De Gaulle: El siete y el infinito

 

 

 

 

 

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El domingo último, 28 millones de franceses debían resolver si Charles de Gaulle (76 años) retendrá la Presidencia por otros siete años. La incógnita se redujo a saber si obtendría la mayaría absoluta o si debería someterse a una segunda elección dentro de dos semanas. La corresponsalía de Primera Plana en París remitió este crónica en vísperas de la elección:
—Mi general, tiene usted que hablar.
Pompidou estaba inquieto, casi tembloroso. Agitaba una hoja de papel, Una encuesta privada pretendía que en los últimos diez días "el 29 por ciento del cuerpo electoral cambio de opinión" después de escuchar a los candidatos en sus pantallas de TV.
De Gaulle echó sobre su Primer Ministro la más gélida de sus miradas. ¿Cómo se atrevía a tartamudear un consejo "ce bon Pompidou"?
Veinticinco años atrás, cuando los únicos "franceses libres" eran él y su ayudante de órdenes, de Gaulle, resumiendo su jornada de trabajo, monologaba en el sórdido cuartucho londinense que le servía de cuartel general. Su ayudante, que lo era desde ese día, pidió tina aclaración sobre algo que no había entendido bien. La respuesta fue: "Capitán, uno no debe hacer preguntas a su general".
Sea o no que conociera la anécdota —está en un libro de memorias de Emmanuel d'Astier—, Pompidou no las tenía todas consigo. Varios Ministros acudieron a él para que transmitiera ese ruego al Presidente. Lo hizo, pero temía un rechazo altanero y sarcástico; nada irrita a de Gaulle como la sospecha de que él no conozca lo que piensa, lo que quiere, lo que siente Francia.
Sorprendentemente, accedió:
—Desde luego. Resérveme usted ocho minutos de televisión.
En sus labios, esto quería decir que en ocho minutos barrería soberanamente a los cinco impertinentes que le disputan su sillón en el Elíseo. Con todo, era una concesión. De Gaulle había resuelto no hacer campaña. El lacónico discurso con que, el 4 de noviembre, aceptó su candidatura —en síntesis; "Yo o el caos"— debía bastar a los franceses, si es verdad que sus ideas son "claras y distintas" (según Descartes). ¿Cómo iba a descender el único estadista contemporáneo hasta aquellos a quienes suele abrumar con su injurioso epíteto: "los políticos"?
El martes pasado, descendió.
La TV acordó dos espacios semanales a cada candidato. El sorteo favoreció con el último turno a Jean Lecanuet, cuya juvenil sonrisa (el Kennedy francés, fue bautizado) resume las esperanzas de la democracia cristiana. Antes, en nombre del partido del gobierno, se dejaría oír el Ministro del Interior, Roger Frei. A último minuto de Gaulle apartó a su Ministro: hablaría él.
Y así fue como el martes pasado se asomó a las pantallas hogareñas para hablarles a 28 millones y medio de franceses que el domingo siguiente elegirían un Presidente de la República por voto directo. Fue la primara vez, en mes de un siglo, y gracias a una reforma constitucional solicitada por él durante su mandato septenal.
Antes, el Jefe del Estado surgía de un acuerdo entre los parlamentarios; se quería evitar al régimen los riesgos de un plebiscito; un Presidente elegido directamente por el pueblo —decían los teóricos de la IV República— conduce, quieras que no, al poder personal. Lo que sucedió es exactamente al revés. Fue la anarquía lo que obligó a instaurar, con la V República, el poder personal. Pero éste se somete al veredicto popular. De Gaulle no representa la tiranía, sino el cesarismo democrático.
No puede ser Presidente —martilló— el hombre de una fracción, sino el de la Nación entera. Cinco oposiciones presentan cinco candidatos. Habéis escuchado a todos, reconocido a todos. Digan lo que dijeren, tienden a restablecer el régimen de antaño. Sólo en un punto conjugan sus pasiones: quieren que yo me vaya. Pero sus contradicciones mutuas, sus clientelas inconciliables, sus combinaciones divergentes, prueban hasta la evidencia que con cualquiera de ellos Francia volvería a la "tediosa confusión" de la década anterior.
Esos cambios de opinión, registrados en el último mes como consecuencia de los discursos televisados, no se le habían escapado a de Gaulle. No sólo la tranquila simpatía de Lecanuet, también la maligna facundia de Jean-Louis Tixier-Vignancour (derecha) y la desenvoltura raciocinante de François Mitterrand (izquierda), sorprendieron gratamente al electorado.
Los dos "outsiders", Pierre Marcilhacy y Marcel Barbu, se presentaron con el exclusivo propósito de hacer daño a de Gaulle. Este último confesó con toda franqueza: se postula para reunir el mínimo de votos exigidos por la subvención estatal que pagará su campaña. Quiere demostrar que la ley electoral es absurda.
El general no se perdió ningún discurso televisado de la oposición. Cada noche escuchaba y observaba a sus adversarios. Nadie, salvo Madame de Gaulle, recogió sus confidencias. Todo lo que hizo el Presidente fue decir en Consejo de Ministros: "Todos esos señores se ocupan de vaciar la memoria de los franceses".
Los sondeos electorales no podían ser más contradictorios. Cada partido, cada diario, contrató los servicios de estadística que justificaran sus deseos. Mitterrand, en cierto momento, protestó; "Si triunfo, voy a nacionalizar esos servicios. Es un escándalo".
Pero todos los encuestadores se reservaban una prudente coartada, indicando que del 30 al 38 por ciento de los consultados, aún no tenían decisión tomada. La batalla se reducía a conquistar lo que fuera posible en ese sector, y ni siquiera de Gaulle podía desdeñarlo. Sin apropiarse por lo menos la tercera parte, no alcanzaría mayoría absoluta.
La ley electoral ordena que, si ningún candidato obtiene la mitad más une de los sufragios positivos, se vote nuevamente, dos domingos más tarde, para elegir entre los dos mejor colocados. Si sus cinco rivales, sumados, superasen su caudal, de Gaulle debería solicitar nuevamente el apoyo del pueblo.
Nadie duda de su victoria en la segunda ocasión, pero no se cree que su orgullo tolere esa servidumbre. Hay quienes temen que, en tal eventualidad, el Presidente se marche con un portazo. Ya lo higo en 1946, cuando los partidos se mostraron reticentes con él: se encerró en su finca de Colombey, y se necesitaron doce años —y dos guerras coloniales perdidas— para que aceptara otra vez el poder.
Por débiles que fueran los contrincantes, cuanto más numerosos, más votos le arrebatarían. Aunque el Presidente habló de "cinco oposiciones", sabía muy bien que en el primer turno, aritméticamente, era una sola. Un 2 ó 3 por ciento del electorado que se inclinara —excéntricamente— hacia Barbu o Marcilhacy, podía resultar fatal a de Gaulle. Por eso desistió de su majestuoso silencio, por eso gastó ocho minutos en un último esfuerzo didáctico. 

Un tímido "bip bip"
Pero no fue el último. Al día siguiente, sin esperar consejo, decidió usar nuevamente el espacio reservado a su partido. Lo hizo el viernes, a 30 horas de la apertura del comicio, y cuando ya no podría responderle sino Lecanuet. Algún experto aseguraba que su votación había descendido a un estricto 51 por ciento. Severo, imperioso, sin manifestar ansiedad alguna, insistió sobre la importancia de la decisión que el país debía tomar. Francia no puede desentenderse de su misión histórica; si lo hiciera, dejaría de ser Francia.
No se trata de un simple mandato presidencial. La cábala representaba el infinito multiplicando setenta veces el siete por sí mismo. Este septuagenario, que exigía el gobierno por otros siete años, se declaraba, de hecho, decidido a morir en su puesto. Hasta Francia podía flaquear, él nunca.
Y aún hizo algo más. Diez días antes de la elección, ni uno más ni uno menos, convirtió a Francia en la tercera potencia espacial, poniendo en órbita el primer satélite francés, lanzado desde la base sahariana de Hammaguir. Los técnicos militares que consumaron la hazaña tenían órdenes precisas: cuando el pueblo francés fuera a las urnas, el A1 (42 kilos) debía girar alrededor de la Tierra.
El tímido "bip bip" que dejó oír ese satélite exigió 50 millones de Nuevos Francos; poco más o menos, el costo medio de una campaña electoral moderna.
Los sabios franceses —no militares— se disgustaron por la función electoral que se hizo jugar al satélite A1.
Dijeron que, desde el punto de vista científico, no podía suministrar información adicional después de ocho años de exploración del espacio. Los rusos y norteamericanos cooperan entre sí; los ingleses, canadienses, italianos tienen sentido común para aprovechar la experiencia ajena. Francia, siguiendo un camino solitario, se aísla, quedará a la zaga de los demás.
Este éxito, añadieron, no implica en modo alguno que Francia pueda colocar en órbita, antes de veinte años, una cápsula espacial tripulada. A menos que se imponga un esfuerzo financiero sin relación con las posibilidades nacionales.
Es la misma objeción que oponen los antigaullistas a los planes para la creación de una fuerza nuclear francesa. Cuando esté en condiciones de ser movilizada —no antes de cinco años— el espacio aéreo del enemigo eventual ya será invulnerable, por la construcción de nuevos tipos de aviones y aparatos de detección.
Los entusiastas señalan la evidente prosperidad de la economía francesa. ¿Quién vaticinaba que no podría soportar el alto costo de los programas nuclear y espacial? Por el contrario, ambos programas —y la ingente ayuda que Francia dispensa a sus antiguas colonias africanas— sirven de estímulo al crecimiento de su propia economía.
Esto es verdad, sin duda alguna. Claro ese crecimiento, con ser rápido —y de observación directa para los franceses— no alcanza la dimensión necesaria para que sobre él pueda fundarse una política nacionalista en el mundo de hoy. Pero los electores no pueden imaginar siquiera que el producto bruto francés, medido en dólares, es inferior a la diferencia del producto bruto norteamericano de un año con el del año siguiente. "USA crece a razón de una Francia por año", indicó un grupo de economistas.

El hombre del destino
Las últimas declaraciones del Presidente permitieron a algunos observadores extranjeros reconocerle cierto grado de flexibilidad. Aludían, en particular, a una mejor disposición para las negociaciones agrícolas con sus asociados del Mercado Común Europeo y a su repentina indulgencia con respecto a Gran Bretaña, que tal vez podría ser admitida en esa comunidad sin renunciar a su sistema de preferencias tarifarias.
Pero sus críticos franceses insisten sobre el clásico "oportunismo" del general. Esa moderación tendría en cuenta, en vísperas de elecciones, el descontento de los campesinos, que no admitirán volver a producir tan sólo para el mercado interno. Por otra parte, de Gaulle necesitaría mejorar sus relaciones con Londres después de haber dañado seriamente su posición en Alemania con sus últimos gestos propicios en Moscú y Varsovia.
Los radicales y marxistas que se agrupan detrás de Mitterrand no pudieron concertar una alianza electoral con los demócratas cristianos. Pero Lecanuet coincidió con Mitterrand en presentarse como "europeísta" frente al "nacionalismo" del general de Gaulle, que estiman anacrónico. Francia, separada del resto de Europa, se convertiría antes de una generación en una reliquia del pasado, como Andorra o Mónaco, denuncian.
De Gaulle se jacta de ver más lejos. La Europa del futuro, sostiene, estará fundada en una cooperación estrecha, pero no en la destrucción de las soberanías nacionales. Y en ella caben no sólo los seis países que firmaron el Tratado de Roma, sino todos, cualquiera sea su régimen económico y social. "Las realidades —previo él hace muchos años— obligarán a los Estados comunistas a abandonar su ideología,"
Estas brumosas cuestiones de filosofía política no pueden interesar sino a una íntima porción del cuerpo electoral. Pero todo indica que los franceses no se sienten cómodos en la temeraria posición de gran potencia que les asigna de Gaulle, que encuentran el modesto "europeísmo" de Lecanuet y Mitterrand más próximo al sentido común. Pero el apoyo que brindan al Presidente, por razones que nada tienen que ver con la política exterior, será aplicado por él a nuevas aventuras en ese campo, recelan sus críticos.
No podría ser de otro modo. De Gaulle no se concibe a sí mismo sino cómo el hombre del destino. Tanto en 1940, cuando los panzer de Hitler corrían sobre una Francia inerme, como en 1958, cuando el país descendió al infierno de la guerra civil, fue este solitario quien hizo la historia. "Tengo conciencia de hablar en nombre de Francia", dijo la primera vez y repitió la segunda. Quién se toma estas libertades con una nación se expone a caer en el ridículo; pero si toda la nación lo escucha, si se yergue a su conjuro, la ilusión se torna verdad, misteriosamente.
Charles de Gaulle, último retoño de una larga línea de políticos y militares que sirvieron oscuramente a Francia, hijo de alguien que debió renunciar a la carrera de las armas por un revés de fortuna y no fue sino un ignorado profesor de literatura e historia, sintió, desde su infancia, latir en su corazón toda esa energía dormida, tantos ensueños frustrados, tanta sed de gloria.
7 de diciembre de 1965
PRIMERA PLANA

(N de MR: De Gaulle se presentó (ganó) en segunda vuelta ya que no le alcanzó el porcentaje en la elección que se cita, en 1969 renunció, en 1970 murió)
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