Comunistas
Revolución dentro de la revolución

 

 

 

 

 

 

El Comité Central bolchevique se reunió el miércoles pasado en Moscú para escuchar un informe de su Secretario General, Leonid Breznev, sobre "los problemas actuales de la situación internacional y la lucha del PC soviético en favor de la cohesión del movimiento comunista en el mundo", según anunciaba la Agencia Tass.
Los 360 miembros, entre titulares y suplentes, habían sido convocados para examinar cuestiones agrícolas; sin aviso previo, debieron ocuparse de las gestiones de paz en Vietnam, de las acciones chinas contra el nuevo encuentro comunista que se prepara este año y, sobre todo, del inquietante giro que han tomado los asuntos públicos en Polonia y Checoslovaquia.
Los dirigentes rusos, alertados nerviosamente por el Gobierno de Berlín Este, miran con preocupación al nuevo equipo checo, que ha prometido instaurar una límpida "democracia socialista", y a los hombres de Varsovia, que vacilan entre seguir el mismo curso o refrenarlo por temor a un desborde. Desde el miércoles pasado, una nave espacial soviética, Lunik 14, gira alrededor de la Luna, estudiando el espacio próximo al planeta; es una nueva hazaña, acaso decisiva en la competición astronáutica; pero el Comité Central se ve obligado a ocuparse de cuestiones más prosaicas, más terrestres.
Las cuatro capitales discuten con animación; pero discuten, y es un hecho nuevo; desde luego, el Kremlin no perdió el deseo de condenar o excomulgar; lo que ha perdido es el poder de hacerlo.
¡Cuidado!, previenen los comunistas "conservadores" a los "liberales"; ustedes están jugando con fuego. Se comienza por denunciar las graves faltas cometidas en el pasado; se abren de par en par las puertas a la crítica; e, insensiblemente, la contrarrevolución asoma la cabeza; se ponen en tela de juicio los fundamentos mismos del socialismo.
Estos hombres saben de qué están hablando: todavía la sublevación de Budapest, en 1956, es para ellos una pesadilla. Hungría está convaleciente; aquella explosión le ha costado mucha sangre, muchas lágrimas. Lo peor de todo es que los tanques soviéticos debieron, entonces, segar una multitud a cuya vanguardia iba la clase obrera. Doce años más tarde, los pueblos se han acostumbrado a un goce precario de las libertades públicas; si el caso se repitiera en Praga o en Varsovia, nadie puede adivinar lo que ocurriría en Berlín, en Moscú acaso.

La primavera checa
Es la primavera de la libertad, canta la prensa checoslovaca, aliviada de la censura; y algún diario fecha sus ediciones así: "Año 1 de la democracia socialista". El aire es más leve, más amable la queja del río; Praga sonríe. Praga, la ciudad rebelde de Jan Huss, el monje reformista que osó desafiar a un Concilio; Praga, la que hace 350 años defenestró a los enviados del Emperador, que venía a inmiscuirse en sus asuntos.
El nuevo Secretario General, Alexandre Dubcek, un impulsivo eslovaco de 46 años, afirmó la semana pasada: "La política soviética, con respecto a Checoslovaquia, se funda estrictamente en el principio de no intervención". Cuanto más lo repita, más verdad será. Ambos países, añadió, no pueden seguir el mismo camino hacía el comunismo; el checo debe tener en cuenta "cierta particularidad, que concuerda con su desarrollo histórico". Así se empieza a revaluar una tradición democrática ejemplar en tiempos de los dos primeros Presidentes, Thomas Masaryk y Edouard Benes. Bajo los dos siguientes, Klement Gottwald y Antonin Zapotocky, se intentó construir el socialismo y se corrompió la democracia; por fin, durante el mandato de Antonin Novotny, un régimen de pura fuerza, se llegó, incluso, a bloquear el desarrollo socialista. Hoy los checoslovacos se proponen restablecer la continuidad histórica entre las fases "burguesa" y "socialista" de su joven República, instituida en 1918.
El sexto Presidente, Ludwik Svoboda, de 73 años, se formó espiritualmente ,junto a Masaryk y Benes. En checo "Svoboda" significa "Libertad". Nacionalista, se asoció a los rusos para combatir a los alemanes; pero nunca adhirió al Partido Comunista.
El nuevo Primer Ministro, Oldrich Cernik, de 47 años, reemplazó a Josef Lenart, un amigo de Novotny; representa a la nueva generación de tecnócratas, enamorada de la rentabilidad y de la calidad, valores que distinguían a la industria checa entre las dos guerras, y que han sido sacrificados durante la "acumulación primitiva" del socialismo. Uno de los cinco Viceprimeros ministros es Ota Sik, teórico de la nueva economía.
En esta materia se santifica lo que ayer era blasfemia. El Comité Central prepara un decreto que devolverá la independencia a los pequeños comerciantes. Eugene Leeb, un economista hebreo, explicó ante la pantalla de tv que el país necesita de 200 mil a 300 mil empresas privadas; en la órbita del Estado, no quedarían sino la industria pesada, los Bancos y las empresas de interés nacional. Una pieza básica de la reforma es la cooperación financiera y técnica de Occidente. Horror: la moneda checa será lanzada al mercado internacional, inscripta en las listas de cambio de divisas junto a las monedas extranjeras.
Novotny hizo "autocrítica": admitió todos sus errores, menos el cargo de haber movilizado el Ejército para presionar sobre el Comité Central. Pero la renuncia de su Ministro de Defensa, general Bohumir Lomsky (implicado en la fuga del general Jan Sejna hacia Occidente), desencadenó una "purga" radical en las Fuerzas Armadas.
Han sido rehabilitados los dirigentes socialdemócratas que intentaron, hace dos años, reorganizar su partido, cuyo aparato legal había sido absorbido por el Partido Comunista tras la fachada de un Frente Nacional. Hasta los partidos "burgueses" —el socialista nacional de Benes y el católico— dan señales de vida. La prensa debate si la "democracia socialista" ha de ser, o no, pluripartidista: el equipo Dubcek-Cernik parece dividido en esto.
Día a día , salen absueltos otros "culpables": 3.000 de ellos, reunidos en la isla Slava, han constituido el Club 231, número correspondiente a la ley de defensa de la República que, sancionada en 1948, sirvió para arrojar la oposición a la cárcel. "Que no vuelva a suceder", es el slogan de esta institución, bendecida por el Gobierno y el Partido. Signo de los tiempos: los jefes de la Policía han solicitado al Parlamento que controle mejor sus actividades; en adelante, no quieren ocuparse de la censura, ni de las cárceles, ni de los campos de reeducación. Los agentes aceptaron llevar en el uniforme su nombre y su número de matrícula, para ser reconocidos por los ciudadanos; cuando aborden a una persona, tendrán que acreditarse.
En un mes, la organización de la juventud, la femenina, los sindicatos, el Movimiento Católico, se deshicieron de sus antiguos dirigentes; otro tanto ocurrió con el diario y el semanario del Partido, la mayoría de las federaciones regionales, hasta la Asamblea Nacional. La abolición de la censura tuvo un efecto mágico: se hace cola para comprar diarios. La gente se entera de las huelgas que estallaron en algunas fábricas; en otras, los obreros han despedido al director.
El 2 de abril, un cadáver apareció colgado en el bosque de Tynec: era el juez Josef Brestansky, que cinco días antes había desaparecido de su oficina. Casi con certeza, se suicidó. Como fiscal, dirigió la mayor parte de los procesos políticos de la última década. En cambio, se ha dispuesto investigar nuevamente el caso de Jan Masaryk, hijo del fundador de la República: pocos días después del "golpe de Praga", en 1948, se lo halló muerto en el patio del Ministerio de Relaciones Exteriores, del que era titular. Fue suicidio, se dijo. Ahora, la prensa publica testimonios que acreditan un asesinato. Los despojos de Masaryk serán exhumados.
Junto a los tecnócratas, el nuevo régimen es obra de los escritores y artistas. La aventura de uno de ellos, Ivan Ffoff, es simbólica: este personaje redactó un manifiesto publicado en setiembre último por el Sunday Times, de Londres. Las firmas de centenares de intelectuales postulaban la libertad de creación y los derechos democráticos. El documento era falso: Ffoff había inventado las firmas. Arrestado, sometido a juicio, acaba de salir en libertad. "No hice sino adelantarme al tiempo —proclama, jubiloso—; mis críticas de entonces, hoy las repiten la prensa, la radio, la TV oficial; como no tenía otro medio de expresión, tuve que recurrir a esa treta."

El dilema polaco
He aquí, pues, que los checoslovacos han logrado, en 1968, hacer pacíficamente su revolución dentro de la revolución, como los polacos en 1956. La de Polonia, en cambio, se ha detenido, y hoy se Ve acosada por fuerzas renovadoras que tal vez exponen al país a una hecatombe, como la de Hungría en aquel año.
Wladislaw Gomulka se encuentra en una situación diametralmente opuesta. Entonces era un héroe nacional. El XX Congreso del PC soviético había reconocido la falsedad de la imputación de 1938, cuando Stalin acusó al PC polaco de haberse convertido en un nido de espías y provocadores, con la consiguiente "liquidación" física. Gomulka no participó —como verdugo ni como víctima— de aquella orgía de sangre. En la posguerra, el jefe de los comunistas polacos había sido Boleslaw Beirut, que en el pasado acató el dictado moscovita y que tenía también sobre su conciencia una terrible "purga" de supuestos titistas. ¿Quién se pondría al frente del partido, ahora que se le restituía su honor revolucionario? Todas las miradas coincidieron en él, a quién se había permitido sobrevivir en la corcel sin confesar crimen alguno.
Cuando estallaron los motines de Poznan, a fines de junio de 1956, la dirección del Partido tomó la decisión de tratarlos no como una maquinación "imperialista" —según la fórmula habitual—, sino como expresión de un justificado descontento. Amnistiado en abril, reincorporado en agosto, de pronto sus compañeros le ofrecieron el cargo de Primer Secretario, a despecho de Nikita Kruschev. "¿Quién es ése?", preguntó despectivamente en la estación de Varsovia a los que salieron a recibirlo; desde luego, él lo conocía perfectamente. "Es nuestro nuevo Primer Secretario", le respondieron; el ruso trepó nuevamente al tren y regresó a Moscú. Poco después, en octubre —mientras Budapest vivía su tragedia—, Gomulka se atrevió a dar el paso decisivo: relevó al mariscal soviético Rodion Rokossovski, cuyo origen polaco le permitió ser Ministro de Defensa en el país vecino.
Satisfecho el orgullo nacional, pactada la paz religiosa con el Primado Monseñor Wyszynski, y apaciguados los campesinos —a quienes se liberaba de la colectivización forzosa—, Polonia vivió una breve euforia democrática. Gomulka cuidó, por cierto, la alianza soviética, indispensable para conservar los antiguos territorios germánicos, y supo ahorrarle a su patria la sangrienta experiencia de Hungría. El apóstol de ayer ha sido asimilado, sin duda, a una política de poder. Jefe de un pueblo de 40 millones de habitantes acostumbrados al trabajo rudo y a la vida ingrata, le fijó metas que exigen una tensión creciente de sus energías. Los jóvenes entienden, por el contrario, que ha llegado el momento de cosechar los frutos de ese denodado esfuerzo; y los espirituales —ante todo, la libertad— son los que codician con mayor urgencia.
La popularidad de Gomulka no ha decaído, pero ya no se espera que acaudille al pueblo en su nueva lucha, dirigida contra el monopolio del poder por el Partido Comunista. Tiene 63 años, y sus allegados padecen también el desgaste de la edad. En los últimos tiempos, los estudiantes, la Iglesia, los intelectuales, organizaron grupos de presión que gozan de cierta independencia, y se irritan ante la renuencia del aparato estatal a permitir la discusión libre.
La semana pasada, el Secretario General calificó de "reaccionaria'' la agitación estudiantil que conmueve al país. El partido —dijo— actuará con sabiduría y calma. La línea divisoria no corre entre los obreros y los estudiantes, sino entre el socialismo y el antisocialismo; los obreros han comprendido inmediatamente, pero los estudiantes se han dejado arrastrar." Es el mismo lenguaje que empleaba Antonin Novotny, depuesto por el PC checo.
La dirección del PC polaco, en cambio, amenaza y reprime. Las aulas universitarias han sido desalojadas sin efusión de sangre; pero se han aplicado sanciones graves: clausuras de cursos, expulsiones. También se castiga a los padres de los estudiantes díscolos; a fines de semana, unos 40 funcionarios del Estado y el Partido perdieron su elevada jerarquía. "Es la juventud dorada del régimen", zahiere la propaganda oficial; esa circunstancia confirma, en todo caso, las frustraciones que el régimen implica.
El filósofo Adam Schaff, tan prestigioso en Occidente, perdió su cátedra. La Universidad de Praga lo ha invitado a profesar en sus aulas. Esta torpeza puede costarle al Gobierno las últimas simpatías de los círculos intelectuales.
Entre los funcionarios removidos hay una fuerte proporción israelita. No es extraño: se trata de una agitación intelectual, y buena parte de los judíos polacos pertenecen a esa categoría. La prensa los acusa con particular vehemencia de "envenenar a la juventud", sin percatarse de que así coadyuva al éxito de la supuesta "provocación sionista". Los conmina a elegir entre Polonia e Israel —sin que el Gobierno haya abierto las puertas a los posibles emigrantes—, y requiere a las organizaciones judías para que condenen públicamente sus solapadas actividades.
Este peligroso sesgo de la acción oficial tiende a oponer a los descontentos una opinión popular maciza. En el pasado, el pueblo polaco fue sometido por su clase dirigente a una porfiada distorsión racista; quizá los residuos de esa superchería están latentes, aún, en los repliegues de su conciencia. Gomulka, casado con una judía, corre el riesgo de reavivar sentimientos a los que su partido enfrentó sin tregua en los primeros tiempos, cuando la mayoría de las carteras ministeriales solía recaer en ciudadanos de origen hebreo. No es improbable que muchos comunistas no judíos reprueben este proceder en su fuero interno.
La lucha por el poder comenzó a principios de abril, cuando tres generales con mando de tropas —entre ellos, el que estaba a cargo del distrito militar de Varsovia—fueron trasladados a cargos administrativos. De improviso, el Jefe del Estado, el antiguo stalinista Edward Ochab, a quien Gomulka había neutralizado por ese medio, dimitió por razones de salud, aunque estaba casi ciego desde tiempo atrás. Se recluye en una posición decorativa al general Marian Spychalski, Ministro de Defensa desde el retiro de Rokossovski; el miércoles 10, dos minúsculos partidos con representación parlamentaria se unían a los comunistas para proclamarlo candidato único a la Presidencia de la República.
Obviamente, los grupos en discordia toman posiciones para una eventual confrontación. Gomulka puede contar, también, con la fidelidad del experimentado Primer Ministro Josef Cyrankiewicz, cuya base partidaria siempre fue endeble. Es él, en apariencia, quien intenta ponerse al frente del movimiento reformista, para evitar que alcance mayores dimensiones. Pero en el Ejército se divisa una fracción ultranacionalista formada por comunistas veteranos de la lucha clandestina contra el nazismo, y que no salieron al exilio para volver con el Ejército rojo. El inspirador de este grupo es el general Mieczyslam Mogzar, Ministro del Interior y jefe de la policía secreta. El viernes pasado asumía el nuevo Ministro de Defensa, Wojciech Jarvzeslski, de 44 años, que pertenece al grupo de los "partisanos" que rodea a Mogzar.
Quedaría por ver si la mayoría del Comité Central no se agrupará en torno de un hombre más joven y resuelto que Gomulka: tal vez el pragmático Zenon Kliszko, que pasa por ser la eminencia gris del Politburó.
Entretanto, Walter Ulbricht, el más seguro aliado de la URSS, se opone, iracundo, a la reconciliación de polacos y checoslovacos con "la otra Alemania". Atacando, se defiende: si cada Estado socialista atiende, ante todo, a sus intereses nacionales, ¿no ha de tener el mismo derecho el Estado socialista alemán, cuya existencia es la suprema garantía contra un desquite abominable?
Hace siete años, el anciano Presidente, con su turbio pasado stalinista y el tangible fracaso de su Gobierno, apenas podía levantar la voz en los altos cenáculos del comunismo europeo. La situación ha cambiado: desde la erección del Muro de Berlín, la RDA, no obstante su debilidad numérica (17 millones de habitantes) ya se ha transformado en la segunda potencia industrial del bloque socialista. En Moscú, el prestigio de Ulbricht aventaja claramente al de Gomulka.
La semana pasada, Ulbricht puso en vigencia la nueva Constitución, abrumadoramente plebiscitada el 6 de abril (11 millones contra medio millón de votos). Fue una victoria de un Estado omnímodo sobre una población que vive entre alambradas y muros (en tanto que el Gobierno Dubcek-Cernik acaba de eliminar las alambradas que obstruían su frontera alemana). Así y todo, el plebiscito consagra definitivamente la partición de Alemania, con el asentimiento de una población que comienza a recuperar alguna esperanza de bienestar futuro.
El Gobierno de Bonn escogió oportunamente este momento para tres gestiones de vital importancia: propuso a Ulbricht una declaración de renuncia a la fuerza, a los checos la anulación del acuerdo de Munich, a los polacos la reanudación de relaciones. No será fácil, para la URSS, obtener del bloque socialista una respuesta coherente a esta ofensiva diplomática.
16 de abril de 1968
PRIMERA PLANA
Vamos al revistero

Comunismo 1968

-Breznev, Dubcek, beso de la paz
-Praga 1968, los estudiantes festejan su victoria
-Svoboda, libertad en checo
-Cernik, la juventud al frente
-Gomulka, el hombre de 1956
-Cyrankiewicz, hombre fiel
-Spychalsky, papel decorativo
-Ulbright, pope intransigente