Revista Periscopio
14.07.1970 |
En la noche del 19 de junio de 1940, bajo la
lluvia y embargados por la nostalgia, 13.000 hombres cruzaban con
una impostada altivez la frontera franco-suiza; eran, en su mayoría,
soldados de la Segunda División de Tiradores, legionarios heroicos
del Ejército polaco en el exilio, en Francia, creado por el Gobierno
soberano de Ladislao Raczkiewicz y Ladislao Sikorski.
La misión parecía consumada: consistía en frenar de algún modo las
avanzadas de los tanques nazis al mando de Guderian, sobre el río
Saone, y cubrir así la escapada del 45º Cuerpo Francés que se
desperdigaba por el sur; se hacía necesario ganar tiempo para llegar
a Suiza, neutral, y salvarse.
Lo insólito, sin embargo, era que los polacos luchaban sin saber que
la guerra había terminado, por lo menos para los franceses, un par
de días antes; en efecto, el 17, la Radio de París anunciaba el
armisticio con Alemania.
Después de la caída de Polonia en poder de los alemanes, en 1939,
había en Francia unos 100.000 polacos que fueron movilizados ese
mismo año detrás de un bando de Sikorski, que resistía desde Angers,
con la esperanza de montar un programa defensivo con cuatro
divisiones de infantes, blindados y varias unidades aéreas; cientos
de exilados, entretanto, ceñían las armas en Inglaterra y unos
cuantos se
enrolaban en la Brigada de los Cárpatos, formada en Siria.
Cuando en 1940 los alemanes lanzan su ofensiva contra Holanda,
Bélgica y Luxemburgo, la Primera División de Granaderos Polacos se
hallaba en Lunneville, cerca de Verdun, como una reserva del Tercer
Ejército Francés; la segunda es embarcada de urgencia hacia la misma
región. El 30 de junio cae París y la Brigada Motorizada entra en
acción con 60 tanques livianos que se incendian, en la retirada,
para no abandonarlos a los nazis; faltaban combustible y
proyectiles. Pero se logra llegar a la parte no ocupada y evacuar a
Gran Bretaña; éste fue el núcleo de la Primera División Blindada que
cuatro años más tarde toma parte en el desembarco aliado en Francia
y lucha por la liberación de Bélgica y Holanda; los únicos que
siguen la pelea.
La epopeya de los Tiradores a las órdenes del comandante Prugar
Ketling —volvería a Varsovia en 1945— iba a terminar en la bucólica
Suiza; Sikorski, que ya estaba en Londres, les mandaba mensajes de
reconocimiento y nada más. Los polacos trabajaron en hoteles,
desaguaron pantanos, talaron bosques, convivieron en las
Universidades, armaron una orquesta y se adaptaron, en fin, a la
vida suiza.
Con el andar del tiempo unos 15 ex Tiradores recalaron en Buenos
Aires;
ellos se iban a congregar el mes pasado en el Club Milenium, Paso al
100, para evocar las dos últimas jornadas de la lucha en Francia,
hace 30 años. Ese ejercicio memorioso suele demorar a la
colectividad polaca en la metrópoli —unos 10.000— desde innumerables
asociaciones: Combatientes de Tobruk, Legionarios de Pilsudski,
Círculos de Regimientos, Amigos de la Historia y Boy Scouts; la
semana última el calendario estuvo signado por un homenaje a
Vladyslav Anders, que murió en mayo, a los 77, en Londres; un
general que comandó las tropas nacionales en lucha contra los
alemanes en África, Italia y Bélgica y que conoció las prisiones
soviéticas. Ninguna comunidad, como la polaca, se aferra con tanta
pasión a sus héroes y a sus corajudas peripecias bélicas.
LA GRAN AVENTURA
Jorge Gilewicz (55), ahora naturalizado argentino y pacífico
contador público, mantiene mucho del fervor que lo llevó el 17 de
setiembre de 1939 a estrellarse contra los Panzer. "Eso fue antes de
que tuviéramos que emigrar a Francia: después fui teniente en los
Tiradores y combatí con una de las patrullas más heroicas de la
guerra", exagera.
"No olvidaré nunca esa época, ni a mi compañero Alejandro Tycholis,
que cayó muerto a mi lado. Los dos fuimos a apaciguar un nido de
ametralladoras", recuerda Witold Tolloczko (51), un ingeniero
electricista.
Las fuerzas polacas (un 90 por ciento de católicos y un dos de
judíos) se unieron a las comandadas por Maurice Duelos, un general
francés que organizó la resistencia en su país antes de la débâcle;
pese al respeto que los veteranos guardan por sus aliados galos, a
veces reluce una queja: "En nuestra retirada hacia el Sur —explica
Gilewicz— encontrábamos al costado del camino los tanques y camiones
franceses, de donde sacábamos comida y combustible. La historia
cuenta que estaban abandonados, pero es mentira; lo que sucedía era
que los franceses no querían pelear —conocían la rendición— y
esperaban a los alemanes tomando vino y cantando".
Sin embargo, habla bien de la Brigada Spahis, que formaron
senegaleses y marroquíes y que iban a luchar con ahínco en la
frontera. "Los tanques avanzaban y ellos preferían morir aplastados
antes que retroceder."
José Wierciñsky, un argentino de edad indescifrable, hijo de
polacos, también se suma a la rueda; explica que intervino en la
guerra del 14. volvió a Argentina y se incorporó al Ejército francés
en la Segunda Guerra. "Los tanques de la segunda eran duros; quise
atravesar uno con una lanza de caballería y no pude", cuenta.
Para el médico cancerólogo Antonio Wysokinski (55), su mayor
aventura fue la huida, con 75 internados, de un campo en Friburgo
(Suiza) hacia Inglaterra; él y Gilewicz se conocieron de muchachos,
en el secundario; se encontraron en el frente francés, cerca de
Suiza y después de separarse (Gilewicz pasó a África) confluyeron en
Buenos Aires. Para ellos, evocar la pelea junto a los aliados debe
disipar el sambenito de fascistas, que cuelga sobre muchos
activistas polacos.
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