Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

Greenwich Village
Donde los ojos del vecino no importan

Revista Siete Días
20 de diciembre de 1966

Beatniks
Última moda para los beatniks: ponerse los viejos vestidos de la bisabuela

Atrincherados en un barrio de nueva York, 50.000 jóvenes feroces que desprecian el dinero y la fama viven a su capricho al margen de la sociedad.

Hace poco, un equipo de sociólogos de ¡a Universidad de Columbia hizo una investigación en Greenwich Village: sus exclusiones sobre el barrio artístico y bohemio de Nueva York fueron alucinantes. De esos cien mil habitantes, la mitad tiene menos de 30 años; sólo la quinta parte paga Impuestos; hay en promedio un "café artístico" por cada cuadra; el 50 % de las casas son caducas construcciones de tres pisos con jardín al frente y que datan de principios de siglo; más de la mitad de las uniones son extramatrimoniales y la mezcla de razas se da en el 30 por ciento de los casos; uno de cada quince encuestados dijo pertenecer al "tercer sexo"; uno de cada doce admitió haber probado drogas; uno de cada tres repitió un eco de la, famosa frase que dijo hace diez años el poeta Allen Ginsberg, frente a las cámaras de televisión en busca de "color local": "Ustedes, con sus guerras y su bomba atómica, se pueden ir al diablo".
A doce minutos de Wall Street, la calle más rica del mundo, los habitantes del Village se burlan del dinero y se enorgullecen de no tener trabajo fijo ni libreta de ahorros. Su único capital es una guitarra y la ropa que llevan puesta: "la sacamos del desván de los abuelos o bien nos la regalan", dicen con una serenidad (qué parece haber superado hasta al desafío. Les gusta escuchar música, leer los poemas propios o ajenos, pintar o contemplar como otros pintan, bailar, charlar, pasar las horas en los cafés, dedicados a lo esencial: no hacer nada, y, a veces, pensar. 
Todo el día jóvenes desarrapados y viejos soñolientos arrastran sus zapatillas gastadas por los alrededores de la plaza Washington, a la espera de la noche que es el momento luminoso y férvido del Village. Es entonces cuando se planean las demostraciones masivas contra la guerra del Vietnam, o las marchas sobre Washington para exigir el libre uso de la marihuana, o las protestas contra la discriminación que sufren los negros y los miembros del "tercer sexo". No les importa la detonante mezcla de valores, la legitimidad o ilegitimidad de lo que defienden. Tampoco les interesa que sus "movilizaciones" se diluyan inocuamente en la charla y el alcohol de la noche. Sus poemas no los editará nadie; sus pinturas no han de venderse; sus estrenos teatrales —en sótanos mal alumbrados o en buhardillas ruinosas— conocen una sola representación. Han inventado el "off-off-Broadway", es decir el arte que no dura, que se niega al público, que le da un cachetazo al éxito.
La opinión pública de los Estados Unidos los sindica como "candidatos a la ruina". Es cierto. La avenida Bowery, que costea Greenwich Village, hospeda a doce mil mendigos, que son ex "beatniks" destruidos por la droga y el alcohol. En el Sam Bowery Follies las viejas vedettes de los años treinta suben al tablado y exhiben sus bellezas deformes y su voz cascada, parodiando cruelmente sus propias glorias muertas. Y muchas ruinosas vedettes encuentran en el Sam Bowery Follies el fin que anhelan: morir frente al público, de un síncope, con el micrófono en la mano.
Sin embargo, pocos lugares de los Estados Unidos tienen una historia artística tan valiosa como el Village. Y tanta autenticidad, A principios de siglo fue el refugio de los ricos que huían de sus mansiones en "la punta" de Manhattan, barrida por las epidemias de cólera. Se fue el cólera, se fueron los ricos, pero llegaron los artistas, Edgard Allan Poe, Walt Whitman, Henry James, hallaron allí el ambiente propicio para sus sueños. Hemingway, John Dos Passos, junto a los astros del cine mudo John Barrymore o Lilian Gish, hicieron de Greenwich Village su patria preferida. Las calles arboladas recogieron las imprecaciones y los golpes de dos borrachos épicos, Dylan Thomas y Brendan Benham, tan geniales como rebeldes. Mientras tanto; ya habían nacido los "cafés literarios", con alcohol y poesía. Dylan Thomas fue el primero que se subió al tablado para leer sus obras. Otros miles lo imitaron, con o sin talento, pero con igual fervor. En el Village se estrenaron las primeras piezas de O'Neill y de Elmer Rice, y el templo que en la calle Doce comparten la comunidad judía y la episcopal, fue convertido en teatro para lanzar a autores noveles. Edgar Varese, creador de la música electrónica, vivió y murió en ese barrio que era un mundo aparte dentro de la civilización de la máquina, el rascacielos y el éxito monetario.
Después de la Segunda Guerra Mundial, en Greenwich Village florecieron los "beatniks" y los creadores inconformistas. Hasta 1963, Rauschemberg, el papa de los pop, Albee Allan, Ginsburg, Kerouac, encontraron allí la atmósfera necesaria para crear destruyendo. Ahora ya se han exiliada del Village: los ahuyentó la invasión de turistas, de maduras señoras con sombrero cargado de flores, de comerciantes en vacaciones, de toda esa oleada provinciana que acude anualmente a Nueva York para contemplar dos maravillas: el subterráneo y Greenwich Village. Compran ponchos del altiplano de Bolivia o ídolos de la Costa de Oro; comen empanadas argentinas o cordero a la marroquí. Y se sienten traviesamente cosmopolitas. Muchos "cafés artísticos", muchas tabernas de auténtica tradición, se han comercializado violentamente para brindar a los invasores provincianos la "imagen" con que sueñan. El genio, la luz del Village, se está apagando. Pero los jóvenes no se comercializan ni se arredran. Siguen siendo dueños del barrio, sin importarles él aflujo pispeante y sorprendido de los turistas. Directamente no los ven. Con sus desteñidas ropas que unen blusas de 1920 y "blue jeans" convertidos en bermudas con un golpe de tijeras, llevan su vida propia, y se alzan de hombros cuando les dicen que modistas "snobs" de la Quinta Avenida están imitando sus atuendos, donde cualquier cosa va con cualquier cosa, donde el lujo es el remiendo y el trapo. Exhiben su ocio, su negativa a tener éxito, Su rechazo al tiempo y a las reglas; exhiben su amor, o cualquier tipo de amor, más allá del escándalo. También los malvivientes siguen comunicándose a gritos con sus mujeres, ellos desde la acera, ellas desde las altas rejas de la cárcel. Su estruendoso diálogo sentimental forma parte de la vida de Greenwich Village, como el rugido de las motocicletas o la música cortante de las guitarras eléctricas. O el budismo Zen y la mística de Santa Teresa: muchos jóvenes "beatniks" terminan en un convento, a menudo heterodoxo.
Si bien son auténticos estadounidenses por su culto al individualismo feroz, son los únicos que se toman ese culto en serio y hasta sus últimas consecuencias. No temen los ojos del vecino, no creen en el "american way of life" (el típico modo de vida norteamericano), no se rigen por slogans caros al ciudadano medio. Son jóvenes fieras cada día más numerosas, que en cada gran ciudad de EE.UU. forman pequeños "villages" en cierne. Esos parias voluntarios son unas decenas de miles contra muchos millones que viven una vida normal, pero nada acalla m perpetuo "no" a la civilización que los ha creado.

 

 

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