Gandhi a 20 años de su muerte

Arun Gandhi, nieto del Mahatma, que fue asesinado hace veinte años, describe, especialmente para Primera Plana, las últimas horas del fundador del Estado indio.

 

 

 

 

 

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El 30 de enero de 1948, cuatro días después de las celebraciones del Día de la República, Gandhi se levantó a la hora habitual: las 3.30 de la mañana. Estaba débil, porque la semana anterior se había infligido un ayuno de siete días. La razón de ese ayuno fue una masacre descomunal entre indios y musulmanes. Era muy desgraciado en medio de la pompa y el oropel de Nueva Delhi, ahora capital de la India independiente; desgraciado también en Birla House, un edificio de cien habitaciones, porque se sentía espiritualmente aislado del pueblo y de sus amigos, los líderes del Partido del Congreso, entre los cuales medraba la discordia. Su tristeza orillaba el desaliento. Lo impulsaba a escribir: "Estoy rodeado de amigos queridos en este edificio palaciego, pero en mi alma no hay paz. Trato de quitar la impureza que nos ha cubierto. No tengo ánimos para ver mi fracaso: he desechado mi deseo de vivir hasta los 125 años".
Había reanudado su vida de simplicidad y apartamiento. No desdeñaba ayudar a su esposa y su hija a preparar el frugal almuerzo. Sus mejores discípulos lo habían seguido a Poona, y constituido, a su alrededor, el Ashram, una especie de falansterio filosófico. Junto al fuego, cada noche, discurrían sobre el hombre y el destino. Gandhi era alegre, de una alegría casi infantil; y cultivaba el humor, que al volverse contra él se convertía en una forma de humildad. Su filosofía era serena y luminosa: "El camino de la purificación es escarpado".
Para alcanzar la pureza, el hombre debe elevarse sobre las corrientes opuestas del amor y el odio, de la adhesión y la repulsa, y excluir las pasiones en su pensamiento, sus palabras y sus actos. Vencer las oscuras y engañosas pasiones es más difícil que conquistar el mundo con ayuda de las armas. "Aquel que no se sitúe, por su propia voluntad, en el último lugar entre sus semejantes, no se salvará." Después de las plegarias matutinas se sentó a bosquejar una nota que contenía sus opiniones sobre la reorganización del Partido. A las 4.45, como de costumbre, bebió agua caliente, miel y jugo de limón. Una hora más tarde bebió 16 onzas de jugo de naranja; luego descabezó un corto sueño, y, al despertar, reclamó su correspondencia.
No se sentía bastante bien para dar su paseo matinal; caminó por su aposento. A esa hora solía tomar unas pastillas caseras con clavo de olor, para aliviar la tos; el polvo de clavo de olor se había terminado; su nieta, Manu, decidió preparar una nueva reserva de pastillas. Le dijo: "Enseguida estaré contigo; de otro modo no habrá nada a mano, cuando se necesite". A Gandhi no le gustaba que nadie dejase una tarea presente para anticiparse a un futuro incierto. "¿Quién sabe —contestó— lo que sucederá antes de que caiga la noche, o si estaré vivo?"
Nunca hablaba Gandhi de la muerte con esa desenvoltura. ¿Lo asaltó un presentimiento? Después de emitir esa misteriosa observación se dedicó a su baño y su masaje. Salió del baño radiante, renovado, pleno de humor. A las 9.30, acabado su ejercicio diario de escritura bengalí, comió su almuerzo de Verduras hervidas y crudas, leche de cabra y frutas. Durante el baño y el almuerzo discutió temas políticos con su secretario. .
Lo que Dios le inspiró, en el momento oportuno, fue la decisión de dejar su puesto a Jawaharlal Nehru. Pronto el mundo conocería esa profunda personalidad, educada desde su infancia para, ser la de un estadista a la europea. En materia económica, Nehru traía su concepto de la planificación democrática, un socialismo de Estado reconciliado con las tradiciones liberales y con la espiritualidad religiosa. En lo que concierne a relaciones internacionales, la India, gracias a su neutralismo activo, se transformaría en una potencia de las más influyentes. Nehru, teniendo tras sí la fuerza de la opinión interna, más efectiva que la militar, trabajaría incansablemente contra la III Guerra Mundial.
Fue el espíritu de Gandhi el que grabó su sello indeleble sobre la nación; ella cree que tiene una misión sagrada que cumplir: la de realizar la visión de paz que iluminaba a su profeta.
Esa tarde recibió a unos líderes musulmanes para discutir su planeada visita al Ashram de Sevagram: había prometido no abandonar Nueva Delhi hasta que esa comunidad se sintiera segura sin su presencia. Vacilaba; en un momento, dijo: "Quién sabe si podré partir; todo está en manos de Dios".
Las entrevistas se reanudaron. Llegaron el doctor M.W.H. de Silva, Alto Comisionado de Ceilán en la India, y su hija, quien le pidió un autógrafo: probablemente fue el último que concedió. Después vinieron un fotógrafo francés, quien le obsequiaba un álbum de fotografías, y por último Margaret Bourke-White, de la revista Life.
Concluidas las entrevistas se encerró con Sardar Patel para discutir el creciente desacuerdo del Ministro del Interior (Patel) y el pandit Nehru. En un tiempo, Gandhi había propuesto que uno de los dos dimitiese, pero ese día llegó a la firme conclusión de que ese acto podía ser suicida. La entrevista se prolongó más de una hora; dijo a Patel que hablaría con Nehru después de las oraciones de la noche. Gandhi llegó tarde a la reunión de plegaria.
Lo que se debatía era la licitud de la razón de Estado. "Desobedeceremos las leyes de los ingleses —escribió Gandhi treinta años atrás— tan suavemente, con tanta bondad y obstinación, que ellos, fatigados por nuestra apatía, tendrán que partir." Era la doctrina de satyagraha (no cooperación).
Antes de la guerra lo había visitado el socialista francés André Philip. "Supongamos —le dijo— que mañana la india sea independiente; usted tendrá el problema de las rivalidades religiosas, el de las fronteras por defender; el del orden jurídico que deberá presidir las relaciones sociales; precisará de la policía, un Ejército, una fuerza cualquiera para mantener la disciplina necesaria a la existencia del Estado. ¿Piensa usted que el Estado podrá existir sin usar la fuerza?" Respondió: "Si fuese un santo tendría respuesta; no puedo, lo cual demuestra toda mi pobreza espiritual; sólo sé que fui llamado para liberar a mi pueblo por medio de la no violencia. El día en que hayamos conseguido esto, y se presenten otros problemas, puede que mi vocecilla interior no me abandone, que me inspire lo que debo hacer".
Ya sobre el césped, uno de sus asistentes le dijo que dos trabajadores de Gujarat querían verle. "Díganles que vengan después de la plegaria; los veré, si estoy vivo", insistió. Patel, actuando según informaciones reunidas en el Ministerio, quería hacer registrar a todos los feligreses y mantener una guardia estricta en Birla House, pero Gandhi se negó, diciendo que nadie podría protegerlo mejor que Dios.
Mientras caminaba hacia el centro de la reunión descansó sus brazos en los hombros de Manu y de la señora Abha Gandhi, que habían dedicado la vida a su servicio. Bromeaba sobre las zanahorias crudas que le habían servido esa tarde: "¿De manera que me dan alimento para ganado?" "No, se supone que es un premio para los caballos, Bapuji", respondió una de ellas. "Bien —dijo Gandhi—, ¿no es magnífico que pueda disfrutar con algo a lo que nadie da importancia?"
La multitud le abría paso hacia el estrado, pero alguien se lanzó sobre él a empellones, por su derecha; otro trató de interceptar al intruso, aferrándole la mano, pero se liberó; la automática, que tenía siete balas, disparó siete. Gandhi se había inclinado con las palmas de sus manos unidas en gesto de obediencia. Los dos primeros disparos atravesaron el delgado cuerpo del profeta y salieron por su espalda; el tercero se alojó en el pulmón. "¡Rama, Rama!" ("¡Dios, Dios!") clamó, desplomándose.
Se podrá pensar que esa muerte consagraba el fracaso de la doctrina de la no violencia. Es exactamente lo contrario: bastó su sacrificio para poner fin a la lucha. 500 millones de indostanos comenzaron a librarse ese día de la intolerancia racial y religiosa. 
30 de enero de 1968
PRIMERA PLANA
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