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pie de fotos
-Truman "Lo volvería a hacer"
-Hiroshima una semana después del estallido: en el centro, la cúpula
-Nagasaki: el epicentro veinte años después

 

 

El viernes de esta semana, en Hiroshima, durante el Desfile de la Paz, se distribuirá por primera vez el Libro Blanco japonés (elaborado por varias organizaciones, algunas oficiales) sobre el trágico infortunio que, hace veinte años, inscribió a esa ciudad y a Nagasaki —con letras llameantes— en la historia. Un redactor de Primera Plana trajo a Buenos Aires un ejemplar de ese informe alucinante, el único que hay en la Argentina.
Para los autores del Libro Blanco, está fuera de toda duda que la decisión mortífera adoptada por Harry Truman no respondía a razones militares. Japón estaba irremisiblemente vencido. La flota y la aviación del Imperio ya no operaban, por falta de combustible. Un millón de soldados ambulaba por las costas, pescando o desenterrando papas para mitigar su hambre. La industria producía obuses con metales de repuesto, ordinarios, por falta de cobre; unidades regulares fueron armadas con lanzas de bambú. Se concentraban 42 portaaviones para apoyar el desembarco; 24 naves de línea cañoneaban las costas a toda hora; 212 destructores y 183 barcos de escolta formarían el escudo que debía proteger la flota de invasión. Para la primera ola se contaba con seis divisiones de infantería; dos días después seguirían otras tres y cuatro quedaban en reserva. Por toda fortificación, los japoneses habían tendido algunas alambradas en sus principales islas.
MacArthur sostuvo más tarde que era innecesaria la participación rusa en la campaña del Medio Oriente, pero decenas de documentos, firmados de su mano, probaron que él calculaba un año de guerra todavía y tal vez un millón de muertos. El gabinete imperial convino en que la derrota —la primera derrota del Japón en una historia de quince siglos— era inevitable; pero también estimó que, para salvar el Mikado, para preservar las instituciones tradicionales, esa derrota debía ser una hecatombe sagrada. Los más altos jefes se sacrificarían al frente de sus tropas. La nación misma imitaría a los jóvenes héroes kamikazis (pilotos suicidas). Algún día, la trágica epopeya serviría de punto de partida para el resurgimiento.
Ciertos dirigentes, sin embargo, temían que la ruina total del imperio favoreciese una erupción comunista. Desde febrero, el príncipe Konoye, hombre de confianza del Emperador y Primer Ministro en el gobierno anterior al de Tojo, recomendó la capitulación. Los grupos pacifistas japoneses entraron en contacto con agentes aliados en Estocolmo y en Ginebra. Yoshio Fujimura, coronel de Marina, se reunió cerca de Berna con Allen Dulles, jefe de los servicios estratégicos de USA en Europa. En abril, después de un inútil alarde en Okinawa, cayó el gabinete Koiso; el nuevo Primer Ministro, almirante Suzuki, no hablaría de guerra sino para preparar la paz. En marzo había comenzado el
bombardeo estratégico en vasta escala, que redujo a cenizas las principales ciudades del Japón. Fueron destruidas casi 3.000.000 de casas; las bajas civiles alcanzaron a 300.000 almas.
Pero hay más. Durante cinco años, después de la guerra, se admitió la versión que ofrecieron Truman y Churchill, en sus Memorias, sobre la conferencia de Potsdam; en 1960, una revelación de la revista Look obligó al Departamento de Estado a publicar un informe (2.654 páginas) que, a pesar de su prolija reticencia, confirma que ambos estadistas habían reservado importantes documentos.
Se trata del ofrecimiento oficial de rendición transmitido por Sato, Embajador de Japón, al gobierno soviético. El Consejo Supremo de Guerra se había reunido el 11 de mayo, por primera vez, y la mayoría no pudo vencer la resistencia del ministro de Ejército, Anami. En junio deliberó nuevamente, ahora en presencia del Emperador y en el refugio subterráneo de su palacio. Opinión unánime: el armisticio no podía demorarse más. Era preciso aceptar la rendición incondicional, con la sola salvedad de que el Japón no fuera privado de su Emperador. Como la URSS se mantenía neutral, el príncipe Konoye viajaría a Moscú para solicitar los buenos oficios del mariscal Stalin. El embajador Sato debía solicitar su aprobación para el viaje de Konoye.
Stalin se había comprometido, en Yalta, a entrar en guerra contra el Japón noventa días después de la rendición de Hitler, el tiempo necesario para trasladar sus ejércitos al Lejano Oriente. Más tarde se dijo que pedir esa ayuda innecesaria fue un error de Roosevelt, porque permitió a los rusos emprender una ambiciosa política asiática con el consiguiente triunfo de la Revolución China, en 1949. Es falso: tanto el comandante en jefe (MacArthur) como el jefe del estado mayor combinado (Marshall) y todos los dirigentes militares, insistieron ante Washington en que la participación rusa era necesaria para ahorrar un millón de muertos a los Estados Unidos, que no perdieron sino 300.000 hombres en todos los frentes.
Pero lo cierto es que el caudillo soviético no estaba interesado en una rendición inmediata del Japón; la guerra debía seguir, para que él pudiese asomarse a los asuntos asiáticos, poner un precio elevado a su cooperación. No informó en el acto a sus aliados sobre la gestión del Embajador Sato; esperó a la conferencia de Potsdam (17 de julio-2 de agosto 1945). No obstante, los servicios de inteligencia norteamericanos habían interceptado el mensaje del Canciller Togo a su representante en Moscú: así consta en el Diario de Porrestal (secretario de Marina de USA), en las memorias del almirante Zacharías (jefe de espionaje militar) y aún en el informe del Departamento de Estado.
Cuando Stalin anunció el pedido de visa para el príncipe Konoye, Truman y Churchill le aconsejaron que tardase en responder; así lo hizo, porque le convenía. Pero no sospechaba el porqué de la actitud de sus aliados: el 18 de julio, Truman había informado a Churchill sobre el estallido de la primera bomba atómica experimental el 16, en Alamogordo (Nuevo México). En las memorias de ambos consta que Churchill le indicó la conducta a seguir: revelar el hecho a Stalin, sin mayores detalles, y luego arrojar la bomba sobre el Japón. La razón era obvia; cuando la URSS atacase, noventa días más tarde (el 8 de agosto), como se había convenido, los nipones ya estarían vencidos.
La bomba se lanzó el 6 para anticiparse al ataque ruso, para que pareciera que Stalin entraba en lucha después de atomizado el Japón. Era el comienzo de la guerra fría. Los japoneses serían usados como cobayos para que la URSS comprendiese que, a pesar de sus 17 millones de muertos, la victoria era de la potencia que había alcanzado la hegemonía atómica.
Truman no descifró estas sutilezas. Nada sabía de la bomba atómica hasta una hora después de la muerte de Roosevelt, cuando el Secretario de Guerra, Stimson, le puso al corriente de esos trabajos ordenados sin autorización del Congreso (con fondos secretos de la Presidencia). Desde entonces, el general Leslie Richard Groves, director del programa atómico, se adueñó de su ánimo. Después del experimento de Alamogordo, Groves anuló una orden preexistente que prohibía atacar a Hiroshima e informó a Truman por cable, el 25 de julio al alba. Truman no dijo sí; se limitó a no decir no. Su respuesta fue: "Apruebo las directivas de Groves."
Más tarde escribiría: "En mis primeros meses de presidencia me sentí como un chiquillo lanzado por un tobogán." Groves comentará: "Hubiera necesitado nervios muy sólidos para pronunciar un no." Al cabo de 20 años, en fin, Truman se muestra orgulloso de haber impartido la orden y repite, con horrenda seguridad; "Volvería a hacerlo, sin la menor vacilación."

El sol artificial
Esta es la historia que cuentan dos profesores de Física de la Universidad de Hiroshima, quienes observaron la explosión desde 6 kilómetros al Este del epicentro.
"Después del relámpago blanco, una llama se fue extendiendo en círculo desde la bola de fuego formada en el centro. Las franjas de la llama eran como cortinas, que se hinchaban a los costados con increíble velocidad. Por unos instantes pareció que una lámpara púrpura se abría sobre la ciudad, en un diámetro de 4 kilómetros. Entonces, una columna de humo blanco ascendió perpendicularmente desde el centro de la ciudad." La Estación Meteorológica de la Prefectura de Hiroshima continúa la historia de este modo, en un informe oficial: "A medida que la bola de fuego desaparecía, iba siendo reemplazada por una enorme nube blanca, injertada dentro de una columna de humo también blanco. Más tarde, el pilar de humo se volvía multicolor. La masa de nubes altas seguía creciendo como un hongo hasta que formaba un cúmulo-nímbus gigante. En el momento de la detonación, la temperatura en el epicentro era de algunos millones de grados centígrados. Un millonésimo de segundo después, el aire alrededor de la bola de fuego se volvió incandescente, y emitió rayos de calor con muchas longitudes de onda y, en consecuencia, con muchos colores. El diámetro de la bola de fuego era de 17 metros, un millonésimo de segundo después de la detonación, y la temperatura ascendió a los 300 mil grados. Visto desde 4 kilómetros, el globo parecía cien veces más luminoso que el sol."
En un informe del Instituto Los Álamos —Los efectos del arma atómica— hay un análisis de las primeras consecuencias del estallido: "La bola de fuego genera una colosal masa de aire caliente, capaz de desplazarse a 4.400 metros por segundo. Un segundo después de la detonación, el globo creció de 17 a 140 metros de diámetro. La temperatura descendió a 7.000 grados centígrados."
El relámpago impresionó a la gente de un modo distinto, de acuerdo a la distancia: "Un rayo más poderoso que todas las luces conocidas", dijeron en Tenma-cho, a 1.100 metros del epicentro. "Pensé que una bomba de magnesio puro había reventado en el camino" (Nobori-cho, 1.200 metros). "Las cosas se volvieron amarillas en un solo instante" (Nobori-cho). "Un millón de lamparitas eléctricas surgieron repentinamente en el cielo" (Dotemachi, 1.500 metros). "El cielo íntegro se estaba quemando" (Estación Yokogawa, 1.800 metros).

El infierno a lo lejos
Las observaciones a distancia son también extrañas. En Nakasu, una aldea situada siete kilómetros al norte del Hospital Shima, en Hiroshima, todas las ventanas que miraban al sur se hicieron trizas. En el pueblo de Kuba, 27 kilómetros al sur del epicentro, 300 ventanas se rompieron, y la gente sintió un repentino calor. El relámpago de Hiroshima fue también observado desde la ciudad de Matsuyama, a 80 kilómetros.
Los efectos térmicos de la bomba se van apagando a mayor distancia del epicentro.'"Pero ésa es sólo una apreciación genérica, porque en los días nublados o cuando la atmósfera está cargada de polvo, los rayos calóricos pierden su fuerza más rápidamente. Como el cielo de Hiroshima estaba despejado el 6 de agosto, y casi despejado en Nagasaki, el globo de fuego pudo expandirse con toda su potencia.
Pero hay otros elementos básicos en este proceso: el primero es el viento cálido que se desató después del estallido, la súbita hinchazón del aire alrededor del globo; esa ráfaga, comparable a una muralla de cemento moviéndose a 4.000 metros por segundo, presionó sobre todo lo que pudo tocar y pulverizó las estructuras más próximas durante el primer segundo posterior al estallido.
Esta ráfaga fue más violenta en Nagasaki que en Hiroshima, en parte, porque la bomba de plutonio descargada sobre esta segunda ciudad era un 20 por ciento más poderosa que la primitiva bomba de uranio, y en parte, también, porque el 9 de agosto asoló apenas una estrecha garganta de Nagasaki, el valle de Urakami, y permitió así que la fuerza expansiva quedara encajonada. A cien metros del epicentro, los pilares de acero de los edificios se incrustaron en los cimientos. 
Sobre los cuerpos humanos, la radioactividad ejerció algunos efectos sesgados: en Nagasaki, por "ejemplo, los fragmentos de plutonio fueron arrastrados por el viento a una velocidad de 3 metros por segundo, y contaminaron las reservas de agua de Nishiyama, que se extendían desde los 1.500 hasta los 7.000 metros al este del epicentro. En esta área de diez kilómetros cuadrados, las diez o doce mil personas que habían conseguido librarse de los efectos directos del estallido, recibieron una dosis altísima de radiación a causa del agua bebida o del polvo inhalado. El equipo japonés dirigido por el profesor Shinohara, de la Universidad de Kiu-shu, advirtió en las primeras mediciones de radioactividad hechas en Nagasaki (el 19 de octubre de 1945), que el promedio era unas 150 a 200 veces más alto de lo normal.

El gordo y el flaco
A la bomba lanzada sobre Hiroshima la llamaron El flaco o El muchachito; era de uranio 235 y su diámetro se hinchaba apenas hasta los 70 centímetros: estalló a 570 metros sobre el Hospital Shima. A la de Nagasaki se la conocía como El gordo y reventó a 490 metros sobre la catedral de Urakami; pesaba 4 toneladas y media, tenía 3,2 metros de largo por 1,5 de diámetro y su carga era de plutonio 239. Los dos artefactos aprisionaban la misma potencia explosiva: unas 20 mil toneladas de TNT.
No es fácil calcular el número de víctimas que la hecatombe produjo en Hiroshima durante la primera semana, porque muchos afectados por la radiación huyeron a los suburbios y porque era imposible calcular la afluencia de gente a la zona céntrica de la ciudad un día lunes como aquel del 6 de agosto de 1945, a la hora en que se abrían los bancos (8.15 a. m.). Las estimaciones más serias —sobre todo las del Informe sobre los Desastres de la Bomba A, publicados por la Prefectura de Hiroshima— señalan una cifra mínima de 125.699 muertos en los primeros 5 días posteriores a la explosión. De esa cifra se exceptúan los soldados acuartelados en la ciudad y los miembros del Cuerpo de Trabajo.
En Nagasaki, los datos oficiales son más precisos. Indican 73.884 muertes instantáneas, 76.796 personas heridas el mismo día del estallido y 120.820 afectados por la radioactividad.
Por lo menos un 23 por ciento de esas víctimas (en Hiroshima la proporción se eleva al 34 por ciento) perecieron o fueron gravemente dañadas por los derrumbes de edificios o por el incendio que sucedió al relámpago. En el resto, los efectos de la bomba deben clasificarse en externos e internos. Por radiación externa se entiende la exposición del cuerpo humano a los rayos directos e, inclusive, a los que penetraron a través de los edificios y las ropas. Las radiaciones internas exigen intermediarios: se reciben a través del agua bebida, del polvo que se respira, de los alimentos.
Las mutaciones hereditarias suelen también ser graves: la ABCC de Nagasaki (Comisión para los Daños de la Bomba Atómica) publicó un informe del profesor Ichiro Hayashi, sobre la base de exámenes a 887 recién nacidos entre 1949 y 1953. El porcentaje de criaturas deformes ascendía al 18,9 entre los hijos de matrimonios expuestos a la radiación y al 12 entre hijos de personas normales. La deformidad típica es la microcefalia, con su secuela de retardos mentales; todos, además, suelen contraer anemias. El 22 de diciembre de 1960, el Asahi Shimbun —uno de los diarios más poderosos del Japón— publicó una extensa carta del señor Susumu Lida, de 37 años, residente de Yokohama. Fue a través de esa historia que los médicos especialistas en enfermedades atómicas percibieron hasta qué punto la radioactividad recibida por uno de los padres podía prolongarse en los hijos como un estigma.
"El 11 de diciembre, hacia la medianoche —decía la carta—, nació nuestro segundo hijo. Deseábamos de todo corazón que fuese un muchacho, y nuestro ruego fue satisfecho. Pero era una criatura deforme, con manos escalofriantes, sin pulgares. Los médicos sospecharon que se debía a la bomba. Mi esposa tenía 19 años en 1945, y era una estudiante universitaria en Nagasaki. El 9 de agosto, a las 11.02 de la mañana, ella estaba en el interior de la Facultad de Ciencias, un edificio de hierro y cemento a tres o cuatro kilómetros del epicentro. Creímos que eso no tendría ningún efecto sobre nuestro hijo, puesto que el único rastro que dejó era una pequeña cicatriz en la nariz de mi esposa, a causa de un vidrio que se le incrustó allí. Pero es mi hijo ahora el que deberá soportar las consecuencias."
No se han comparado todavía los daños que produjo la bomba en Hiroshima y Nagasaki. Aquí, más que en ningún otro caso, las cifras hablan claro. Casas completamente destruidas por el fuego: 56.111 en Hiroshima, 11.574 en Nagasaki; casas completamente destruidas por la ráfaga atómica, 6.820 y 1.326; casas gravemente dañadas por la ráfaga, 3.750 y 5.509; casas parcialmente destruidas por el fuego, 2.290 y sin datos.

revista Primera Plana
03/08/1965