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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES


Trágico final de un mito
Indira Gandhi fue asesinada a balazos por tres miembros de su custodia.

Revista Somos
noviembre 1984

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

Cuando la cuenta regresiva definitiva ya había empezado a correr para ella, Indira Gandhi no pasaba revista a ninguno de los actos de su agitada vida política. Contabilizaba apenas los rituales de una agenda sin mayores compromisos y pensaba el comienzo de un discurso que debía pronunciar en pocas horas.
Eran exactamente las 9.32 en Nueva Delhi cuando la primera ministra (rostro día a día más hundido, figura breve, sari hasta los pies) dio los primeros pasos por la corta vereda que une su habitación con su oficina en pleno centro de la capital. Por un momento presintió que algo extraño ocurría, y al levantar la cabeza advirtió que algo inusual rompía la monotonía de la mañana. Luego fue el ojo negro de las armas buscando los suyos, el gesto instintivo de protección con los brazos cubriendo la cabeza, y la descarga definitiva.
Conducida con 8 balazos mortales al Hospital de Nueva Delhi, la mujer más famosa de la India —junto a Golda Meir una de las dos más importantes figuras femeninas de este siglo— murió poco después.

Jarnail Singh fue vengado

 

 

El trayecto desde el lugar del atentado no le permitió recuperar el conocimiento, se dice. Nadie sabrá jamás si en ese lapso la mujer, la estadista, habrá tenido tiempo de repasar en un minuto los últimos 36 años de una vida enteramente entregada a la política.
Como suele ocurrir con los magnicidios —especialmente en países como la India, verdaderos mosaicos étnicos y religiosos— los motivos del crimen parecen haber tenido menos que ver con la política que con la fe. Los miembros de su custodia que descerrajaron contra ella decenas de balazos de Sterling en la mañana del miércoles, pertenecían a la secta sikh, un grupo religioso que pretende desgajar del mapa político de la India la rica región de Punjab. Hace apenas cinco meses Indira había sofocado una revuelta en ese estado provocando una masacre de la que fue víctima Jarnail Bhindranwale, líder de los sikhs y ahora antorcha de combate de los rencorosos miembros de la secta.
Por una de esas curiosas volteretas de la historia Indira encontró la muerte de una manera inesperada y si se quiere trivial (traicionada por sus más allegados, como Julio César, o más recientemente el premier egipcio Anwar el Sadat por causas no solamente políticas.
Ella -que alguna vez había sido acusada por John Kennedy de haber "convertido el océano Índico en un lago particular de la Unión Soviética"- no cayó al parecer víctima de una conjura fraguada por los servicios de inteligencia que históricamente se enfrentan en esa región caliente del mundo. Indira —como también ocurrió con Sadat y con el sha Reza Pahlevi— rindió tributo a su intento de modernizar un país atado a extemporáneos atavismos. Su revolución verde chocó más de una vez con las viejas tradiciones de los poseedores de la tierra, y sus expropiaciones convirtieron a los otrora poderosos maharajaes en los más ardientes enemigos del nuevo régimen.
Hija del Jawaharlal Nehru, fundador del Partido del Congreso y continuador del Mahatma Gandhi, en la oposición al colonialismo británico, Indira tuvo una infancia llena de política, vacía de juguetes, cargada de conciencia y de consignas políticas.
Designada primera ministra de la India en 1966, demostró desde el principio que no pensaba pasar a la historia sólo como 'la hija de Nehru ', adoptando medidas como la nacionalización de la banca privada y la modernización del agro. Cuando en 1971 rompió definitivamente con los anquilosados ex socios de su padre, alguien dijo de ella que era 'el único hombre en un gabinete de mujeres'. No exageró.
Enfrentada constantemente por China y Pakistán, siempre peligrosamente presentes en sus fronteras, Indira se dedicó hábilmente a una política pendular entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, hasta inclinarse finalmente por los primeros ante la incapacidad de Washington para establecer políticas coherentes y duraderas en la región.
Reelegida en 1967, 1971 y 1972, afrontó en 1975 un escándalo político que amenazó con poner fin a su carrera, y debió apelar al estado de sitio, el encarcelamiento masivo de sus opositores y la aplicación de una estricta mordaza a los medios de difusión.
Los vientos sembrados entonces florecieron en 1977 en violentas tempestades. Acusaciones de corrupción administrativa y denuncias sobre su presunto plan para asesinar a sus enemigos políticos volvieron a descargarse sobre ella mientras su popularidad decaía día tras día. En 1978 Indira fue detenida bajo acusación de haber bloqueado —en 1975— una investigación sobre los presuntos negociados de su hijo Sanjay, considerado el monje negro del régimen, con una importante empresa aérea de los Estados Unidos. Su arresto provocó el estallido de multitudinarias protestas populares que durante meses provocaron decenas de miles de arrestos por día, llenando las cárceles de todo el país.
Despreciada, encarcelada, condenada durante años a la pérdida de sus derechos civiles, Indira retornó finalmente al gobierno en 1980 de la mano de un renovado Partido del Congreso. Tras la muerte accidental de Sanjay, la acompañó en el regreso su otro hijo, Rajiv, que acaba de tomar el gobierno tras su asesinato.
Como si alguien le dictara las frases al oído, Indira había prenunciado su muerte un día antes del atentado, durante un discurso en Orissa. "Si muero al servicio del país —dijo—; estaré orgullosa. Estoy segura de que cada gota de mi sangre contribuirá al crecimiento de esta nación." Nadie sabe con certeza si su profecía podrá cumplirse. 


Jarnail Singh fue vengado.
La secta asesina

Un italiano curioso e imaginativo, Emilio Salgari, fue quien por primera vez dio noticia de los thugs, una secta de hindúes asesinos cuya principal actividad era el estrangulamiento de seres humanos mediante invisibles pero letales hilos de una seda de llamativa resistencia. Adoradores de la diosa Khali, en cuyos múltiples brazos ofrecían sacrificios humanos, los thugs eran poseedores de un templo hecho de oro al que ningún infiel podía ingresar sin que le costara la vida.
Los estranguladores de la ficción de Salgari son en realidad los sikhs, integrantes de una secta que protesta contra el sistema de castas vigentes en la India y reclama la independencia del rico estado de Punjab, en cuya capital Amristar está instalado el famoso Templo de Oro.
Los sikhs, cuya combatividad sólo es comparable a la de los ghurkas nepaleses, son 8 millones sobre un total de 730 millones de hindúes, pese a lo cual se han levantado en armas contra el poder central.
En junio pasado Indira Gandhi ordenó al ejército ingresar a sangre y fuego en el Templo de Oro, lo que generó una batalla en la que murieron más de 700 miembros de la secta, incluyendo a su líder, Jarnail Singh Bhindranwale (llamado "el Khomeini de los sikhs"), constituido desde entonces en un mártir. "Indira debe morir", fue la consigna lanzada entonces por los sikhs, tres de cuyos fanáticos integrantes acaban de hacerla realidad, en la mañana del miércoles 31.


Antes fue Anwar el Sadat
Desde que el presidente egipcio Anwar el Sadat fue asesinado el 6 de octubre de 1981 a la vista de todo el mundo y en la situación aparentemente más segura (un acto público con desfile militar al que asistían miles de personas) una ola de frío recorrió en el mundo entero las crestas del poder. El hecho parecía poner fin a la era de los atentados individuales contra jefes de Estado y prenunciar otra: la de los magnicidios cometidos por los propios custodios presidenciales.
El año de la muerte de Sadat había sido precedido —el 30 de marzo— por el solitario disparo con el que John Warnock Hinkley —un veinteañero con problemas mentales— intentó poner fin a la vida del presidente norteamericano Ronald Reagan.
Algunos meses después, el 13 de mayo, el asombro tocó los límites del absurdo cuando un turco de 23 años —presuntamente a sueldo de los servicios búlgaros o la KGB— hirió de un balazo en el abdomen a
Juan Pablo II en plena plaza de San Pedro, ante la atónita mirada de una multitud de fieles.
Lo que conmocionó especialmente a la opinión pública en el caso Sadat fue que el asesinato —exitoso— fuera cometido por los propios guardias del presidente. Lo mismo acaba de ocurrir en el caso de la primera ministra de la India, Indira Gandhi. En ambas ocasiones los motivos políticos se complementaron con otros de orden religioso. Sadat habría sido asesinado por fundamentalistas musulmanes de una secta cercana a los shiítas liderados por Irán por el imán Khomeini, en tanto que la secta de los sikhs estaría detrás del crimen de Indira. La propia primera ministra había sido víctima de atentados con revólveres, cuchillos y piedras a lo largo de su carrera política. Pero los 8 balazos de la mañana del miércoles 31 fueron definitivos.

Luis Castellanos
Investigación: Ana Barón (París) Walter Sequeira

 

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