Alemania invade Austria

 

 

 

 

 

 

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Los brazos levantados parecían un campo de margaritas. El coro de 'Zieg Heil!' rayaba incesantemente el aire: visto desde lejos, el Mercedes Benz del Führer era, dijo un testigo, como "el carro del profeta Elías subiendo a los cielos". El profeta en persona sonreía desde el asiento trasero, transfigurado, con un imperceptible temblor en los bigotes ralos. Aquel 12 de marzo de 1938, hace treinta años, Adolfo Hitler aceptaba jubiloso su endiosamiento a cambio de una muerte: la de Austria, su país natal. Parco en exhibir toda emoción que no fuera la cólera, el Führer condescendió esta vez a deslizar algunas lágrimas: no había vuelto a su ciudad, Linz, desde 1906. Ahora había aniquilado la frontera que la separaba de Alemania, a 30 kilómetros, y estaba a punto de extender esa frontera hasta las costas del Mediterráneo; al amanecer, sus unidades blindadas habían consumado, sin entrar en combate, la anexión de Austria al Tercer Reich, el Anschluss. Los mil años de gloria prometidos por el Führer empezaban en ese momento.
Ya en 1924, en Mein Kampf abogaba por la incorporación de los siete millones de austriacos al gran tronco germano; preveía el mismo destino para los tres millones de habitantes de la región sudeste, en la Checoslovaquia occidental.
Desde que se encaramó al poder, en 1933, el cabo bohemio (como lo ridiculizaban los aristócratas prusianos, aludiendo a su grado militar durante la Primera Guerra y a sus escarceos como dibujante) construyó sin pérdida de tiempo las catedrales para sus dioses: en Viena, las quintas columnas del Partido Nazi empezaron a gestar la caída del Gobierno. Trabajaban en terreno abonado: la coalición fascista-clerical, que controlaba todos los resortes del Estado austriaco, se estaba cayendo a pedazos. "El 12 de febrero de
1934, para escarmentar a la oposición, veinte mil soldados y milicianos atacaron los barrios obreros y la artillería arrasó casi doscientas casas. La prolija hecatombe inmoló a unos mil quinientos "revoltosos" y sirvió para silenciarlos. También contribuyó a aumentar las reyertas internas. Hitler no esperaba otra cosa.
Seguro de que la ocasión había madurado, ordenó la insurrección el 25 de julio de 1934: ese mediodía, 154 miembros de las SS, Estandarte 89, con uniformes del ejército austriaco, se apoderaron del edificio gubernamental y asesinaron de un balazo en la garganta al Canciller Dollfuss, jefe del gabinete. Otro grupo de asalto ocupó la estación de radio y anunció la renuncia de Dollfuss, mientras los partidarios se lanzaban a las calles proclamando la anexión al Tercer Reich. Poco duró el entusiasmo de Hitler, que recibió las primeras noticias mientras asistía al Festival Wagner, en Bayreuth: dirigidas por el doctor Kurt von Schuschnigg, futuro Canciller, las tropas austriacas ahogaron la rebelión en pocas horas y sin demasiado trabajo.
Otra movilización ayudó al Gobierno de Viena: Mussolini envió de inmediato cuatro divisiones al Brennero, para garantizar con las armas la independencia de Austria, Los intereses italianos en el sur del Tirol enfrentaron a los dos dictadores; Hitler cedió: condenó el crimen de Dollfuss y la asonada; la prensa regimentada de Alemania no protestó cuando trece cabecillas nazis fueron ahorcados.
Hitler no se impacientó: el 2 de marzo de 1936, von Blomberg, su Ministro de la Guerra y Comandante de las Fuerzas Armadas del Reich, dio orden de ocupar Renania, la zona desmilitarizada del Rhin en la frontera con Francia; la violación del Tratado de Versalles era flagrante. Los aliados perdieron entonces su mejor oportunidad para terminar con la aventura nazi, y en Berlín una explosión de júbilo popular fortaleció a Hitler; el Führer movió sus alfiles y se desembarazó de los generales conservadores del Estado Mayor, que se oponían a la provocación; la maniobra descabezó también a buena parte del gabinete y los claros fueron cubiertos por nazis incondicionales.
El rearme alemán, tolerado por las potencias europeas, el acercamiento entre Hitler y el Duce (preocupado ahora por sus campañas de conquista en Abisinia y por los legionarios que combatían en la guerra civil española en favor de Franco), y la vocación de apaciguamiento que ganó al Gobierno austríaco, preparó el terreno para la invasión. En julio de 1936, Schuschnigg suscribió con el Tercer Reich un pacto, por el que Alemania se comprometía a respetar la independencia de Austria. Era un canto de sirena: las cláusulas secretas del acuerdo garantizaban impunidad para el movimiento filonazi, que dirigía desde Viena el abogado Seyss-Inquart.
Para apurar la cosecha, desde Berlín se ordenó una ola de terrorismo contra los políticos e intelectuales hostiles al Anschluss. Decidido a calmar al Führer, el ingenuo Schuschnigg reclamó una nueva entrevista que fijara las condiciones para mantener la integridad de Austria. Franz von Papen, el astuto Embajador alemán en Viena, armó con el dictador una trampa perfecta; convencido de la buena voluntad germana, el sucesor de Dollfuss peregrinó al refugio de águilas de Obersalzberg, donde Hitler lo esperaba con su corte de generales. Allí fue abrumado por una tragicomedia de amenazas y rabietas del Führer, que exigió el nombramiento de Seyss-Inquart y otros títeres en los cargos clave del Gobierno. Schuschnigg intentó una débil resistencia, pero al fin capituló. El 16 de febrero de 1938, la policía y el ejército austriacos quedaron en manos de los nazis; mientras los servicios secretos del almirante Canaris propalaban los rumores de fuertes preparativos militares de invasión, las bandas de Seyss coparon las calles de Viena. Desesperados, Schuschnigg y el Presidente Miklas decidieron llamar a un plebiscito nacional para el 13 de marzo. "El pueblo decidirá si quiere; que sigamos siendo libres o no", imploró el Canciller por la radio. Ya era tarde: tres días antes, Hitler ordenó que: a la medianoche del 11, las Panzer División y la infantería arremetieran hasta ocupar totalmente el país, aplastando cualquier resistencia. Se exigió la renuncia de Schuschnigg; el Presidente Miklas la aceptó, pero no quiso designar Canciller a Seyss-Inquart. Pero, descartada toda defensa armada, él también debió capitular. Seyss se apresuró a pedir la entrada del ejército alemán "para garantizar el orden": la ocupación se realizó sin disparar un tiro. Desde Roma, Mussolini bendijo la agresión proclamando su neutralidad; Francia y Gran Bretaña también se lavaron las manos. Hitler paseó por Linz y, el 14, durmió en el Hotel Imperial de Viena. Esa noche, sin que nadie lo adivinara, empezó la Segunda Guerra Mundial. 
revista primera plana
5 de marzo de 1968
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