos me han dicho que cuando murió John Kennedy mucha gente joven y talentosa comenzó a hacer sus maletas para marcharse del Gobierno. Yo creo que el ascenso de Bobby al poder es la única oportunidad para que todos esos jóvenes con talento desempaquen". Según todos los indicios no lo harán por ahora. La roña seguirá arrugándose en las valijas.
[Julián Delgado]
4 de junio de 1964
Revista Primera Plana

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