Edith Piaf
Al cantar se transfiguraba: su voz y su máscara trágica hicieron
de ella el ídolo de Francia y del mundo
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Era
el símbolo de Francia popular; pequeña, desvalida, casi fea,
parecía encarnar —y perpetuar— a la tejedora de los suburbios
de la Capital que, convertida en revolucionaria, iba al asalto de la
Bastilla y de Versalles.
¿Qué representó, dejando de lado los recuerdos nostálgicos,
Edith Piaf en el pequeño mundo de la canción? La Piaf fue un punto
de llegada, no de partida. Su calor dramático, su intenso
sentimiento, su posesión del "personaje" de la historia
que surgía de su boca, hicieron de ella, en la canción francesa de
posguerra ( aunque sus primeros éxitos dataran de antes del
conflicto), la voz de esa generación poco afortunada, que sufrió
mucho y quiso vivir los tiempos nuevos, sin lograr olvidar del todo
el pasado.
Al terminar cada canción de Edith Piaf, sucedía generalmente un
fenómeno excepcional. El público permanecía calmo, hipnotizado.
Contrariamente a lo que ocurre con los cantantes famosos, no
estallaba en gritos de entusiasmo y aplausos atronadores: guardaba
silencio un instante, mientras ella, en su invariable vestido negro,
con los brazos caídos, sin fingir la salida de circunstancias,
esperaba. Y luego, cuando el aplauso resonaba, insistente, denso,
imperioso, reía. Pero su rostro aparecía surcado de lágrimas.
Lo mismo ocurrió en aquella famosa noche de 1935, en que Louis
Lepleé, dueño de un elegante local nocturno de los Campos
Elíseos, la presentó al público parisiense. Entre la concurrencia
se hallaban Mistinguette y Maurice Chevalier. Al terminar la primera
canción, se hizo un silencio profundo. Edith tenía entonces veinte
años. Miraba al público sin saber qué hacer, a la espera de
algo...
¿Quién era Edith? Una simple muchacha de la calle. Como decía su
acta de nacimiento, había nacido el 19 de diciembre de 1915 en
París, "frente al número 72 de la Rue de Belleville".
Nació en la calle y la calle fue su mundo. El padre, Louis Gassion,
era un acróbata ambulante. Cuando la mujer lo abandonó, confió la
niña a su madre.
Edith tuvo una casa por primera vez, en Bernay, Normandía. Y tuvo
no una, sino veinte madres: las equívocas "pensionistas"
de la abuela. Tras esa tan pequeña y relativa felicidad, habría de
llegar para Edith un momento terrible: una conjuntivitis mal curada
la dejó ciega durante tres años. Hasta que un día la abuela
decidió llevarla al cercano santuario de Santa Teresita, en
Lisieux. La acompañaron todas las "pensionistas". Dios
escucha las plegarias de todos: el milagro se produjo y, pocos días
después, la niña volvía a ver.
El padre fue entonces a buscarla.
Se la llevó consigo en sus andanzas por Francia; al término del
número acrobático, la pequeña pasaba el platito. Con el padre,
para aumentar los ingresos, comenzó a cantar. Aires populares y la
Marsellesa.
A los catorce años tuvo una hija, Michelle. Para mantenerse y
mantenerla, empezó a cantar por todas partes las canciones de moda.
No bastó. Bailó sobre las mesas de los cafetines equívocos. No
bastó: Michelle murió a los dos años. Edith siguió su
peregrinaje. Hasta que llegó Louis Leplée. Y con él, el éxito
sorprendente de aquella noche de 1935, en que en medio de los
aplausos se oyó la exclamación de Maurice: "Elle en a plein
le ventre, la moôel" (¡Tiene pasta de sobra esta chica!).
Nacía la Piaf, el gorrión de París, triste, menudo, apasionado.
Su vida se hizo canción: amores, esperanzas, abatimientos,
generosidad, todos sus sentimientos se tradujeron en las
composiciones que interpretaba. Las alas de este gorrión se
quemaron en amores tumultuosos, desenfrenados. El público no
esperó a que muriera para perdonarla: oscuramente, sentía que esa
conducta era un desquite contra la vida. Sus experiencias eran la
expresión de un desesperado deseo de vivir y de amar. Y en Francia,
al amor se le perdona todo.
Por otra parte, desde hacía ya varios años, la vida de Edith Piaf
pendía de un hilo. Cuatro accidentes automovilísticos habían casi
destruido su cuerpo. En 1957, en Estocolmo, una crisis la había
llevado al borde del sepulcro. Se recuperó, sin embargo. En 1959,
en Nueva York, la operaron de una úlcera en el estómago. Desde ese
momento, cada una de sus apariciones en el escenario es un
paréntesis entre una clínica y otra, entre una cura de
desintoxicación y un período de reposo o una intervención
quirúrgica. Su público va a escucharla con la idea de que
"esta será la última vez".
A mediados de 1960, en un sanatorio de Neuilly, cae en estado de
coma. Pero en diciembre reaparece en el escenario del Olympia y
resiste cincuenta representaciones apoteósicas. Cuando se casa con
Théo Sarapo, el 9 de octubre de 1962, el gorrión de París es una
mujer deshecha, de edad indefinible. Y, sin embargo, encuentra las
fuerzas para hacer de su marido, veinte años menor que ella, un
cantante de éxito. En vano Chevalier, pontificando desde el pulpito
de sus setenta y cinco años, le recomienda prudencia. "De
acuerdo — le dice—, eres una revolucionaria y tienes toda mi
simpatía. Pero nuestro oficio exige disciplina." "Me
importa muy poco —responde ella—. Quiero vivir. Quiero
amar." Pero la lucha había sido muy ruda. Y el gorrión calló
su voz.
Revista Panorama
diciembre 1963
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