Alucinógenos
Un arte para sacar a Marienbad del hospicio

 


Huxley


Watts

 

"¡Ahora y aquí, muchachos! ¡Ahora y aquí!", gritan los papagayos en la última novela del desaparecido Aldous Huxley. Kepiten una vieja máxima budista, por la que se describe el paso máximo en el camino de la liberación espiritual. Semejante meta mística, sin embargo, les resulta muy accesible a los personajes de la novela: toman drogas.
La ingestión de ciertos productos químicos perturbadores, con la finalidad de lograr éxtasis religioso, se ha reeditado varias veces en la historia de la humanidad. Los antiguos dioses arios —cuentan los Vedas— bebían un licor espirituoso, el soma. Los indios de México y del Sudoeste norteamericano comen ceremonialmente una raiz, el 'peyótl', que los transporta a estados paradisíacos de exaltación. Las brujas medievales, durante las noches del sabbat, se comunicaban con el demonio después de devorarse extraños mejunjes confeccionados con carne de serpiente y caldo de sapos comunes.
Otros indígenas de América se regalaban con deliciosos festines de hongos, luego de lo cual penetraban en las zonas prohibidas de la mente. Todas estas situaciones tenían algo en común, y fueron los investigadores científicos contemporáneos quienes iban a descubrirlo.

El diablo come hongos
Según pudo establecerse, la composición química de los principios activos contenidos en los hongos místicos, el cacto peyótl y aun la carne de sapo, era muy parecida a la de sustancias básicas en la economía fisiológica: la adrenalina y la serotonina. Parecidas, pero no iguales, las sustancias extrañas invaden el cerebro y se instalan en lugar de las normales. De inmediato, el sujeto empieza a sentir experiencias curiosísimas, sobresaltos y fascinantes versiones, que le acometen sin cesar.
Por eso, justamente, se ha llamado "alucinógenos a la mescalina —el principio activo del peyótl—, a la bufotenina (la cuasi serotonina de los sapos), a la sustancia sacada del hongo 'psylocibe cubensis' (psilocibina) y en general, a toda esa familia del arsenal químico moderno.
El más conocido de los alucinógenos es, empero, la 'dietilamida 25 del ácido lisérgico', descubierta al estudiar las propiedades de otro hongo, el cornezuelo del centeno. El ataque de locura colectiva, padecido cada tanto tiempo en algunas zonas europeas, preocupaba a los hombres de ciencia. Si toda una ciudad entera caía en el frenesí con todos los síntomas de una esquizofrenia galopante, y si después de unos días la enfermedad parecía desaparecer sin dejar rastros —para regresar inesperadamente cuarenta o cincuenta años después— tenía que haber una causa muy concreta. Era así: el traicionerísimo hongo brotaba en los graneros, se apoderaba de los alimentos comunes y tradicionales de la población y creaba lo que empezó a llamarse "la harina del diablo".
De ese horror vino a extraerse la dietilamida del lisérgico (LSD-25), que ha colmado de gozo a los expertos, ya que posee en altísimo grado las propiedades de su familia química:
• No es tóxica. Eso distingue por completo los alucinógenos de la cocaína, el opio, la marihuana y demás drogas que dan trabajo a la policía.
• No produce acostumbramiento. Es decir, no existe la adicción física característica de las sustancias opiáceas. Se puede acostumbrar un sujeto, psicológicamente, a la mescalina o al lisérgico, claro, igual como es posible habituarse a cualquier cosa: hubo un caso célebre, entre los psicólogos, de una señora que se aficionó enfermizamente a la salsa de tomates. Pero sustraérsela sólo le ocasionaría trastornos psíquicos. En cambio, a un adicto al opio no se le puede cortar la droga de golpe, porque su cuerpo no resiste la ausencia de su muleta química.
• Libera contenidos reprimidos en el inconsciente, sin que el individuo pierda el control de su personalidad. Es como en una borrachera alcohólica liviana, aunque sus concomitantes desagradables (mareos, náuseas, vómitos) están normalmente fuera del cuadro físico previsto. Se da el caso, sin embargo —como lo saben muy bien quienes han pasado por el psicoanálisis— de que afloren recuerdos muy taponados e inquietantes, capaces por sí solos de provocar descomposturas.
• Todo ello vuelve peligroso tomar alucínógenos sin asistencia del psicólogo y preferentemente del médico especializado. En las culturas primitivas, era el sacerdote quien ejercía semejante rol, y el aparato ceremonial soslayaba el riesgo de que el devorador de cactos o de hongos, queriendo comunicarse con el cielo, fuera a entablar contacto con Satanás.
Los personajes de "La Isla", al suministrarse vivencias místicas por medio de psicofármacos no hacen sino reproducir, en verdad, lo que llevara a cabo su autor en la primavera de 1953. Aldous Huxley recogió en un pequeño libro de gran éxito ("Las Puertas de la Percepción") sus aventuras con la mescalina.

El misticismo químico
El escritor, apasionado por los misterios religiosos orientales, vivió instantes que él compara con los éxtasis de los místicos de Europa y de Asia. Más tarde —en 1960—, otro orientalista inglés, residente en los Estados Unidos, el budista (Zen) Alan Watts, iba a reeditar el asunto con la ingestión de ácido lisérgico. Ninguno de los dos tuvieron alucinaciones propiamente dichas. Más bien profundizaron en la percepción, le arrancaron su "colador" cultural.
Los psicólogos saben hasta el hartazgo que se mira un objeto desde cierta perspectiva impuesta por la sociedad al chico, y mantenida después durante toda la vida. Un mismo paisaje nunca es percibido igual por dos personas provenientes de medios opuestos y con intereses que difieran: se fijan cada una en elementos distintos, estructuran la imagen a su manera, según el significado que buscan.
Los alucínógenos consiguen dinamitar los diques sociales y enfrentan a quien los toma —sostienen Huxley y Watts— con las cosas tales como son. La primera consecuencia es que podrían servirle muchísimo a los artistas, sobre todo cuando falla la inspiración espontánea. La segunda es que el nombre de alucínógenos (sustancias que producen alucinaciones) es inadecuado. Habría que proponer otro.
Antes de que se extinguiera su vida, el año pasado, Huxley acuñó un término con dos rispidos vocablos griegos: phanerós, manifiesto, y thymós, ánimo, espíritu. Inmediatamente le escribió un pequeño poema a su amigo el psiquiatra Humphrey Osmond —un inglés que trabaja en el Canadá—, célebre en los círculos psicofarmacológicos por sus investigaciones sobre el origen químico de la locura común. Decía Huxley:
Para convertir a este mundo mundano
en algo sublime, 
simplemente tome un gramo 
de fanerotime.
A vuelta de correo, el novelista recibió la réplica de Osmond:
Para hundirse en el infierno
o remontarse, angélico,
basta una pizca de psiquedélico. 
El psiquiatra había apelado a ciertos sinónimos griegos de las palabras de Huxley, alterando el orden pero no el sentido. Su terminología —tan ingeniosa como la del soñador de "Un Mundo Feliz", pero más eufónica— está imponiéndose con rapidez, y ahora los expertos ya hablan de drogas 'psiquedélicas' con la misma soltura con que antes aludían a los alucinógenos. Cualquiera sea su nombre, lo cierto es que las aplicaciones de los 'psiquedélicos' siempre han sido imaginativas. Los poetas y pintores ya acuden a ellos a la par de los aficionados a budismos químicos. Hay psicoanalistas (no demasiado ortodoxos) que inyectan lisérgico a los pacientes muy bloqueados, a fin de acelerar el tratamiento. Y hay sujetos que son tan enfermos como los pacientes de los psicoanalistas, pero se visten de artistas y en los cafetines beatniks de USA se dopan con hongos mágicos, en vez de los consabidos cigarrillos de marihuana.

El manicomio lisérgico
No obstante, el último uso registrado del LSD resulta ingenioso, aun en el ingenioso mundo psiquedélico. Osmond —que ahora tiene 47 años y dirige el equipo de investigaciones en el Instituto Neuropsiquiátrico de Nueva Jersey— se alió a un arquitecto canadiense de origen japonés para diseñar un hospicio al 'lisérgico'.
Barbotando las sílabas como una ametralladora, Osmond alistó su mejor acento inglés, mientras confesaba a los periodistas de Newsweek que hasta el momento "los hospitales, neuropsiquiátricos han sido desagradables, cuando no decididamente dañosos para sus enfermos internados, a causa de que es muy difícil entrar en el ámbito mental de un esquizofrénico".
Los científicos —y especialmente el propio Osmond— han probado, además, la semejanza entre la esquizofrenia y los estados inducidos por alucinógenos. La solución: darle ácido lisérgico al arquitecto antes de que trazara los planos de un manicomio modelo. Cobayo del experimento fue Kyo Izumi, de 44 años. Trastornado temporariamente por la droga, Izumi visitó varios establecimientos mentales con el propósito de "verlos desde el punto de vista de un psicótico". Fue escalofriante. La experiencia normal de caminar por el pasillo del hospital se trocó en una pesadilla similar a las de "El Año Pasado en Marienbad". Recuerda Izumi: "Me arrastraba por un corredor enorme, sentía que no llegaría nunca al final."
Pero llegó, y el final fue un hospital insólito en la ciudad de Yorkton, Saskathewan, construido por Izumi y Osmond de acuerdo con las lecciones aprendidas. Los edificios no parecen aplastantes ni dan la impresión de crecer cuando se los contempla de cerca. Los dormitorios son todo lo pequeños que permiten las normas de seguridad, los pasillos fueron proscriptos y la gama de colores fue pensada para evitar los efectos hipnóticos que identifican a las pinturas 'op art' de Vasarely.
Un poco padre de la criatura, Osmond está eufórico con la novedosa utilidad de los psiquedélicos. "Por fin vamos a tener hospicios —dijo— que no les causen a los pacientes más mal del que ya tienen."

Primera Plana
29 de junio de 1965