Ionesco
Soy vanguardia, ya es tarde para impedirlo

 

 

 

 

 

OTRAS CRÓNICAS INTERNACIONALES

Del golpe a la revolución
Francia y De Gaulle
El día que liberaron al amor
Chile, por una suave izquierda
Las dos alemanias. Un muro, vergüenza de europa
Nixon, el poder y la gloria
Ya se logró el tratado, ahora falta la paz Egipto - Israel Jimmy Carter
Uganda, el previsible final de Idi Amín

Salvador Dalí se recibió de "inmortal"

El gran desafío de Vito Campanella
Hubo un nacimiento en Rumania, en la grisácea ciudad de Slatina, el 26 de noviembre de 1912. Hubo una infancia francesa, transcurrida bajo el sol parisiense y el de Le Chapelle - Anthenaise. Hubo una primera vez con el teatro : en los Jardines de Luxemburgo, viendo los juegos grotescos de un par de títeres.
El niño Eugéne Ionesco, de la mano de su madre, contempló con deleite cómo los muñecos dialogaban a los golpes. Lenta, suavemente, fue cayendo en la intensidad: los muñecos asumieron formas enormes, fantásticas. No comprendió cabalmente qué le estaba sucediendo; algo en el aire, algo en su interior, perturbándose. Oscuramente intuyó que ellos hablaban de él, de la realidad, de las cosas. Oscuramente intuyó que no podía irse nunca más de allí; de eso.
Treinta años más tarde, como por casualidad, mientras estudia inglés, su mano garabatea un diálogo disparatado. Como en una digestión normal, como si fuese inevitable el desenlace, surge 'L'Anglais sans peine', conocida luego como La Cantante Calva. Y con ella la vanguardia, la chispa que hace saltar por los aires las formas establecidas del teatro.
Pero el tiempo ha pasado. La misma mano ha escrito: Las sillas, La lección, Rinoceronte, El asesino sin gajes, Víctimas del deber, El Rey se muere. Como el mismo Ionesco dice, él se ha convertido en un clásico vivo. No se puede hablar de teatro sin hablar de él. Es un momento fundamental en el crecimiento, en la "verdad" del teatro. Sin embargo, un molesto detalle vuelve a Ionesco —y a su obra— cuestionable. Porque, ¿cuál es —en rigor— la intención inicial de la obra del rumano? Hay dos intenciones: el intento de violentar la lógica aceptada del lenguaje a través —o señalando, o exasperando— de sus propias incoherencias, para atentar contra la realidad misma, para "desmitificarla"; y el ataque contra la pequeña burguesía, su desesperado y casi épico intento de mostrarla en su grotesco diario, en su mentira; su proposición, en fin, de destruir su modorra metafísica.
De la intención inicial, qué duda cabe, Ionesco sólo ha conquistado una mitad: el trozo formal. Pues con respecto al trozo "heroico' , cabe preguntarse: ¿qué tipo de público es el que convive —realmente— con su obra? Es evidente: el público referido al estilo de vida que él quiere incendiar. Un público que (Ionesco lo sabe) no ocupa las butacas para ser sacudido por un moralista de la semántica ni para ser preocupado por los intentos artesanales de un francotirador; cuánto menos para renacer, o para morir. Esa gente va al teatro, como siempre, para complacerse y divertirse; y va —más precisamente— porque todo indica que la literatura de Ionesco facilita una complacencia y una diversión 'á-la-páge'.
Es aquí —en la aceptación de la evidencia— donde Eugéne Ionesco comete su grave adulterio: Ionesco "pasado por arte" redime lo que detesta, consuela mientras agrede. Hace literatura malsana. Pero divertida, trágica, espléndida.
ATLÁNTIDA conversó con él: de su nerviosismo, su talento y sus contradicciones extrajo un reportaje exclusivo. Más allá de la crónica, tal vez una pieza digna de su pluma.
P. —¿Se considera usted actualmente vanguardia?
R. —En última instancia, no soy yo quien debe determinarlo. No me preocupa ser "vanguardia" del modo enfático y vacío con que usted me lo pregunta: vanguardia suena, en su pregunta, como "el último que se descompuso". Así no vale. Toda búsqueda real en el medio de expresión, toda manera de intentar expresar una verdad, por difícil o incomunicable que esta parezca, es —si se logra— vanguardia artística. Me considero un inmortal nato, un clásico vivo. Un indestructible. No soy un dictador de las formas: propongo la libertad, la verdad, la belleza. Explico, me explico, lo explico; a veces no sé bien de qué se trata: sé que nace de mí y que es valioso porque está en el fondo común de todos los hombres. Como usted, como cualquiera, tengo miedo y estoy confundido: ¿puede criticárseme por explicar esto, por aceptarlo, por intentar resolver mi confusión y mi miedo? Habló usted de vanguardia y yo le he dicho si se logra. Hay ahí una fatalidad, una injusticia natural: el talento, la suerte, en definitiva lo que es el destino de cada uno. Puedo redondear el pensamiento: una actitud, una obra de arte, es vanguardia si "hace" vanguardia. Con respecto a mi propia obra la considero, efectivamente, de vanguardia. No van a decirme ahora que mi paso por el teatro no ha dejado su secuela de víctimas (esto sin excluir a críticos y espectadores que jamás me comprendieron y giraron en torno a mí, furiosos o halagadores pero siempre preocupados, con las tripas en la mano; y finalmente vencidos). No va a decirme que no he modificado la estructura teatral, que no he dejado al descubierto los burdos hilos del teatro, que no he echado luz sobre la esencia de lo teatral. No puede decir eso. Soy vanguardia, ya es tarde para impedirlo.
P. —¿Pero el haber entrado a la Academia no es un síntoma de envejecimiento, de concesión o capitulación?
R. —Le contesto con preguntas: ¿No cree que las instituciones están compuestas por personas ?; ¿no cree que las personas hacen las instituciones ? Dígame: ¿por qué negarle operancia a la Academia? Se puede hacer mucho desde allí. Creo que ella me merece. Yo soy la Academia, yo no soy nada. Pude haber sido Sandokán.
P. —Con respecto a su obra; en ella usted ataca visiblemente a la llamada pequeña burguesía. Más tarde, se ensaña con los llamados revolucionarios; en definitiva, ¿qué es lo que usted ataca de la sociedad?
R. —A todo, por supuesto.
P. —Bueno, pero ¿a quiénes?
R. —A los mismos, siempre a los mismos: a la pequeña burguesía universal. Son ellos los que usted está denominando "revolucionarios": nuevos rinocerontes, nuevas formas rinocerónticas. Revolución es un término demasiado importante como para ser desbaratado de ese modo. Revolución hace un Einstein, él sí es un verdadero revolucionario.
P. —¿Y usted?
R. —Yo soy un desmitificador. En mi elemento puedo considerarme revolucionario. Me interesa el lenguaje, me interesa la vida, me interesa la muerte. Siento ante ellos el fracaso constante de mi humanidad. La condición humana es un naufragio y un regocijo. Me rebelo ante el naufragio y ante el regocijo. La condición humana es una condición inaceptable; me rebelo ante lo que es inaceptable. Pensarán que estoy perdiendo el tiempo, que es una rebelión inútil. Rebelarse es menos inútil que vivir.
P. —¿Qué relación hay entre usted y Sandokán?
R. —La piratería.
P. —¿Y usted es más importante que Sandokán?
R. —Sí; Sandokán es un personaje para niños. Y los niños son un personaje para mí.
P. —¿Y de la muerte qué?
R. —¿Como personaje teatral ?
P. —No, como muerte.
R. —Es teatral. Generalmente no tiene buenos guionistas, pero siempre acaba por tener éxito. Eso explica la envidia que sienten por la muerte algunos pequeños escritores. Le diré más: creo que la muerte me envidia.
P. —¿Usted dialoga con la muerte?; y siendo así, ¿la tutea?
R. —Puede comprobarlo : ahora yo también soy un académico.
P. —Al hablar así, ¿no teme ser retórico?
R. —No más que la muerte. Los dos somos un hecho elocuente.
P. —A propósito, ¿no podría agregar algo más sobre la frivolidad?
R. —Oh..., no representa la edad que tiene.
P. —¿Cree en el tiempo?
R. —Sí, irremediablemente. Todo tiene tiempo y sexo. En fin, no sé más. El psicoanálisis me paraliza
P. —¿El sexo tiene color? ; ¿es humorístico?
R. —Sí, sí; es mortal.. Y feliz.
P. —Tiene razón.
R. —Lo ignoro.
P. —Lo vamos conociendo más.
R. —Seamos más humildes, por favor.
P. —Sigamos, entonces. ¿Se acostumbra usted a la vida?
R. —No, yo vivo. Me desarraigo, me dilapido. No soy un roedor de la vida. Créame, abuso de mí.
P. —¿Y de Dios?
R. —No le he negado nada. También espero. Dicen que es más constante que yo.
P. —¿Y los revolucionarios?
R. —Son pequeños desertores en masa. Huyen del talento. Son el vigor de la tiranía... y su última debilidad.
P. —¿Se refería también al chinoísmo?
R. —Un espectáculo. Paranoia amarilla en explosión. Una gran objeción en contra de la naturaleza humana.
P. —¿Qué les diría?
R. —Abracadabra. Pero no me creerían. Son crédulos del poder. Avaros del absurdo. Yo, para derrocharlos, sólo puedo ponerlos en escena. Soy, en verdad, un verdugo del consuelo socializado.
P. —¿No teme usted... ?
R. —Aumente su cólera y será amado. Una vida es un núcleo, una resistencia a la tristeza. No estamos hechos para perder aunque todo sea una tragedia. Sí, un malentendido, una fuente inagotable de comicidad.
P. —¿Un malentendido?
R. —Sí, no se desconcierte ; o mejor, desconciértese. Al malentenderme usted me crea.
P. —Pero frente al dolor...
R. —No le pida permiso —ni perdón— al dolor. Sea un aristócrata. Mi tendencia es estar en contra de mi tiempo. Pero las ideas son expresión de un temperamento metafísico cósmico. Al pensar no estamos solos, otros lo piensan y lo sienten; otros lo pensarán y lo sentirán. Nuestras ideas no perecen. Uno representa a su tiempo incluso si uno está en contra de él. No se debe ceder al chantaje que en 1935 usaron los fascistas y hoy utilizan los comunistas, los soviéticos, los izquierdistas. Sus distintas doctrinas no son más que la máscara de la misma libido dominante, fundamental. Esto puede aclararle el sentido propio de mi rebelión.
P. —¿Cómo afectan al individuo los cambios históricos?
R. —Sólo cambia la situación. La historia no nos hace porque ya estamos hechos. Creo en el gato "apriorístico". La esencia precede a la existencia. El cambio esencial es puramente imaginario. Por esto me inclino a creer, ilógicamente tal vez, a pesar de todo, que no estamos excluidos de la inmortalidad. En fin, la naturaleza humana no puede ser odiable. No me convierto en el bien o mal que hago; son externos a mí.
P. —¿No se contradice a sí mismo?
R. —Usted me obliga a contradecirme con sólo hacerme hablar de la realidad.
P. —¡Ah, qué novedad! La realidad es contradictoria.
R. —¿Qué me quiere decir?
P. —Vuelve usted a tener razón.
R. —No se extienda sobre mi ignorancia. La realidad es siempre de vanguardia, aunque no sea una novedad.
P. —Es usted un realista, entonces.
R. —Más que las piedras; eso es lo verdaderamente desconcertante.
P. —¿Qué le parece el diablo?
R. —Un ser angelical. Un poco sordo..., un poco bizco; en fin, su esencia le hizo mal. No estaba preparado.
P. —¿Protege usted su soledad?
R. —Sí, reivindico el derecho de arreglármelas conmigo mismo. El derecho a estar cara a cara conmigo mismo.
P. —¿No es egoísta su actitud?
R. —Los demás me dicen que los olvido, que no puedo abandonarlos. Pero si llego a ser fuerte, si llego a ser libre, les daré mi fuerza, les daré mi libertad. Ya es conocida mi debilidad, mi vulnerabilidad.
P. —¿Cómo hace para soportarse?
R. —Soy mi propio hospital; me atiendo gratis. Me gusta vivir internado. En fin, soy un pensionista deseable.
P. —¿No se arrepiente nunca de sí mismo?
R. —No, esa no es una verdadera posibilidad. Sólo me planteo el arrepentimiento en relación a mis actos.
P. —¿Cómo puede resistir la sensación opresora del mundo?
R. —Es que... es una cuestión espacial; el mundo me oprime mientras yo camino sobre él. Soy un caminante, un hombre que hace su metafísica de a pie. Esto explica que sobre mí estén el vacío, la angustia, la libertad. Esa manera vertical de andar produce en mí un sentimiento de transparencia, de euforia. Son mis momentos solares. Yo soy la luz que anonada la opacidad de los objetos, la pesadumbre de la materia. No dirá usted que no ha oído hablar del espíritu.
P. —¿No es una concepción demasiado absoluta de usted mismo?
R. —No, la luz no es un mérito, es una herida que nos designa mutuamente. El amanecer se comparte.
P. —Bueno, hablemos de algo estúpido, por favor...
R. —Ya hemos hablado de la Revolución; sugiérame algo...
P. —Hablemos de la seriedad.
R. —No tenemos la obligación de aburrirnos con las secreciones de la pequeña burguesía.
P. —Pero hay un instante fatal de seriedad que sobrepasa esa clasificación de "pequeño burgués"...
R. —Es cierto; la fatalidad tiene su instante, su eternidad; es el instante que nos hace sonreír.
P. —Si este micrófono fuese un revólver que le obliga a decir la verdad, ¿repetiría que ese instante "nos hace sonreír"?
R. —No lo diría: sonreiría. Usted estaría perdido, yo le habría arrebatado mi libertad. Antes que el revólver ya estaba la muerte, el miedo, la oscuridad ; y sin embargo...
P. —¿Qué opina de los ladrones?
R. —Son inofensivos. Nada esencial puede robarse. Yo soy en la palabra, mi palabra soy yo, y esta palabra precede a mis enemigos. Y siempre les será inarticulable.
P. —Y esa palabra suya, el teatro...
R. —Sí, es cierto, he respirado, me he respirado escénicamente, y tal vez de ese mundo lóbrego, airado, hostil y gozoso, se haya conquistado una pregunta o una certidumbre común.
P. —No quisiera haberlo fatigado con mis preguntas.
R. —No se preocupe; el mundo vino hacia mí sin solicitar la entrevista; y ya ve, soy un dramaturgo.
Guillermo Zorraquín (h.) Fotos: Juan Mestichelli
revista Atlántida
agosto 1970
Vamos al revistero