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For Clyde's a Jolly Good Fellow

 

 

 

 

 

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Desde hace cinco meses, Bonnie and Clyde, el último film de Arthur Penn, bate dos clases de records en los Estados Unidos e Inglaterra: sus recaudaciones por semana superan a las de 'La novicia rebelde' dos años atrás, y su tema; la violencia, ha desatado más discusiones que ninguna otra obra de arte desde 1945.
Bonnie and Clyde quizá sea la única película en la Historia del Cine que mereció dos juicios dispares de un mismo crítico; Joseph Morgenstern, del semanario Newsweek, dijo la semana de su estreno en Nueva York: "Los héroes protagonizan horribles escenas de matanza, dignas de la batalla de Verdún. Este es el error fatal de un film que, de otro modo, resultaría interesante". Y terminaba su crónica calificándola de "escuálida mercadería para los espectadores cretinos".
Una semana después, Morgenstern se golpeaba el pecho y clamaba su arrepentimiento: "Al ver el film por segunda vez, rodeado por un público tan cretino como yo, que lo disfrutaba hasta el éxtasis, me di cuenta que Bonnie and Clyde sabe qué hacer con su violencia". Después se lanza a investigar las causas de 'faux pas' y llega a la conclusión de que la reacción fue excesiva porque el estímulo era excesivo y desacostumbrado; una extraña combinación de crudeza gratuita con escenas deslumbradoras.
Hasta convertir la historia verídica en libreto cinematográfico, los argumentistas Robert Benton y David Newman revisaron todos los archivos periodísticos y judiciales de Texas para rastrear las andanzas de Clyde Barrow y Bonnie Parker, una pareja de gangsters que desvalijaron los Bancos de la zona, dieron muerte a 19 personas y terminaron acribillados por 94 balas de ametralladoras policiales, el 18 de mayo de 1934.
Con los materiales cosechados, Benton y Newman escribieron dos versiones. En la primera, transformaron a Clyde en un homosexual, a Bonnie en una ninfómana y al chofer del automóvil que utilizaban en sus correrías en el tercer vértice de un triángulo amoroso. En la segunda, los argumentistas fueron más cautos y adjudicaron a Clyde una simple impotencia que transformó, a su vez, el carácter de Bonnie. En ese estado, el manuscrito llegó a las manos de Truffaut, pero éste, absorbido por Fahrenheit 451, renunció a filmarlo. Godard se abalanzó sobre el tema, pero el productor se opuso a que las escenas del tórrido verano sangriento de 1934 fueran rodadas en pleno invierno. Como Godard no podía esperar, Warren Beatty, hermano de Shirley Mac Laine, decidió comprar el libreto, financiar la producción, dirigirla y aguantar hasta que el termómetro llegara al nivel de los 36 grados. Sin embargo, cuando las nieves se derritieron, ya había cambiado parte de sus planes; eliminó a la Mac Laine del papel de Bonnie, aceptó que la reemplazara una semidesconocida, Faye Dunnaway, se adjudicó la personalidad de Clyde y, humildemente, golpeó las puertas del pequeño teatro de Stockbridge, donde Arthur Penn ejerce una suerte de patriarcado, para ofrecerle la dirección.
No era la primera vez que Warren Beatty iba a filmar con Penn. Antes, durante la filmación de Mickey One (1964), el carácter díscolo del joven actor lo había llevado a enfrentarse con la serena obstinación del realizador. Para evitar la pelea suscribieron un pacto: hablar derecho y crudo; en caso de desacuerdo, Beatty se sometería sin apelaciones al director. Después, Penn tomó sus previsiones con respecto a los autores del libreto, y con modales de un caballero de Virginia les sugirió varias modificaciones. Sabía, por su experiencia durante la realización de El temerario (1957), que debería establecer una colaboración íntima entre el director y los libretistas, una relación sin amor propio y con amor ajeno.
En La jauría humana (1965), Lilian Hellman escribió el andamiaje del libreto y no aceptó que se le corrigiera ni una coma. "En cierto momento —recuerda Penn con ironía—. Sam Spiegel, el productor, desesperado, llamó en su auxilio a un segundo argumentista para que reescribiera lo que la autora de 'Los zorritos' había concebido en forma más teatral que cinematográfica, y el resultado fue la confusión instalada en los límites del caos: un día filmábamos un pedazo escrito por la Hellman; otro, una secuencia reescrita por Horton Foote; luego, bocanadas argumentales retrabajadas por Ivan Moffet y, a veces, pasajes inventados por el propio Spiegel. Además, Marlon Brando pedía a gritos que a su personaje, el callado y taciturno sheriff Calder, se le permitiera el uso de la palabra para su lucimiento personal."
Una vez domado Warren Beatty, Penn trazó su estrategia frente a los agentes de la producción y repitió la experiencia de Mickey One, donde, por un arreglo con la Columbia, sus ejecutivos se limitaron a firmar los cheques necesarios y hasta se les prohibió la lectura del guión definitivo. "Es difícil filmar cuando mucha gente mete las narices —explica el director de 'Ana de los milagros'—, sobre todo cuando esa gente es hábil y calificada. Si alguien encuentra una idea, ellos la destilan inmediatamente como el humo de un cigarrillo al pasar por una boquilla con filtro; resultados: «la idea» se transforma en uno de los arquetipos hollywoodenses, en «la fórmula», es decir, en el lugar común, lo más banal posible."
Cuando comenzó la filmación, Arthur Penn ya había pensado Bonnie and Clyde como alimentada por dos vertientes. Sabía que el montaje debía funcionar como una cristalización, por adiciones sucesivas, y la cámara como el centro de un artefacto pirotécnico en el momento culminante de su funcionamiento. También pulverizó las escenas en tomas moleculares, sin quebrar la continuidad de la labor interpretativa, y obtuvo varias secuencias, para muchos antológicas, como la del momento en que Bonnie deja entrever su amor por Clyde mientras todo se tambalea en el silencio ensordecedor de la muerte.
"Mi concepción de la película —declara Penn con orgullo no disimulado— se funda, en gran parte, sobre la noción de la ironía. A menudo, mediante un plano hago creer una cosa a los espectadores y, en el plano siguiente, destruyo esa certeza." Efectivamente: al comienzo, cuando el granjero denuncia a los propios bandidos que su casa ha sido saqueada, un plano corto muestra la cara de Clyde y éste exclama: "¡Robaremos Bancos!", como si repentinamente hubiese cobrado conciencia de sus deseos hasta entonces vagos, imprecisos.
Mientras filma, Arthur Penn tiene la costumbre de hablar casi en secreto con los actores, en contraste con el típico director que se maneja a gritos y hasta utiliza el legendario megáfono. "A veces lo hago —se explica— para darles confianza, pero también, a menudo, con otra intención: revelar a uno aspectos del personaje de otro actor cuyo titular ignora. Cuando la escena comienza, el que no está en el secreto del juego se pregunta: ¿Qué le habrá dicho Penn? ¿Qué le habrá dicho que haga? Y la curiosidad crea una tensión, una vivacidad, y hasta una inquietud en las miradas que nutren la escena con una savia nueva. Pero, otras veces, Penn les dice frases banales: ¿Quieres un cigarrillo? o ¿Sabes dónde queda el baño?, y el misterio funciona y la tensión nace. Así trabajó muchas situaciones entre Anne Bancroft y Patty Duke, las protagonistas de Ana de los milagros (1962), quizá su obra más impecable antes de Bonnie.
Para captar los espasmos de la muerte, Penn se sirvió de cuatro cámaras lanzadas a diferentes velocidades: 24, 48, 72 y 96 imágenes por segundo. Antes había revisado cuidadosamente el film donde el Presidente Kennedy aparece abatido por las balas. En el momento en que Clyde muere, un caleidoscopio de zooms lo describe minuciosamente como llevado y traído por olas invisibles, pero también nimbado por una aureola de irrealidad. "Desde el comienzo sabía que el film debía terminar con una muerte dura, vulgar, terrible, verdaderamente obscena, pero me resistía —susurra el director—, hasta que encontré aquellos elementos de abstracción capaces de conjugar el inevitable reportaje y establecer una dimensión casi mítica."
Para Penn, el film también debía ser una sinfonía que se desvanece, y para ello encadenó sutilmente una última secuencia, la de la gente reuniéndose en torno a la alcaldía, atraída por la noticia del fin de los bandidos. Así evitó un final tajante y alejó del todo la posibilidad de un inventario realista. "La muerte violenta —dice— siempre está llena de sangre, y cada vez que leo algo sobre un accidente o un asesinato pienso en los versos de Shakespeare: «¿Quién hubiera pensado que un hombre albergara tanta sangre dentro de sí?»."
Durante la primavera próxima (abril, quizá mayo) comenzará a trabajar en un film "gracioso con escenas horribles" y cuyo nudo argumental describe, a través de un personaje, la situación de los pieles rojas en la época del general Custer: una analogía con la situación de los negros en los Estados Unidos de hoy. "En este momento —dice con cierta tristeza— no sabría cómo hacer un film sobre la segregación. Si lo intentara sería parcial, limitado y hasta novelesco; en cambio, por un procedimiento analógico y distante puedo expresarme mejor." Y cuenta una anécdota para justificar su método: una tarde exhibió en privado Bonnie and Clyde para cinco jóvenes negros, y ellos se identificaron inmediatamente con los personajes. Estaban encantados —recuerda— y gritaban: ¡Así es como hay que hacer las cosas!, porque, como Bonnie y Clyde, los norteamericanos de color no tienen nada que perder. De allí su consigna: "Nada de motines, nada de rebeliones, ahora ¡la Revolución!"
Entre un programa de televisión y la filmación de una película, Arthur Penn regresa al teatro, su gran amor desesperado. En 1957 dirigió 'Dos en el sube y baja', de William Gibson, con Anne Bancroft y Henry Fonda, y desde entonces los críticos comenzaron a recordar su nombre. Las alabanzas fueron en aumento en temporadas sucesivas, con sus montajes de Fiorello, Juguetes en el desván, de Lilian Hellman, En la casa del condado, de Leslie Wiener, Lorenzo, de Jack Richardson, Muchacho dorado (en su versión musical con Sammy Davis Jr.), de Clifford Odets y Espera en la oscuridad, de Frederick Knott. Cuando habla de las actividades escénicas, la tristeza le vela los ojos. "En los Estados Unidos —informa— la situación teatral ha cambiado mucho. En otros tiempos, un artista serio partía para Hollywood y más o menos se prostituía, pero ahora ocurre lo contrario. En el cine se pueden hacer cosas fundamentales y verídicas, mientras que en Broadway sólo hay lugar para los entretenimientos."
A los 45 años, el hijo del relojero Harry Penn trabaja en Broadway y en Hollywood para vivir, pero vive realmente cuando empuña el comando de su teatrito en Stockbridge. Allí monta piezas nuevas, audaces, mucho más cercanas al cine que al teatro por las técnicas experimentales y encuentra la libertad expresiva que ha elegido como bandera de su vida.
primera plana
9/01/1968
Vamos al revistero