Revista Confirmado
19.05.1965 |
A mediados de 1915, el impetuoso avance de las
tropas alemanas había abierto un nuevo frente en las llanuras de
Flandes. Pero la veintena de soldados integrantes de un grupo de
avanzada apenas alcanzó a reparar en la belleza del paisaje; desde
el horizonte, por entre los árboles de un pequeño bosque, las
granadas belgas hendieron el aire.
Con el corazón palpitante un joven alemán de veinte años, recién
llegado al frente, se arrojó al suelo e intentó cavar el hoyo
protector. Pero le flaqueaban las fuerzas; el terror le subía desde
los pies, le resecaba la garganta, agarrotaba sus brazos. El oficial
fue arrastrándose hasta su lado y hubo un diálogo escueto, atroz:
—¡Carajo! ¿Por qué no trabaja?
—No puedo cavar.
—¿Por qué no?
—No puedo.
—¿Qué oficio tiene usted?
—Actor.
Doce años más tarde, el joven soldado alemán iba a evocar en su
libro Die Politische Theater (El teatro político) aquella jornada
flamenca bañada por el sol, traspasada por la certeza de la muerte
cercana: "Al tiempo de pronunciar la palabra actor a la vista de
aquel reventar de granadas, se me apareció este oficio —y todo el
arte en general— por el que había luchado cuanto había podido; este
oficio tan bello, tan tonto, tan ridículo, de una mendacidad tan
grotesca, en una palabra, tan poco conveniente a la situación, tan
poco adecuado a mi vida, a la vida de este tiempo y de este mundo,
que sentía más vergüenza de este oficio que miedo a las granadas".
Esa experiencia bélica, por la que habían pasado muchos como él, iba
a resultar, en cambio, carismática en la trayectoria artística de
Erwin Piscator, que murió el 30 de marzo de 1966 en Starnberg, una
ciudad vecina de Munich. Había vivido 72 años, pero su concepción
del teatro irradió hacia la vida y la obra de otros creadores: nadie
podría aproximarse hoy al teatro de Bertolt Brecht sin reparar
primero en la influencia que Piscator ejerció sobre la técnica del
teatro épico desarrollada por el autor de Galileo Galilei; nadie
tampoco podría silenciar —como lo hizo el periodismo argentino hace
seis semanas— la gravitación ideológica de Piscator sobre un teatro
que intenta plasmarse a través del compromiso con la problemática
contemporánea: "Es necesario tomar la realidad — escribió hace tres
décadas Piscator— como punto de partida para elevar la contradicción
social a elemento de acusación y revolución que prepare un orden
nuevo".
En una familia de pastores protestantes y comerciantes —un remoto
antepasado tradujo en el siglo XV la Biblia al alemán—, la decisión
del adolescente Erwin de dedicarse al teatro resonó como una
herejía.
La Primera Guerra Mundial y sus violentas secuelas produjeron un
impacto decisivo en el apasionado estudiante, en el fervoroso actor:
"Nosotros, que en otro tiempo habíamos considerado el arte como un
fin en sí mismo, que habíamos establecido su omnipotencia frente a
la realidad diaria, irrumpimos contra esa idea al grito de ¡Y ahora,
nada de arte!".
Su realidad fue la guerra civil que envolvió a Alemania después del
tratado de Versalles y que perduró quince años, hasta la ascensión
de Hitler al poder. Por un lado luchaba el socialismo, conducido por
Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo; por el otro, el conservadorismo
burgués. En 1918 se sublevaron los marineros de la base de Kiel y se
negaron a recibir órdenes del almirantazgo. El 9 de noviembre de
1918 se proclamó la República Libre Socialista Alemana, la República
de Weimar; pero el asesinato de Liebknecht y Rosa Luxemburgo en el
jardín zoológico de Berlín, y el de Kurt Eisner, presidente de la
independizada República de Baviera, iban a marcar la cúspide de la
reacción de la alta burguesía germana. El camino estaba abierto para
Hitler.
Toda la vida de Piscator estuvo informada por sus inquietudes
políticas, que eran las de Liebknecht y Rosa Luxemburgo; las bases
de su teatro se apoyaron en la elaboración de su vida. De retorno
del frente advirtió que el oficio de actor había dejado de
interesarle; también advirtió que el mundo idílico de las
seguridades burguesas estaba en descomposición, que el arte se había
convertido para él solamente en el instrumento de compromisos
vitales, políticos y de propaganda.
De ahí que también dedujera que el hombre de teatro debía tomar
conciencia de su condición de ser social; no ser un factor pasible
de la admiración o el desprecio del público en función de su mayor o
menor atractivo, sino un elemento imprescindible para la
transformación de la sociedad. Sólo de esta manera entendía Piscator
la posibilidad de convertir el oficio de actor en una tarea objetiva
(sachlich), de utilidad concreta y determinada.
Cuando en 1919, al comando de una carreta atestada de cortinas
negras, Piscator se decidió a su primera experiencia de director
ofreciendo espectáculos en las cervecerías de la Wiclefstrasse de
Munich —las mismas donde comenzaría a edificarse el apocalíptico
mito hitlerista—, también empezó a instrumentar sus ideas sobre el
Teatro del Proletariado: él mismo y sus compañeros recorrían los
barrios pobres en busca de sostenedores de su elenco y desarrollaban
una labor pedagógica esclarecedora para despertar la conciencia
revolucionaria. Escénicamente, esa actitud se traducía en un
repertorio de furibundas proposiciones: El príncipe Hagen, de Upton
Sinclair; Cuánto tiempo durarás aún, perra justicia burguesa, de
Franz Jung; Los enemigos, de Máximo Gorki, y El día de Rusia, una
obra colectiva, confeccionada por el propio Piscator y sus
colaboradores.
Sin embargo, sólo el 12 de julio de 1925, en el Grosses
Schauspielhaus, de Berlín, un espectáculo de Piscator alcanzó la
cumbre de sus propósitos políticos y estéticos. A partir de una idea
desarrollada literariamente, Trotz alledem! (¡A pesar de todo!),
concentraba su máximo interés en el montaje; discursos políticos
auténticos, artículos periodísticos, apelaciones, manifiestos,
fotografías y films de la guerra y la revolución bolchevique, de
personajes y escenas históricos, crearon un alucinado viaje desde la
declaración de la guerra del 14 hasta el asesinato de Liebknecht y
Rosa Luxemburgo.
Allí se advirtieron también las primeras pautas de la revolución
técnica que Piscator había aproximado al teatro: escenarios en
diferentes planos, proyecciones cinematográficas, cintas
magnetofónicas, plataformas giratorias, comentarios escritos. Pero
estos elementos cobraban un poderoso valor dialéctico; mientras
sobre el escenario se mimaba la célebre batalla del Somme, un cartel
anunciaba: "Pérdidas: medio millón de hombres. Ganancias: 300
kilómetros cuadrados". O mientras una fotografía mostraba infinidad
de cadáveres de soldados rusos, un actor que encarnaba al zar decía:
"La vida que llevo a la cabeza de mis tropas es sana y
reconfortante".
Después de Trotz alledem!, las direcciones escénicas de Erwin
Piscator alcanzaron una repercusión extraordinaria, suscitaron una
avalancha de polémicas y discusiones. Iban a reiterarse cuando
Piscator montó una adaptación de Los bandidos, de Federico Schiller,
en oposición a las concepciones clásicas (Carlos Moor, el bello
revolucionario del siglo XVIII, quedaba convertido en una grotesca
figura chaplinesca), o cuando, en 1941, estrenó su particular
versión de La guerra y la paz, de León Tolstoi, en Estados Unidos.
Piscator había tomado el camino del exilio para evitar la represalia
hitlerista; cuando Hitler ascendió al poder después del incendio del
Reichstag, se encontraba en la Unión Soviética dirigiendo su único
film: La rebelión de los pescadores de Santa Bárbara. Y cuando los
alemanes invadieron Francia en 1939, Piscator se hallaba en Nueva
York al frente de la escuela Dramatic Workshop.
Con Piscator, la escuela alcanzó desarrollo: sesenta profesores
enseñaban a casi mil alumnos, pero la presión maccartista lo hizo
volver a Alemania, en 1951.
Finalmente, en la primavera de 1962, luego de 11 años de inactividad
casi total, se le otorgó la dirección de la Freie Volksbühne, de
Berlín, en la que se sostuvo hasta su muerte; entonces la antigua
protesta resurgió con fuerza inusitada: "Me propuse un plan:
combatir con este instrumento, es decir, con el Teatro Popular
Libre, la universal voluntad de olvidar las cosas de nuestra
historia más reciente".
Durante casi cuatro años los fogonazos del escándalo enmarcaron su
labor; pero era la batalla que había elegido en la trinchera que no
logró cavar en las llanuras de Flandes. Una adaptación
revolucionaria de El mercader de Venecia, de Shakespeare, para
denunciar los extremos del antisemitismo; Robespierre, de Romain
Rolland; El vicario, de Hochhuth; El caso Oppenheimer, de Reinard
Kipphardt, y El proceso, de Peter Weiss, tuvieron en sus manos, pese
a sus diferencias históricas, un único objetivo: destacar la
corrupción de un sistema social, estimular una revolucionaria toma
de conciencia de la realidad.
Después de casi medio siglo de combate, Piscator se mantuvo fiel a
sus originales perspectivas: "No tengo ninguna necesidad de cambiar
— señaló poco antes de su muerte—. Creo, igual que creía antes, que
el teatro tiene que servir a la sociedad.
El arte ya no puede ser más el arte por el arte mismo, sino que debe
cumplir una finalidad: aún hay más pobreza que riqueza, más gente
mala que buena".
Recónditamente, a los 72 años, Piscator rescataba la imagen de aquel
adolescente desesperanzado que durante la Primera Guerra Mundial
había anticipado a su madre los versos de 'Denk an seine
Bleisoldaten' (Piensa en los soldaditos de plomo), un poema inédito:
Ahora debes llorar, madre; llora.
Porque han dicho: "Muerto en combate".
Piensa en los soldaditos de plomo...
Disparaban todas sus balas.
Morían todos, mudos y miserables.
PISCATOR OPINA
Mientras la política tenga un futuro, tendrá un futuro el teatro
político; es falso y falto de sentido lo que pretende la izquierda
burguesa: pretende encontrar una salida huyendo de la política,
refugiándose en la resignación, traduciéndola al absurdo, como por
ejemplo Beckett; al formalismo, como hace Ionesco, o, en general, a
la falta de Dios. Hoy la burguesía se resigna y encuentra, en vez de
contenidos nuevos, adecuados al momento histórico en que vivimos,
una escapada hacia lo absurdo.
Creo en las fuerzas del hombre. Creo que el conocimiento puede
llegar a modificar la historia. Creo que yo puedo y todos nosotros
podemos transformar las relaciones de los hombres con la sociedad.
Opino también que de esta convicción y de esta búsqueda pueden salir
nuevos contenidos, que observados críticamente se convierten en
políticos, por sí solos políticos.
Brecht es el único autor que resuelve las necesidades de nuestra
época. Sartre se orienta por el mismo camino, pero no llega tan
lejos como Brecht. Miller y Adamov son escritores serios que me
interesan. Tennessee Williams es un esteticista. De los jóvenes
autores alemanes me interesan Martin Walser, Reinard Kipphardt, Rolf
Hochhuth y Peter Weiss. El Vicario, que hemos representado en Berlín
más de 180 veces, es una obra épica, épico-científica,
épico-documental. Una obra concebida para el teatro épico, político.
Concebida para un tipo de teatro por el que he luchado toda mi vida.
Una obra total para un teatro total.
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Erwin Piscator |
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