CUBA
El barco que tardó seis años

 

 

 

 

 

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El jueves pasado, un pesquero naufragó frente a las costas de México: llevaba a bordo 45 personas (incluidos 10 niños) de las cuales se ahogaron 39. Es el más trágico episodio del nuevo éxodo cubano, iniciado hace varias semanas, cuando Fidel Castro ofreció "puertas abiertas" a los que no quieran vivir en un régimen comunista.
Mientras se discutían con Washington las modalidades de la operación, centenares de cubanos —ya sin oposición de las fuerzas castristas— se lanzaron al mar en embarcaciones de fabricación casera u otras que vienen de Miami (y cobran de 105 a 2.000 dólares por cabeza).
Un enviado de Newsweek, Marshall Frady, se dirigió al pequeño puerto cubano de Camarioca para observar esta fuga colectiva. He aquí su informe:
Estaba oscuro cuando nos aproximábamos a la costa. De la aterciopelada oscuridad emergió la luz dirigida hacia nosotros, y un barco patrullero cubano se colocó abruptamente a nuestro lado. Un piloto, un hombre flaco con voz metálica e impersonal, abordó nuestro barco para ayudarnos a llegar a Varadero, titilando pálidamente a unos cientos de yardas. Se hizo cargo del timón de nuestra balandra, y nos deslizamos hacia una caleta, dejando atrás una larga fila de galpones de desembarcadero. Se nos dijo que aquí acostumbraban amarrar sus yates los norteamericanos ricos y los cubanos. Pregunté quién los usaba ahora. "¡El pueblo!", contestó, golpeando con el puño la palma de su mano.
A bordo del patrullero que nos escoltaba estaban tres guardias costeros cubanos. Ahora, mientras desembarcábamos, una gran cantidad de lo que parecía ser marineros y milicianos se agrupaba en el muelle. Y desde este momento en adelante, donde quiera que fuésemos en los días siguientes, tuvimos la misma impresión: de un país bajo ocupación militar, pero por sus propias tropas. Aunque habíamos viajado sólo 90 millas desde la costa de Florida, teníamos la molesta sensación de haber entrado en una especie de realidad diferente.
Nos llevaron a la ciudad de Camarioca en un viejo De Soto, seis de nosotros amontonados con el chofer y el guardia. El velocímetro no funcionaba, faltaba la aguja del medidor de nafta, y el antiguo vehículo daba la impresión general —como la mayoría de las cosas que vimos— de ser mantenido para rendir un servicio mínimo.
La misma Camarioca parecía salvajemente irreal. Allí los refugiados esperaban dentro de una empalizada, bajo fuertes luces montadas sobre el cerco que los rodeaba. Había 500 de ellos y muchos bebés. Se arremolinaban entre prolijas casitas nuevas de cemento, y grupos de pequeños árboles geométricamente distribuidos. Todo parecía salido de una caja de juegos para armar, con el paisaje que se fabrica alrededor de un tren eléctrico. Los altoparlantes gritaban mensajes constantemente: "Camarada Gómez.., Camarada Vega, venga a la oficina de administración". Y por todas partes estaba la milicia, jóvenes de caras inexpresivas en su mayoría, flemáticamente indiferentes a la escena que los rodeaba, al murmullo de los llorosos bebés, las conversaciones de los viejos.
Los refugiados eran en su mayoría gente anciana o parejas jóvenes. Había pocos campesinos. Algunas de las mujeres tenían los ojos enrojecidos. Muchos estaban sentados en una cabaña de techo de paja, mirando una variedad de TV, una especie de show al estilo de Ed Sullivan.
La oficina de inmigración era escenario de una agitación caótica. Bajo la luz de bombitas eléctricas desnudas, muchachas en uniforme de fajina llenaban formularios apresuradamente. Las máquinas eran de Alemania Oriental. Los milicianos entraban y salían, colillas de cigarrillos y papeles cubrían el piso, y a través de las ventanas de madera, sin vidrios, los refugiados espiaban ansiosamente lo que pasaba.
De Camarioca nos llevaron a Varadero, para pasar la noche en El Oasis, que en un tiempo fue un hotel de turismo moderno. Fuimos conducidos a nuestras habitaciones, dejando atrás pilas de restos de mampostería: pedazos de yeso, tejas y otras basuras innombrables. La mayoría de las bombitas estaban quemadas, las toallas húmedas; encontramos números atrasados de revistas soviéticas, pero nada de jabón.
Me las arreglé para tomar un ómnibus que volvía a Camarioca a la mañana siguiente y encontré en él a muchos cubanos de los Estados Unidos que habían venido a encontrarse con sus parientes en Kawama Beach, fuera de Varadero. Cuando llegamos a las inmediaciones de Kawama, una multitud de 500 personas estaba esperando, solamente esperando; nadie había venido a verlos, A estos últimos los milicianos los apartaron con sus rifles.
En Kawama entramos al patio arenoso y desnudo de un grupo de monobloques de departamentos nuevos, los edificios pintados de tono pastel, adornados con dibujos geométricos.
Cuando finalmente paró el ómnibus, un joven de cara arrebatada saltó por la ventana, gritando y abriendo los brazos. Un chico de unos 12 años corrió hacia él, luego una mujer. El joven se echó hacia atrás para abrazarlos más estrechamente: "Son su madre y su hermano —dijo el hombre sentado junto a mí—-. No se han visto en cuatro años".
Más tarde, en Camarioca, establecí relaciones cordiales con dos periodistas cubanos y algunos miembros de la milicia. Todos hablaron familiarmente de Fidel Castro, de la manera en que los chicos de la calle hablan del jefe de la pandilla. Daban la impresión de recibir de él las pulsaciones psíquicas, emocionales e intelectuales. Se veía claramente que no es sólo un líder administrativo, al menos para ellos. Para ellos es un líder personal, y todos parecen vivir en su presencia, individual y colectivamente. Cuando llaman a Castro por su nombre de pila no es por hábito o estilo: realmente lo sienten.
En el desembarcadero hubo una especie de malentendido entre uno o dos marineros norteamericanos borrachos y los milicianos cubanos. A un capitán se le había negado el permiso de abandonar su embarcación, por el motivo, bastante razonable, de inconducta alcohólica.
Para el viaje de vuelta a Florida, fui llevado a bordo de un crucero de placer de 31 pies, cuyo capitán, un joven reparador de botes, de Miami, había piloteado hasta Camarioca sin notificar a su dueño, que estaba en Nueva York.
Antes de irnos, los milicianos trajeron una caja de sandwiches de jamón ruso de la cafetería. En el momento de entregarla, algunos de los cubanos que estaban en cubierta intentaron un débil vitoreo, y hubo algunos aplausos. Pero pronto se desvanecieron; los milicianos conocían la naturaleza de esta apreciación y la gente del barco sabía que la milicia se daba cuenta. Salimos en absoluto silencio. Los parientes y amigos de los refugiados que observaban la partida gritaron sus últimas despedidas. Nadie habló hasta que estuvimos lejos del puerto. Entonces, gradualmente, comenzó a oírse una risa tranquila, conversación, y la gente empezó a encender cigarrillos y cigarros. Le pregunté a un viejo cuánto tiempo había tenido que esperar este barco. "Seis años", dijo. 
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9 de noviembre de 1965
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