Purdy, sobre la cuerda floja

La calma de Brooklyn se estira entre pequeños templos y casas de baja altura; al caer la tarde, los vecinos se apuran con sus perros y sus bolsas de compras; las bocas de los subterráneos se sosiegan cuando la noche agiganta el fantasma luminoso de Manhattan, la isla que está frente a este enorme barrio provinciano, donde Walt Whitman vio arder la imprenta de su diario y donde Henry Miller creció a puñetazos.
Cerca del East River —que separa Manhattan de Brooklyn, dos de los cinco distritos que forman Nueva York—, al 200 de Henry Street, hay que subir dos pisos por una escalera de alfombra verde. El departamento no es demasiado grande ni demasiado ordenado; pero las ventanas amontonan árboles
y un cruce de calles. Allí vive James Purdy, uno de los mayores escritores norteamericanos de hoy, el autor de 'Malcolm' y 'El sobrino'.

 

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La calma de Brooklyn se estira entre pequeños templos y casas de baja altura; al caer la tarde, los vecinos se apuran con sus perros y sus bolsas de compras; las bocas de los subterráneos se sosiegan cuando la noche agiganta el fantasma luminoso de Manhattan, la isla que está frente a este enorme barrio provinciano, donde Walt Whitman vio arder la imprenta de su diario y donde Henry Miller creció a puñetazos.
Cerca del East River —que separa Manhattan de Brooklyn, dos de los cinco distritos que forman Nueva York—, al 200 de Henry Street, hay que subir dos pisos por una escalera de alfombra verde. El departamento no es demasiado grande ni demasiado ordenado; pero las ventanas amontonan árboles
y un cruce de calles. Allí vive James Purdy, uno de los mayores escritores norteamericanos de hoy, el autor de 'Malcolm' y 'El sobrino'.
En un país que endiosa sin rigor, que de un día para el otro decreta la gloria o el naufragio, el caso de Purdy, nacido 42 años atrás en una población de Ohio, es menos insólito que atractivo: su fama creció en Inglaterra, alentada por Dame Edith Sitwell y John Cowper Powys, y sus obras han aparecido, en el exterior, con más facilidad que en USA (*).
La crítica lo pasa por alto, es imposible encontrar colaboraciones suyas en los diarios o las revistas, aunque también es imposible encontrarlo a él en los cocteles que bordan el ajetreo literario de Nueva York; no da conferencias, no redacta prólogos, se parece a un ermitaño perdido en un tráfago que detesta, pero del que no quiere evadirse.
"El artista —dice Purdy— es una especie de acróbata sobre la cuerda floja. Así me siento yo cada vez que escribo." La imagen puede ser poco original; sin embargo, en labios de este hombre de mirada de niño, conviene tomarla como la más honesta declaración de principios.
Todo Purdy es, por otra parte, una incansable declaración de principios, una fuente de imprecaciones en la que hasta la religión sucumbe, de la que sólo se salva la inocencia, quizá el único elemento capaz de redimir al ser humano de la confusión en que yace. Porque Purdy —en las antípodas de ese falso moralismo que estraga su tierra— ha terminado por convertirse en un redentor, aunque él se obstine en negarlo, en definirse con palabras menos mayestáticas: "Nunca somos lo que debiéramos —proclama—; yo trato de serlo, pretendo aprender a respetarme y respetar a los demás. Nuestra civilización está enferma de falta de respeto y así, en el fondo, se destruye." ¿Qué debiera ser Purdy? No lo explica. En realidad, se empeña en no hablar de sí mismo, se opone a que lo fotografíen, su número de teléfono no figura en los abultados cuatro tomos de la guía de Nueva York. Para saber de él, hay que ponerle trampas durante la conversación, valerse de datos domésticos, mirar los objetos que pueblan su cuarto.
Un cuarto que le cuesta casi la mitad de los 300 dólares mensuales que necesita para vivir y que no siempre consigue ("Tuve algunas becas; ahora me arreglo sin ellas, mis amigos también ayudan"). Dentro del departamento, prepara sus comidas, "no puedo pagarme el restaurante"; sale poco de allí, un par de escapadas a Manhattan para ver exposiciones de pintura o teatro, las cotidianas visitas al supermarket.
Cuando Ramiro de Casasbellas, de PRIMERA PLANA, se entrevistó con Purdy, el novelista molía café en una licuadora. "Usted, como todos los sudamericanos, debe tomar mucho café", explicó mientras acarreaba dos tazones de porcelana y un mazo de gordas servilletas de papel. El propio Purdy es un incesante consumidor de café (dejó de fumar hace un tiempo); y de música: una radio de transistores se tropieza en su escritorio con los borradores y los diarios, con una encuadernada edición de 'Anabasis'.
"Estudio griego y latín. A la mañana leo una página de latín y me siento apto para trabajar. Es como el desayuno. Este Anabasis está en griego e inglés. No me alcanza el dinero para contratar profesores", sonríe Purdy. Sucede que el griego y el latín entrañan, además, un entretenimiento, una evasión del absorbente mundo que ha instalado a su alrededor. La aritmética es otra salida, si bien con ella busca, tal vez, un desagravio: "Siempre fui un pésimo alumno de aritmética y geometría."

Color de oscuridad
Sumergido en ese mundo —los libros de Purdy prueban que no se trata de una cárcel ni de una torre de marfil—, las apreturas económicas lo perturban apenas, lo obligan a proscribirse algunas diversiones suntuarias, a no acrecer su guardarropa. "Me sería fácil cambiar, volver a mis cátedras, coquetear con los directores de revistas. No tengo ganas de traicionarme, quiero hacer solamente lo que me interesa. Y lo que me interesa es escribir sin que nadie me dirija ni me compre. En Estados Unidos, en cuanto uno se agacha, no se levanta más."
Las frases van impregnadas de recuerdos: le aceptaron un cuento en The New Yorker, el sofisticado, brillante semanario de información y artes; recibió 500 dólares (el sueldo mensual de una buena secretaria), pero el texto apareció con modificaciones y supresiones. Debió esperar a que una editorial británica lanzara 'Color de oscuridad' para que ese "milagro" ocurriera en USA, así como debe esperar con paciencia que los diarios y las revistas comenten su esporádica producción.
Según Purdy, tantas barreras existen porque en su país también la literatura es una industria que confía en los balances y las estadísticas, no en la enjundia de sus literatos. Una industria que no tolera a quien salga de lo común, que rinde culto a la esterilización, que acabó por instaurar una tiranía sólo vulnerable mediante el conformismo. El la identifica con un rótulo, Madison Avenue, la céntrica arteria de Nueva York donde antes pululaban las agencias de publicidad.
"La celebridad excesiva, en vida, mata al artista que no lo es del todo. Y el que lo es a menudo muere sin celebridad", sostiene. ¿A qué artistas norteamericanos mató? La demolición comienza: "A Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Henry Miller." Purdy se mueve en su asiento, peina el ralo pelo color castaño, se calla un rato largo y derriba ídolos: "Scott Fitzgerald, igual a una actriz de Hollywood; Miller, un businessman; Salinger, un aviso, aunque tiene talento; James Baldwin, un propagandista." A duras penas concede que Hemingway y Faulkner publicaron "algunas páginas interesantes".
"El más grande autor norteamericano es Herman Melville", opina Purdy, y se le encienden los ojos al memorar que produjo Billy Budd, "una de sus mejores obras", a los 70 años. Posiblemente, otros dos detalles lo identifiquen con el admirable creador de Moby Dick: él, como Melville, también se ganó la vida enseñando; y como él, Melville usó la literatura para perforar el alma del hombre, no para adormecerla. (Un vinculo más: el hijo mayor de Melville, un suicida, se llamaba Malcolm.)
Al margen de este coloso, inscribe lo que él denomina "preferencias, gente con la cual me siento conectado". No son muchos: Hawthorne, Whitman, Poe (la prosa), Stephen Crane, Dreiser, West Nathanael, O'Neill. Fuera de USA, además de Edith Sitwell y Cowpei Powys, James Joyce, Genet, Unamuno, Angus Wilson, T. S. Eliot, Sartre, ciertos films de Orson Welles, de Jean Vigo y de Fellini.
En esos instantes, Purdy parece una víctima del resentimiento, no un juez equilibrado; o un arbitrario catador, cuando desecha la poesía de Emily Dickinson, o aplaude a Camilo José Cela y a Don Segundo Sombra (habla español). Sin embargo, la suya es una posición admisible: de un lado, "tendría que leer más literatura castellana, pero aquí no llega"; del otro, su aversión por buena parte del Olimpo norteamericano proviene de íntimas exigencias, no de una pose, de un golpe de recelo.
En última instancia, lo que Purdy reclama a sus compatriotas y colegas —los de ayer y los de hoy— es atenerse a una realidad y trabajar desde ella. Pintar el mundo como es y no como nos gustaría que fuese: con lo primero se puede conseguir lo segundo, intuye Purdy. Lo que propone, en síntesis, es el ejercicio de la verdad; el inventario de los defectos y las abyecciones merece ser anterior al de las virtudes.
Si estas reflexiones no surgen de Purdy, riegan en cambio cada línea de sus cuentos y novelas, de sus piezas teatrales. Respaldan, también, su desaliento —que tantos artistas comparten y que nada arrastra de romanticismo socialista — por la maquinización, la masificación, que él simboliza en la TV y la publicidad, la prensa, las religiones.
"Me apasiona la Biblia, pero la Biblia no brinda la respuesta completa", alega Purdy. ¿Pretende ofrecerla en sus libros? "No —se defiende—. No soy un religioso." ¿Para qué escribe entonces? "I have to" (Tengo que hacerlo). Los personajes —se angustia— vienen a mí. Es como si un extraño se colara por la ventana y me forzara a escribir. No sé de dónde llega, no sé bien qué persigue, y no puedo echarlo." Ese extraño es el mismo Purdy, y la historia se repite desde que, a los doce años, trazó su primer relato, A Good Woman, cuando era estudiante secundario. Un extraño sin demasiada biografía: joven soldado del ejército en la Segunda Guerra, experiencia que le valió aprender español; empleado en Cuba, durante dos años; cursos universitarios en Madrid y París, maestro en colegios de Wisconsin, de 1949 a 1956; solamente escritor, en fin, a partir de 1957, el año en que la empresa neoyorquina New Directions editó Color de oscuridad (ver Nº 61, página 37).

Los ángeles caídos
Los personajes van hacia Purdy, pero ése es el momento menos complejo de la creación, el prólogo de un calvario. "Escribo sin plan fijo —señala—, sin horario fijo, a máquina, o a mano en libros de contabilidad. Me cuesta un enorme trabajo escribir, pasé tres años para concluir Malcolm, gasté un año en 'El sobrino', tres años en Cabot Wright."
Tanto apremio jamás se tradujo en repercusión: la edición en rústica de Malcolm vendió 2.800 ejemplares y menos de 50.000 la de bolsillo; claro que esas 50.000 copias —una cifra ínfima en USA, donde cualquier pocket book exitoso supera el medio millón— le dejaron apenas mil dólares de ganancia; con Color y El sobrino no se modificó el panorama.
Al mismo tiempo, el soltero Purdy vio crecer las traducciones: francés, italiano, alemán, danés, sueco, noruego, checo, holandés, chino y español, aunque la versión de Color "es oprobiosa". "Las traducciones —suspira— dan prestigio, nunca dinero." Tampoco le fue mejor en el teatro: dos cuentos suyos, adaptados, fracasaron en escenarios del off Broadway.
"A pesar de todo, seguiré escribiendo", se exalta Purdy. Ahora cuenta con editor propio: Farrar, Strauss & Giroux, y "quizá progrese". Progresaría más aún, sugiere, si los comentaristas literarios dedicaran un poco más de tiempo y espacio a sus obras. "No entienden nada —barbota—, sólo digieren las cosas fáciles." Sin embargo, los elogios han empezado a brotar alrededor de Purdy, si bien todavía renuentes, tardíos.
En su número de febrero 12, 1965, el semanario Time incluyó a Purdy en un abundante articulo sobre los autores norteamericanos de humor negro, junto a Joseph Héller (Catch-22), Bruce Jay Friedman, John Barth y J. P. Donleavy. Nada más erróneo: si la sátira suele hormiguear en las páginas de Purdy, esa incursión constituye un medio, casi siempre aplicado a la crítica de costumbres, uno de los pilares sobre los que Purdy erige sus narraciones.
Su última novela, Cabot Wright Begins, aparecida a fines de 1964, es un notable muestrario del estilo de Purdy. La esposa de Bernie Cladhart, un vendedor de autos de Chicago, decide que su marido sea escritor y lo envía a Brooklyn, detrás del protagonista de su obra, Cabot Wrigth, un "niño bien" que acaba de purgar en la cárcel la violación de 300 mujeres.
Si 'El sobrino' apuntaba su objetivo sobre el delirio de grandeza de la burguesía provinciana, la cultura de USA es el campo elegido en Cabot Wright "Nuestra cultura —clama Purdy— se basa en el dinero y la competencia. Es inhumana, temerosa del amor y el sexo, obsesionada por la brutalidad y la homosexualidad." Como la vida moral de su país, a la que tacha de "pestífera". Pero Purdy no se contenta con un solo tema.
En Cabot, una espeluznante tragedia norteamericana, los dardos se clavan en el absorbente matriarcado, la industria literaria, la prensa comercial, el sexo. Wright, además, es un ídolo, el american dream; pero seduce por aburrimiento o para amenguar el aburrimiento, el vacío. A través de esos ríos, Purdy reitera su principal labor: la desmitificación de la sociedad en que vive.
Una sociedad anestesiada por la falsedad, castrada para todo sentimiento, que se refugia en lo intrascendente y lo pasajero. No es el primer norteamericano en describir ese infierno; sí, uno de los más ácidos, originales, insobornables. Allí, no hay salvación para los puros, porque sobran, porque desenmascaran a los demás con su simple presencia; en cuanto surgen, un rápido mecanismo se pone en marcha para aniquilarlos.
Malcolm ilustraba ese proceso, que es una pesadilla, mediante la alegoría; El sobrino, con una mezcla imperceptible de novela psicológica y planteo realista; Cabot congrega el espíritu de los dos. El mismo camino recorrerá la cuarta novela que Purdy elabora desde hace un año y sobre la cual adelanta el título y el punto de partida: 'Eustace Chisholm and the works' se inicia con la historia de un muchacho sifilítico, que se resiste a consultar a un médico.
"El propósito de Purdy —opinaba Saúl Maloff, en Newsweek— es flagelar un mundo que abomina con criminal pasión." Debió decir que abomina a una parte del mundo, la que doblega a los desvalidos, la que hace de él un rebelde, un autor maldito.

*De los cinco libros de Purdy, los tres primeros circulan en español: Color de oscuridad (Seix Barral, 1963), Malcolm (Sudamericana 1963) y El sobrino (Sudamericana 1962). Faltan traducir Children is all y Cabot Wright begins.

PRIMERA PLANA
20 de abril de 1965