Independencia de Israel

'Si lo queréis, esto no será una leyenda'. La frase colgaba, en grandes letras, de una pared del salón principal en el Museo de Arte, de Tel Aviv. También la adornaba el retrato de su autor, el visionario Teodoro Herzl, quien la acuñó al convocar el Primer Congreso Sionista Mundial en Basilea (Suiza), en 1897. Dos banderas con la estrella de David completaban el austero decorado: había llegado el momento de concretar aquella lejana profecía.
Era el 5 de Iyar de 5708, según el Luaj, el calendario hebreo. Para los gentiles, la fecha indicaba el 14 de mayo de 1948. (Hoy, 20 años después, el acontecimiento coincide con el 2 de mayo porque el Luaj es un calendario lunar.)
La muchedumbre se apiñó desde el mediodía frente a la vieja casona de la arbolada avenida Rothschild, donde años antes habitara el venerable Meir Dicengof, primer Alcalde judío de la ciudad. También el nombre de la calle era propicio; el Barón Edmond de Rothschild había financiado, a fines del siglo pasado, las primeras colonizaciones judías en Palestina, inspiradas en los ideales de los Amantes de Sion.
A las cuatro menos cuarto, ya el atardecer, Ben Gurion entró al salón del brazo de Pola, su mujer. Los aplausos lo siguieron a él y a otros once notables, mientras se ubicaban en el estrado. A un costado, los 18 miembros del Consejo del Pueblo no disimularon su emoción; tampoco los ancianos sobrevivientes del Congreso de Basilea.
El auditorio lo completaban líderes de la Ishuv (comunidad), un grupo de cónsules extranjeros y, por supuesto, los rabinos. Ben Gurion empuñó el martillo de madera con que Herzl dirigía las grandes reuniones y lo golpeó contra la mesa. Luego proclamó la fundación del Estado de Israel.
Apenas terminó de leer la Declaración de la Independencia, se cantó el Hatikva (La Esperanza), el Himno Nacional. Quince minutos después, el júbilo unánime recibió un nuevo alimento: USA reconocía al flamante Estado y aportaba un generoso préstamo de 100 millones de dólares. El doctor Jaim Weizman (más tarde primer Presidente de Israel) era en buena parte responsable de esa victoria; en Washington, hasta consiguió que Harry Truman —el mandatario norteamericano— anunciara el reconocimiento ajustando el reloj para tener en cuenta la diferencia horaria con Tel Aviv.
El Consejo del Pueblo y el Movimiento Sionista programaron el acto de independencia que puso a Ben Gurion al frente del Gobierno (Ministro de Relaciones Exteriores: Moshe Shertok). La noche anterior y la mañana del 14 transcurrieron sin que los dirigentes se pusieran de acuerdo en el nombre del nuevo Estado: Eretz Israel (Tierra de Israel), propusieron varios; otros preferían Yehuda (Judea). Ben Gurion laudó: "Se llamará Estado de Israel"; los demás aceptaron. De la docena de Ministros del gabinete, los socialdemócratas del MAPAI retuvieron la mayoría; el resto quedó repartido entre liberales y religiosos.
Esa medianoche concluía el mandato británico en Palestina: a bordo del buque Aurelius partió desde Haifa el séptimo y último Comisionado de Su Majestad Sir Alan Gordon Cunningham. También lo hacían los últimos contingentes de tropas británicas, luego de treinta años de mantener el control de la región. Judíos y árabes quedaron frente a frente. Pero el encuentro no sorprendía a los enemigos: el pleito se cuenta por milenios.
Las esperanzas sionistas tremolaron en 1917, al declarar el Ministro de Relaciones Exteriores británico, Lord Balfour. la simpatía de Su Majestad por el afincamiento en Palestina de un Hogar Nacional judío. Los ingleses tuvieron tiempo para arrepentirse de esas palabras: sus buenos deseos se vieron recompensados enseguida con el mandato sobre Palestina, una fuente de líos que no sirvió para fortalecer los sagrados intereses de Albión en la zona, tan apetecida por bondades que incluían ríos de petróleo y el Canal de Suez. El aluvión de inmigrantes hebreos y su sed de independencia multiplicaron enfrentamientos con la población árabe.
Un plan (los Libros Blancos) para restringir la compra de tierras y la llegada de nuevos contingentes judíos, sólo consiguió alumbrar a la belicosa Haganá, organización clandestina armada de los israelitas, base del futuro Ejército regular, y a los audaces terroristas de la Irgun, Zvai Leumi, acaudillados por Menajen Begin, hoy Ministro sin cartera. Árabes y hebreos distrajeron muchas veces su sangriento match para unirse en atentados y combates contra el ocupante británico.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el Canciller laborista Bevin transfirió el problema a las Naciones Unidas, una recién nacida quimera de fraternidad universal, USA y el movimiento sionista presionaron con éxito y, el 29 de noviembre de 1947, una comisión ad hoc aprobó la división de Palestina en dos Estados: hebreo uno, árabe el otro.
Fue como prender la mecha de un polvorín: indignados por la secesión de territorio que consideran propio, los árabes resolvieron resistir. Un Ejército de Liberación, al mando del general Abdel Kader Husseini, puso sitio a Jerusalén, recién liberado del asedio tres meses después por medio de la ingeniosa Operación Nasjshon. Al Sur de la ciudad santa, las tropas del general Koaukdji arremetieron contra el Gush Etzión, un grupo de colonias que se rindieron mientras Ben Gurion proclamaba la independencia.
En enero de 1948, la movilización general dispuesta por la Haganá llegaba a su apogeo. Los slicks (depósitos clandestinos) quedaron abiertos: abastecían de armas livianas a los pelotones del Jish, la infantería, el eje de la fuerza armada judía. También a las agresivas escuadras del Palmaj (fuerzas de choque), integradas casi totalmente por jóvenes sabras (nativos).
La retirada paulatina de los británicos desató una lucha fiera en ciudades y aldeas. Los comandantes judíos sabían que no bien naciera Israel, los ejércitos de Egipto, Siria, TransJordania (actual Jordania), Siria, Líbano e Irak invadirían Palestina en ayuda de sus hermanos despojados. Una prolija y cerebral estrategia apuntaló el poder hebreo en las Galileas, Occidental y Oriental; Tiberíades, Haifa, Acre, Safed, Yafo y otras ciudades menores fueron parte del dispositivo. Además, mientras la hora se acercaba, los israelíes estrechaban filas, combatían bajo un mando único. Un rosario de cuestiones, en cambio, debilitaba fatalmente al frente árabe.
Por eso, cuando el viernes 5 de Iyar las palabras de Ben Gurion equivalían a una declaración de guerra, los cinco ejércitos árabes que se pusieron en marcha no sabían que estaban derrotados de antemano.
Revista Primera Plana
30 de abril de 1968

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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