Beatles
El exilio y el reino
Comentario sobre el film Help

 

 

 

 

 

 

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El exilio y el reino
"Me ha tocado la mala suerte de tener que decirte que los muchachos no te quieren en el grupo, Peter —murmuró Brian Epstein, el manager, desviando la vista de su estupefacto interlocutor—, Eso es todo". Peter no dijo nada porque no tenía carácter para discutir, ni entonces, en el otoño de 1962, ni ahora, cuando no puede hacer otra cosa que lamentarse porque sus ingresos no le alcanzan para mantener a su familia. Lo que hizo, en cambio, se resume en las palabras que le disparó, a un periodista, hace menos de un mes, para explicar su actitud: "Crucé la calle y tomé cinco whiskies; después, me fui a casa a llorar".
Probablemente, esa inercia entraba en los cálculos de sus socios, cuando decidieron deshacerse de él, Pero, con todo, no es una explicación suficiente para aceptar el patético destino de Peter Best, un baterista de Liverpool, de 23 años, exonerado en 1962 de un conjunto que comenzaba a hacerse famoso: The Beatles, cuatro desenfrenados adolescentes que habían transitado por los nombres de The Quarrymen y The Silver Beatles, antes de encontrar el nombre y el estilo que los llevaría al alto cielo de la celebridad, precisamente con la ayuda del repudiado Peter.

Así que pasen cinco años
¿Por qué se produjo la ruptura? Desde el Olimpo de sus condecoraciones reales y sus millones de libras esterlinas, los Beatles contestan invariablemente con un epigrama o un gag a esta pregunta. Menos requerido por la prensa, maniático en su desconsuelo, Peter Best arriesga, en cambio, su interpretación del affaire: "Creo que fue por envidia —afirma—, y porque temían el crecimiento de mi popularidad personal",
La historia de su relación con el grupo parece acercarse bastante a esa teoría, John, Paul y George se completaban en 1960 con un contrabajista llamado Stu Stutcliffe, quien abandonó el conjunto al año siguiente, y murió poco después de un síncope. Por aquel entonces, los muchachos ganaban media libra diaria cada uno, por atender largas veladas en los clubes nocturnos de Liverpool. En agosto de 1960, un representante les ofreció la posibilidad de recorrer Alemania, con la condición de que agregasen un baterista al conjunto: Peter Best fue la sexta y última prueba que tuvieron que hacer entre los aspirantes. Ese viaje sirvió de trampolín hacia la segunda etapa del grupo: medio año más tarde, cuando regresaron a Liverpool, las ocho horas diarias de trabajo que habían soportado en la gira redituaron una inesperada popularidad.
Para abril de 1961, los Beatles consiguieron instalarse en el Cavern —el más célebre club nocturno de la ciudad— ganando 100 dólares por noche, una cantidad que dependía casi exclusivamente del apuesto y enigmático baterista, por quien las muchachas deliraban de entusiasmo.
"No sabía que pudiera molestar en nada a los otros muchachos —memora el candoroso Peter—: vivieron en mi casa hasta el final de nuestra amistad, y nunca me hicieron ningún reproche. Sin embargo, cuando terminó todo, me di cuenta de que lo habían planeado durante meses". Más que eso: los Beatles jugaron entonces una carta decisiva. Citando el promovido Ringo Starr ("a él también lo conocía mucho, y no me dijo nada") ocupó el lugar de Peter, el conjunto estuvo a punto de naufragar en el fracaso. "Queremos a Peter", aullaban las adolescentes, que llegaron a agredir físicamente al hirsuto reemplazante. Sin embargo, cuando los discos comenzaron a extender la fama del equipo mucho más allá de Liverpool, el grito de guerra de los fanáticos ("Peter Forever! Ringo Never!"), repetido como una letanía durante meses, se calló definitivamente.
Hasta tal punto fue así, que "El Beatle perdido" (como llamó el periodista Arthur Whitman a Peter) sobrevive lastimosamente en la actualidad, al frente de The Peter Best Combo, un conjunto cuyos ingresos no permiten que su director alquile una casa para él, su mujer —una hermosa muchachacha llamada Kathy— y su hija de 11 meses. Cualquiera que lo ve ahora, sumido en la rutina de los músicos de segunda línea, eternamente a la espera del contrato salvador, puede comprobar una evidencia: a los 23 años, Peter Best es un auténtico fracasado. "Nunca me hizo bien ser un Beatle —confiesa a quien quiera oírlo—, pero mientras ganaba 250 libras semanales era divertido. Ahora mis mejores semanas son de 12 libras: esto es el infierno."
Los tres triunfadores, por su parte, no parecen tener tiempo para leer los diarios y enterarse de esas lamentaciones: es lo que puede imaginarse cuando se sabe que, desde la enigmática ruptura, no han vuelto a comunicarse con el repudiado Peter Best.
Primera Plana
diciembre 1965

Un toque de genio
¡SOCORRO! (Help!, Gran Bretaña, 1965). Producción de Walter Shenson-Subafilms, presentada por Artistas Unidos. Director. Richard Lester, 92 minutos.
Hay que verla tres veces para gozarla mejor. Son tantas las sorpresas, tan originales las ideas, tan veloces algunos datos de humor, que una parte del público transitará, sin pausa, de la carcajada al desconcierto. En su segundo film con los Beatles, el joven director americano Richard Lester ha procurado alejarse aún más que en Yeah, Yeah, Yeah! de los moldes convencionales.
Lo que cuenta es casi nada. En una ceremonia de fanáticos hindúes (con la que el film comienza directamente) se advierte que el sacrificio final no podrá realizarse hasta rescatar el anillo monstruoso que la víctima debe usar en su último minuto. Por motivos nunca aclarados —aunque se sabe que su apelativo responde a una pasión por tales alhajas—, el anillo está en un dedo de Ringo, el baterista de los Beatles. Los fanáticos interrumpen la ceremonia, consultan la agenda de vuelos de la BOAC (British Overseas Airtransport), van a Londres y comienzan la lucha por el anillo, que ocupa una hora y media del relato, sin otra interrupción que la lucha paralela que, con idéntico objetivo, emprendan dos
enloquecidos hombres de ciencia británicos. En una casa, en una taberna, en un subsuelo, en los Alpes, en un campo abierto, en las Bahamas, en el cuartel de Scotland Yard, en el propio palacio de Buckingham, los cuatro Beatles aparecen continuamente acechados por sus perseguidores, y continuamente protegidos por una dama joven, hasta un final insólito.
En esta peripecia no hay otra regla que la libre imaginación, con un espíritu juvenil que procura desobedecer todas las limitaciones y que consagra los más desopilantes disparates como recursos legítimos. Un tigre amenaza a Ringo y alguien advierte que para calmarlo sólo hay que cantar el movimiento final de la Novena Sinfonía de Beethoven (opus 125). Una piedra de esmeril puede deshacerse hasta el polvo cuando con ella se intenta cortar el anillo maldito. Un buzón de correos esconde a un delincuente que se aferra desde dentro a la mano del anillo. En una superficie interminable de hielo se abre un agujero, y de allí emerge un nadador que pregunta solemnemente por dónde debe tomar para llegar al puerto de Dover. Tras infinitas peripecias ciudadanas, los Beatles deciden que el único sitio tranquilo para grabar una canción es el campo desierto, adecuadamente vigilado por el ejército; y por un túnel subterráneo, los fanáticos emprenden el único de los ataques posibles a ese cuidado bastión enemigo. Un centenar de estas ideas alimentan la anécdota, a veces para crear situaciones, a veces para el chiste lunático, como el letrero final que dedica el film a la memoria de Elias Howe (un inventor americano, 1819-1867, nacido en Spencer, Massachusetts), que en 1846 patentó la primera máquina de coser.
El espíritu de esa invención es el de Loquibambia (1940), aquella gran farra que Hollywood adaptó de una exitosa otra teatral (Hellzapoppin' ), proponiendo cambios incesantes de acción, lugar y tiempo. En manos de Richard Lester, la invención está respaldada por una fingida seriedad para elaborar disfraces, sistemas de ataque y de defensa, alusiones modernas que llegan hasta James Bond y el Rayo Láser, solemnes preparativos militares. Pero no pierde un segundo en vueltas previas. Cada secuencia comienza siempre en el centro de la atención, culmina explosivamente y es sucedida de inmediato por otra, que obliga a olvidarla, despreocupándose, a menudo, de la lógica y de la mera probabilidad. Prodigiosamente, ese frenesí contrasta con algunos toques de la flema inglesa, para la cual un chiáfe nunca es tan gracioso como una irónica observación lateral. El aire despreocupado y superior con que los Beatles, su defensora y el inspector de Scotland Yard afrontan feroces maniobras criminales, es el dato humorístico más constante de toda la narración.
Hay otra virtud más rigurosamente cinematográfica. Después de dominadas todas las técnicas, a un grado tal que la fotografía en color asombra por sus efectos (sus esfumados, sus imágenes deliberadamente alejadas del foco, sus rápidos recorridos de cámara), Richard Lester ha resuelto reírse de todo convencionalismo en la narración y en la descripción. Mantiene íntegras las canciones, y nadie podrá quejarse de que no le dejen escuchar debidamente a los Beatles; pero, en cambio, fragmenta sin cesar las imágenes respectivas, concediendo apenas segundos en la toma a cada uno de los cuatro intérpretes (para lo cual se prestan admirablemente los contracantos y réplicas). En algunos de los números, y más notoriamente en She's Got a Ticket to Ride (con ambiente alpino) la fragmentación llega a la incorporación fantástica de tomas disímiles que saltan, en segundos, de los resbalones por la nieve a la acumulación de los cuatro Beatles sobre un improbable piano en plena alta montaña, sin contar con las imágenes volcadas de costado o los relámpagos de color.
Esa variedad incesante da al film un nervio peculiarísimo, como un equivalente visual a la fantasía de la música. Quienes apreciaron a Lester por Rimning, Jumping and Standing Still (once minutos de humor lunático, con Peter Sellers, que se exhibió fugazmente en un festival montevideano del SODRE) saben que el director ha manejado ese estilo desde 1959. No lo inventó para los Beatles ni lo derivó de ninguna "nueva ola" francesa: lo cultivó durante años y consiguió aplicarlo, con milagrosa armonía, al conjunto musical que más lo necesitaba para sus apariciones cinematográficas. En esa coincidencia hay un toque de genio.
PRIMERA PLANA
enero de 1966
Vamos al revistero