Hubert Horatio Humphrey
el tercer hombre


En los Estados Unidos, las sorpresas políticas ya no tienen límites. El manto presidencial, abandonado por Lyndon Johnson, se arrugaba en el suelo; de pronto —nadie sabe cómo ni cuándo—, fue sacado de allí, se le quitó el polvo y las manchas. Alguien comenzó a probárselo y a renacer con él: Hubert Horatio Humphrey, 56 años, oriundo de Minnesota.
El hombre que desató uno de los mayores cismas del Partido Demócrata —el retiro de los Dixiecrats, los sudistas antinegros, en 1948—, el Vicepresidente difamado, acaba de emerger como El Gran Conciliador, el óptimo candidato para vendar y curar las heridas, no sólo del partido; sino del país entero. Cuando Johnson se apartó, a fines de marzo, de la lucha por la Casa Blanca, hasta el propio Humphrey supuso que todo quedaba en manos de Eugene McCarthy y, especialmente, de Robert Kennedy.
No obstante, y quizá a pesar suyo, el Vicepresidente se halló en mitad del combate, sin siquiera declarar la guerra, aunque rodeado de tropas fieles y armas nada desdeñables. Sólo la semana pasada, Humphrey se lanzaba a competir oficialmente por la candidatura demócrata en la Convención de agosto 26, en Chicago. Posibilidades, es cierto, no le faltan.
Por ser el más alto miembro de la Administración en busca de la candidatura, Humphrey se beneficiará con el aura de respeto y cordialidad obtenida por Johnson al renunciar a un segundo mandato y abrir conversaciones de paz. También capitalizará el rechazo que suscita Kennedy: el consenso que, según observadores y dirigentes, iba a conseguir el Senador
por Nueva York, tarda en materializarse. Dice un demócrata de Michigan: "El maremoto en favor de Bobby ha sido apenas una ola fuerte".
Al mismo tiempo, un grupo de Gobernadores oficialistas, encabezado por John Connally, de Texas —íntimo amigo y consejero de Johnson—, se reunió en Saint Louis para orquestar el apoyo a Humphrey. De la asamblea apenas salió, quince días atrás, un llamado a la unidad partidaria y a la necesidad de "observar los eventos de la Historia antes de respaldar a un candidato". Sin embargo, de los 17 Gobernadores presentes, la mayoría coincidió en que sólo Humphrey garantizaría esa ansiada unidad.

Los barritos en la cara
En otros puntos del territorio sucedía lo mismo. Dos Senadores liberales, Walter Mondale y Fred Harris (a quien se sospechó aliado de Kennedy), anunciaron en Washington la formación del club Demócratas Unidos por Humphrey. Una constelación de ciudadanos ha levantado las banderas del Vicepresidente; entre ellos figuran George Meany, titular de la AFL-CIO, la poderosa central obrera de los Estados Unidos; los Secretarios de Agricultura, Orville Freeman, y de Trabajo, Willard Wirtz; el ex Presidente Harry Truman; el ex Alcalde neoyorquino Robert Wagner; el ex director del Consejo de Asesores Económicos, Walter Heller; y el ex Subsecretario de Estado, George Ball. Hasta los Intendentes se pasan a Humphrey; tres seguros: James Tate, de Filadelfia; Richard Daley, de Chicago, y Joseph M. Barr de Pittsburgh, a quien cortejaron en vano tanto McCarthy como Bob.
No todos los síntomas, empero, son favorables. Un sondeo practicado por Louis Harris demuestra que el Vicepresidente aún está escaso de popularidad; la encuesta, realizada a nivel de afiliados y dirigentes medios del Partido Demócrata, arrojó un 37 por ciento para Kennedy, 24 para Humphrey, y 22 para McCarthy. Con todo, añade Harris, Bob ha fracasado en la conquista de una mayoría de voluntades. Además, los simpatizantes de Humphrey desechan la presentación de su ídolo en las elecciones primarias: este año, arguyen, sólo interesan los votos en la Convención.
De acuerdo con la misma tesis, señala Eugene Wyman, del Comité demócrata californiano: "Hubert podrá fundar una increíble coalición y surgir como el verdadero candidato de la unidad. Cuenta con empresarios, importantes caudillos gremiales, la gente del Sur, prestigiosos líderes negros y amplios sectores de obreros. Sus ayudantes estiman que, en este momento, dispone de 500 delegados a la Convención; yo creo que son 800 [se necesitan 1.312]". Cierta o fantasiosa esta aritmética, una encuesta de la Sociedad de Editores de Diarios predijo, la semana última, que sería Humphrey (por 2-1 contra Kennedy) el contendor de Richard Nixon en los comicios generales del 5 de noviembre.
Si bien el caso Humphrey se asemeja a un castillo de arena, mucho de plausible hay en él. Bob Kennedy aparece como un feroz radical, deseoso de desplazar a la vieja guardia demócrata: el sofisticado humanismo de McCarthy, a su vez, no cosecha demasiados adeptos; únicamente Humphrey brinda confianza al ala ortodoxa —que es la que domina— del partido. McCarthy puede mostrarse brillante y severo; Kennedy, compulsivo y juvenil; Humphrey, en cambio, proyecta una imagen de tranquilidad y optimismo que, por contraste, transforma a sus dos rivales en dos sediciosos.
"La Nación no está tan enferma —sostiene el Vicepresidente—. Tenemos algunos barritos en la cara, pero son la señal de que crecemos."
He aquí el elixir que tal vez seduzca a los votantes; y Humphrey es un persuasivo alquimista. Si de algo sufre, es de un exceso de convicción. El arma de Kennedy es una espada, la de McCarthy una saeta, la de Humphrey un abrazo. Entre la altanera crítica de McCarthy y los golpes en la mesa de Kennedy, el Vicepresidente transita el camino intermedio; el Gobierno ha cometido errores, pero ¿quién no los ha cometido?; miremos hacia adelante, basta de echarnos culpas.
Hasta ayer no más, Humphrey, paradigma de los liberales norteamericanos, era anatema para los capitanes de las finanzas y los segregacionistas del Sur. Hoy, ocurre lo contrario: sus peores enemigos se calientan bajo su sol. Lester Maddox, Gobernador de Georgia, propone la fórmula Humphrey-Mendel Rivers; John McKeithen, de Louisiana, abandona los cuarteles del racista George Wallace para anotarse en los del Vicepresidente. Los mismos reaccionarios se asombran. Tom Moore, Diputado estadual de Texas, al sugerir que el Comité de esa provincia apoyase la nominación de Humphrey, sentenció: "Nunca pensé que un día, en Texas, Humphrey fuera el candidato conservador de los demócratas".
La ironía, sin embargo, no es acertada. Políticamente, Humphrey sigue en la misma posición en que militaba cuando la inercia de la Vicepresidencia comenzó a aplastarlo, hace tres años y medio. Sucede que, durante ese lapso, los Estados Unidos dieron un paso hacia el centro. "Hubert no ha cambiado un ápice —juzga Eugene Foley, Subsecretario de Comercio—. Es el país el que cambió, el que hoy quiere luchar por los mismos objetivos que Hubert preconizaba una o dos décadas atrás". El Vicepresidente corrige: "Tal vez el país y yo cambiamos. Espero haber aprendido un poco sobre la urgencia de una reconciliación".
Tuvo cómo aprenderlo. Su cargo le permitió recorrer cuatrocientos mil kilómetros de su patria, visitar 49 de los 50 estados (le falta Míssissippi) y unos 600 pueblos y ciudades. Un capitoste demócrata asegura: "Cada dirigente del partido le debe algo. Ha participado de tantos banquetes que si los pollos de esos banquetes resucitaran, bastarían para que Hubert ganara la candidatura".
Pero la Vicepresidencia melló a Humphrey. Para casi todos sus amigos liberales, el antiguo lanzallamas se convirtió en un vulgar tragafuegos de la Administración. Particularmente, al crecer el debate sobre Vietnam, la lealtad de Humphrey hacia Johnson pareció convertirse en esclavitud. Su inconmovible apoyo al Gobierno lo ha dañado; él mismo lo admite: "Ya ni tengo imagen pública; se desvaneció".
Sus defensores lo perdonan: "Los liberales lo empujaron a la Vicepresidencia y ahora lo atacan porque ha sido fiel a Johnson. Pretendían, sin duda, que disintiera con Johnson en todo y creara, así, una crisis institucional, un caos". ¿No extremó su celo? "Hubert se sintió atraído por Johnson; es una especie de entusiasmo glandular que le impide la más mínima rebeldía, una adhesión personal."
Estas respuestas suenan a ingenuidad entre los enemigos de Humphrey, quienes lo comparan con el publicitario que llega a creer en las bondades del dentífrico de su cliente. La extremista postura de Humphrey en la cuestión vietnamita terminó de desacreditarlo, incluso hasta entre admiradores y allegados tan rotundos como Joseph Rauh, cofundador con Humphrey de la ADA (Norteamericanos Demócratas), una colateral del partido que hoy dirige John Kenneth Galbraith y que representó, en los buenos tiempos, la avanzada liberal, izquierdizante de los Estados Unidos. Pero Rauh, que actualmente trabaja junto a McCarthy, declara que si Humphrey obtiene la candidatura, él se pondrá a sus órdenes. "Hubert —dice— es el hombre más noble y honesto de nuestra política."
Recuerda, sin duda, al campeón de los derechos civiles, al dos veces Intendente de Minneapolis que limpió una ciudad corrupta, al Senador que hace veinte años llegó al Capitolio gracias a una alianza de demócratas, labradores y obreros de Minnesota. Es el mismo dirigente a quien la gloria eludiera en 1956, cuando Adlai Stevenson dejó a la Convención el nombramiento del candidato a Vicepresidente (salió electo Estes Kefauver); y en 1960, cuando John Kennedy lo destrozó en las primarias de West Virginia.
Lo curioso es que Johnson ha pagado la lealtad de HHH con periódicos desplantes. Humphrey tenía la intención de supervisar el programa social del Gobierno y de incidir en el manejo de las relaciones con América latina: sólo consiguió honores decorativos. Su "Plan Marshall para las ciudades" duerme todavía en un cajón de Johnson: su propuesta acerca de negociaciones con los elementos no comunistas del Vietcong, quedó en la nada. Un caricaturista lo dibujó metido en el bolsillo superior del saco de Johnson, como si fuera un pañuelo. Y el 31 de marzo, al anunciar su retiro de la campaña, al Presidente no le importó que HHH estuviese en México.

Al azar del Gobierno
Sin embargo, él y sus asesores confían en lograr el respaldo de Johnson; al menos, están convencidos de que su renunciamiento es sincero, que no oculta una maniobra para ser plebiscitado en la Convención. Por el momento, Humphrey se dedica a restañar su imagen: "No diré nunca que esta Administración es perfecta. Mucha gente sostiene que pudimos hacerlo mejor, y yo sé que pudimos hacerlo mejor. No seré un candidato agresivo; el pueblo no necesita que alguien más lo perturbe y lo excite".
En cambio, los kennedystas aguardan su salida a la palestra. Explica uno de ellos: "Comenzamos criticando a la Administración y, súbitamente, nos quedamos sin Administración para criticar. Johnson nos quitó los argumentos. Ahora, aunque no lo quiera, Humphrey deberá defender al Gobierno, como Nixon en 1960, y entonces trabajará a favor nuestro". Al mismo tiempo, los consultores de Kennedy se muestran cordiales respecto de HHH y aun trasmiten elogios del propio Bob. Acaso por eso, circulan rumores sobre una fórmula Humphrey-Kennedy.
"De aquí a agosto es poco lo que haré", advierte el Vicepresidente. Nada de primarias, sólo discursos y pronunciamientos por encima de la actual riña McCarthy vs. Kennedy; y, desde luego, la silenciosa conquista del aparato demócrata. No obstante, la suerte de Humphrey depende de factores que él no puede controlar: la volubilidad del cuerpo electoral y, sobre todo, la marcha del Gobierno. Una nueva escalada en Vietnam o nuevas explosiones raciales quebrarían sus chances.
¿Y Nixon? "Será más difícil vencerlo que en 1960 —opino Humphrey—, Pero si yo obtengo la candidatura, lo voy a derrotar." 
PRIMERA PLANA
30 de abril de 1968

 

 


Hubert Horatio Humphrey

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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