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Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

REVISTERO
INTERNACIONAL

 


Murió dibujando
HENRI MATISSE, SOBREVIVIENTE DEL GRUPO DE LOS PINTORES IMPRESIONISTAS DEL SIGLO PASADO, HA MUERTO A LOS 85 AÑOS EN UN HOTEL DE NIZA. EL CORAZÓN DEJO DE RESISTIR. CINCO MINUTOS ANTES DE MORIR PIDIÓ CORREGIR EL DISEÑO DE UN VITRAL QUE DEBÍA ESTAR LISTO ANTES DE NAVIDAD
Por RAFAEL CARRIERI

Revista Vea y Lea
1954

 



 

 

ESTÁBAMOS en la estación fronteriza de Ventimiglia, en viaje de Italia a Francia. El tren había parado hacía largo rato, y de pronto, en el silencio de los andenes casi desiertos, un altoparlante dio la noticia. ¡Matisse había muerto!
El nombre del pintor, pronunciado en alta voz en la estación, pareció el de una localidad cercana, el de una parada cualquiera. El tren reanudó la marcha. En Mentón, los diarios de la tarde publicaban el primer comunicado. Matisse había muerto en la tarde del 4 en el "Regina" de Niza. Sincope cardíaco. El comunicado no decía nada más. El diario que yo tenía había publicado, debajo del título, una fotografía: Matisse, en blusa, estaba sentado en el pasto de un prado. Sonreía. Un viejo horticultor de buena salud. Sus orígenes campesinos —el padre había sido corredor de cereales— aparecían patentes, no sin cierta jovialidad. Sólido, algo pesado, pero todavía ágil.
Hacía calor. Bajé la ventanilla para gozar del sol que resplandecía sobre el mar. Parecía un día de verano, hacia fines de abril. Sobre la costa de Montecarlo, entre mar y colinas, se veían despuntar los limones del follaje. Y yo me acordé de los "amarillos" de Matisse: los amarillos de los manteles de los desayunos matutinos; los amarillos de los canarios en las jaulas; los amarillos de los gruesos brazaletes de las odaliscas. Las estaciones que atravesábamos eran las mismas que en las aldeas de sus cuadros, así como el mar entre los pequeños promontorios que el sol iba batiendo con una sutil fusta de diamantes. El aire era límpido.
En la estación de Niza, se hallaban detenidos vagones y vagones llenos de crisantemos. Cuando llegué al Hotel Regina, en Cimiez, ya estaban los fotógrafos. Infinidad de fotógrafos, pero con las máquinas al hombro y las lámparas intactas. La hija de Matisse les había prohibido la entrada. No quería fotografías. El viernes por la mañana, habían venido dos monjas para vestir a Matisse por última vez. Un traje cruzado de color gris, corbata y camisa de seda. Marguerite había querido ponerle los anteojos. Parecía dormir. Alrededor de la complicada cama que durante años y años había sido su campo de trabajo, estaban los dibujos, las hojas de papel de color, las tijeras de distintos tamaños, con las cuales recortaba rayos, flores y estrellas fugaces. El juego interrumpido de un niño con todos sus juguetes.
A los 85 años, Matisse seguía componiendo sus metáforas solares. Las hojas coloradas, las hojas amarillas, las hojas azules se transformaban en cielos y jardines. Trabajaba contra las órdenes del médico —el doctor Borliachou, que lo atendía desde hacia treinta años. Trabajaba a pesar de la fiebre, del reumatismo, antes y después de las inyecciones, y, cinco minutos antes de morir, había pedido a su hija Marguerite el libro de dibujos para corregir no sé qué detalle de un vitral que debía terminar para Navidad. Allí, los corresponsales llegados de París interrogaban a los profesores de la consulta, a Lydia, la secretaria, al doctor Audretty. Se esperaba la llegada de los hijos: Jean, de París, y Pierre, de Nueva York. Marguerite había llegado dos días antes. Uno tras otro, los diarios de Niza difundían los detalles de la muerte. Había habido un comunicado, pero era único y definitivo.

PRIMAVERA EN INVIERNO
Los escaparates de las librerías habían ya preparado exposiciones con reproducciones, facsímiles, tricromías y "collages" del gran pintor, en centenares de ejemplares repetidos por toda la ciudad. Las sillas esmaltadas del Paseo de los Ingleses repetían los amarillos y los rojos de Matisse. Las persianas abiertas de los grandes hoteles, las palmeras, las ostras en el mostrador del restaurante, las chicas con los cestos de violetas, la carroza y el caballo blanco, las hojas de los castaños de la India, los peces rojos en los acuarios, la langosta y las tajadas de limón, el mar y el sol, todo lo que se veía en Niza aquel viernes cinco de noviembre era como un cuadro de Matisse. Los mismos colores alternados y superpuestos, la calidad del aire, el vuelo ágil de las gaviotas, los sonidos y las voces, el trote, y aun el ciego que vendía billetes de lotería era más diligente y alegre que todos los ciegos de este mundo en noviembre. Era primavera en invierno. Si Matisse hubiera podido abrir los ojos y verlo, se habría sentido contento. Quizás se sienta aún contento.