Vida Moderna
Beatniks: Los invasores de París


Dejándose estar, en las veredas de París

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Al centro, el señor Popoff -izq- y Vargas Llosa


Los turistas espían, ellos, sólo esparan corromperse o morir

Fotos: María Cristina Orive

 

 

Llegan a las puertas de París solos o por parejas, a pie o en auto-stop y, observados con curiosidad, antipatía e incluso alarma, por los transeúntes, avanzan todos en la misma dirección: el Barrio Latino. Parecen uniformados, vastas cabelleras que barren sus espaldas, barbas exuberantes, blue-jeans rotosos y graientos, suéteres o casacas descoloridas por el tiempo y la mugre, zapatones de campesinos y, al hombro, una mochila o un pequeño atado pringoso. Vienen de todos los países con los bolsillos vacíos y, como ocurrió hace algún tiempo en Gran Bretaña, Alemania Federal y los países nórdicos, son objeto, ahora, en Francia, de la solicitud maligna de la prensa, la radio y la televisión. Los llaman los beatniks.
¿Adonde van? A una callejuela breve y angosta, la rue de la Huchette, donde en un teatrín de cincuenta butacas, un desconocido llamado Ionesco estrenó, hace diez años, una obra de título insólito, 'La cantante calva', que todavía sigue en cartelera. Pero ellos no se interesan por el teatro y lo que los atrae de la rue de la Huchette es un pequeño cafetín sombrío y destartalado, bautizado por los periodistas como el cuartel general de los beatniks: Chez Popoff.
Hace diez años, precisamente, al mismo tiempo que Ionesco iniciaba, a pocos metros de distancia, su carrera teatral, el señor Popoff, un griego sexagenario nacido en los suburbios de Salónica, comenzaba una curiosa aventura. Dos adolescentes vagabundos, rendidos de hambre, suciedad y fatiga llegaron a las puertas del cafetín (frecuentado entonces por nordafricanos y estudiantes) y pidieron un vaso de agua y un rincón cualquiera donde descansar un momento, lejos del fuerte sol del verano que empezaba. El señor Popoff accedió, les permitió dejar sus mochilas en la trastienda y les ofreció cigarrillos. Una década después, Chez Popoff se ha convertido en el hogar parisino de esos perpetuos transeúntes que recorren Europa en todas direcciones, sin un centavo, se alimentan con pedazos de pan y de queso, duermen bajo los puentes y en los parques, piden limosna, bailan en las calles y reivindican la vida marginal.
"¿Quiénes son estos muchachos?" —dice el señor Popoff, con sorpresa—. Nadie del otro mundo, gente como usted o como yo. Todos ellos han nacido entre 1939 y 1945, y su infancia, vivida en condiciones terribles, los ha marcado para siempre. Se les reprocha ser pesimistas y detestar el trabajo, pero no hay que olvidar que los ejemplos que tuvieron de niños fueron poco aleccionadores: bombardeos, matanzas, contrabando. No es culpa de ellos, tampoco, si la civilizada Europa no tiene otro ideal de vida que proponerles que quince años de estudios, para luego pasarse cuarenta años calentando uno de los diez mil escritorios de un Ministerio, y la vaga alternativa de un cataclismo atómico o una jubilación más o menos sórdida. ¿Se ha fijado que la mayoría de estos jóvenes vienen de los países que se consideran más desarrollados? Es bastante significativo que naciones que han superado los problemas sociales básicos, que aparentemente han logrado establecer un sistema justo, como Suecia, engendren este tipo de rebeldía pasiva, pero absoluta, como la que encarnan estos muchachos. Porque empeñarse en ser un mendigo, un vagabundo, un muerto de hambre, en una sociedad donde ya no hay ni mendigos, ni vagabundos, ni muertos de hambre, es una forma de mostrar descontento contra esa sociedad, ¿no cree?"

Las vidas ordenadas
Pero el señor Popoff no es un mecenas por estas razones abstractas, que sólo aparecen en sus labios ante la insistencia de los periodistas. Para él todo se reduce a un problema de solidaridad humana: "Yo los ayudo porque necesitan ayuda. Les permito que dejen aquí sus cosas durante el día, porque no tienen dónde hacerlo. Los dejo que se laven en ese lavador, y les proporciono toallas y jabón, y les permito que pasen aquí el día sin consumir nada porque no tienen dinero. Yo ya estoy viejo, no tengo hijos y no me interesa hacer negocio. Se dicen muchas mentiras sobre estos jóvenes. La Prefectura de París me ha convocado ya varias veces y siempre es el mismo diálogo: 'Nosotros los perseguimos y usted los protege', me dicen los policías. Y yo: 'La hospitalidad es una tradición francesa'. 'Pero ésos son ladrones, borrachos y degenerados', dicen los policías. Y yo: 'En diez años, jamás me han robado ni un centavo; la mayor parte de ellos no bebe alcohol, sino leche, y el único vicio que les conozco es viajar de un lado a otro, no estar jamás mucho tiempo en un mismo sitio'."
La vida de un beatnik en París es, contrariamente a lo que podría imaginarse, bastante metódica. A las 7.30 de la noche, el señor Popoff penetra en el atestado y humoso cafetín, se abre paso como puede entre la multitud de jóvenes sentados en las mesas, las sillas, el suelo y las ventanas y (en los cinco idiomas que domina) anuncia el cierre del local. Ellos recogen sus bultos y salen ordenadamente.
Media hora después, el señor Popoff se acuesta y se duerme en paz con su conciencia. Ellos merodean por los Malecones, la isla de la Cité, el Boulevard Saint Michel y a las 8.30 se los ve, inverosímiles, larvales, pestilentes, agolpados a las puertas de la parroquia de Saint Séverin, donde se les distribuye una sopa, gratuitamente. "Los dos problemas fundamentales son cómo comer y dónde dormir", dice Jack Wallace, 21 años, escocés, de Glasgow: en París, el primero se resuelve fácilmente, gracias a la generosidad de Popoff, a la sopa de Saint Séverin y a las monedas que uno se puede ganar dibujando algo con tiza en las veredas o cantando en las terrazas de los cafés, y pasando el sombrero. Aquí el problema es el segundo; los soplones empiezan a recorrer los puentes a las cinco de la mañana y si lo encuentran a uno durmiendo, lo embarcan. Los parques están cerrados y las rejas son muy altas; no es como en Madrid, donde es muy fácil saltar la verja del Retiro, o como en Londres, donde los parques no están protegidos. En las bocas de los metros es imposible, porque ahí están los 'clochards' y no sería justo desalojarlos. Por eso estamos obligados a dormir muy pocas horas, y por turnos, para burlar a los soplones, en las iglesias, en las terminales de autobuses, etcétera."

Nada de literatura
El beatnik (todos se extrañan de esta apelación, sólo unos cuantos han oído hablar de Ginsberg, Ferlingheti, Corso; a ninguno de los que se consultó le interesaba la literatura) es un solitario. "Tiene que ser así —dice Kenneth Runsoe, 18 años, de Estocolmo—; para hacer auto-stop hay que ser uno o, a lo más, dos, sino jamás pararía un automóvil. En algunos países, es necesario que la muchacha vaya siempre acompañada de un chico. En Italia, por ejemplo, donde todos los conductores tratan de aprovecharse de una."
Si se les pregunta por qué visten así, hombres y mujeres responden que cuando se vive trotando por el mundo sin un medio, no se puede cambiar de traje todos los días. Pero Jean Mercier, 17 años, de Lyon, da otra explicación: "Para no parecerme a usted, ni a los demás esclavos del mundo. Esta ropa que llevamos es el uniforme de la libertad". Jean comenzó a viajar hace dos años, cuando tenía 15. Ha atravesado toda Europa, con excepción de Rusia, en auto-stop. Su familia lo hizo arrestar dos veces por la policía y lo obligó a regresar al hogar. El se fugó en ambas ocasiones y ahora lo dejan en paz. Es un muchacho bajito, cínico ("un franco por dejarme fotografiar, un cigarrillo por cada respuesta a sus preguntas") y un excelente fraseólogo: "¿Hasta cuándo voy a vivir así? Hasta que me corrompa o muera".
Resulta difícil saber si detrás de esta vida hecha de tránsito, penuria e insolencia, hay una ideología más o menos coherente. Todos hablan de "libertad", "anticonformismo", pero muy pocos confiesan interesarse por problemas políticos o sociales. Según Peter Scheuffer, de Munich, 22 años, la generación beatnik es un producto del budismo Zen: ¿qué es eso?, preguntó una muchacha pelirroja y harapienta, abriendo los ojos como platos. Algunos se dicen anarquistas, otros socialistas, pero no parecen muy convencidos. En realidad, uno tiene la impresión de que la ideología que profesan se reduce a unas cuantas premisas simples: odio a muerte al policía de todas las ciudades del mundo que los acosa sin descanso, desprecio del turista que los fotografía o viene a pasear ante el cafetín de Popoff como si fuera un zoológico, indiferencia o desdén hacia los demás mortales. Es falso, también, que haya una inquietud artística que respalde su actitud: ninguno de los parroquianos de Chez Popoff confesó interés por los libros o los cuadros; sólo unos pocos por el cine. Entre ellos, las conversaciones giran, principalmente, en torno de cosas prácticas: direcciones de mecenas semejantes al señor Popoff en otros lugares de Europa, ¿es fácil hacer autostop en Grecia?, ¿se puede pintar en las veredas, en Portugal?, ¿la policía turca es tolerante o terrible?, ¿los daneses necesitan visa para entrar en Túnez? Escuchándolos, resulta evidente que lo más importante, para ellos, es el hecho mismo de viajar, no conocer otros países sino desplazarse, estar en movimiento. A este respecto, el señor Popoff cuenta una anécdota. Dos jóvenes alemanes pasaron por el cafetín hace cuatro años. Soñaban con llegar a la India. Dos años después, aparecieron en la rué
e de la Huchette y entusiasmados, exclamaron: "Llegamos hasta Benares, Monsieur". "¿Y para qué han vuelto?", preguntó Popoff. "Para contárselo."
7 de setiembre de 1965
PRIMERA PLANA