KENNEDY
Bahía de los Cochinos

Por Theodore C. Sorensen

 

 

 

 

 

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Kennedy
Bahía de los Cochinos
LOS incidentes del pantano Zapata, en la Bahía de Cochinos, Cuba, sirvieron a John Kennedy de formidable lección para el futuro. El 17 de abril de 1961, el Presidente comprendió que su juicio y hasta su suerte tenían un límite. En menos de tres días, una fuerza de desembarco organizada, entrenada, armada, transportada y dirigida por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), calculada en 1.400 exilados anticastristas, fue aplastada por las tropas —mucho más numerosas— que defendieron la isla. El poderío militar de los Estados Unidos sirvió, entonces, de poco, pero la responsabilidad norteamericana era imposible de negar. En forma pública y privada, el Presidente aceptó la parte de la derrota que le tocaba.
Muchos se preguntaron, sin embargo, cómo Kennedy podía haber aprobado semejante plan. A su vez, él le confió a un periodista, cuando ya todo había terminado, la interrogación que crecía de un modo cada vez más duro en sus horas de vigilia: "¿Cómo la gente que estuvo comprometida en el plan pudo pensar siquiera que tendría éxito?"
A fines de 1962, le comuniqué al Presidente el pedido de un escritor importante, quien pretendía tener acceso a los expedientes de la Bahía de Cochinos. Kennedy contestó que no. "No es el momento —explicó—. Además, queremos contar nosotros mismos esta historia."
El momento de contarla ha llegado. Informaré sobre todo aquello que puedo decir, sin miedo de errar. Estoy limitado por el hecho de que no conocí la operación hasta después que terminó. Cuando (pocos días antes del desastre) le pregunté al Presidente sobre algunos rumores que había oído en una reunión, me respondió, con expresión mundana, que muchos consejeros parecían asustados por las perspectivas de una pelea. Algo molesto, enfatizó que esta vez no tenía alternativa.
Pero, en los días que siguieron al fiasco, Kennedy me habló largamente del asunto en la mansión, en su oficina, y mientras caminábamos sobre el césped de la Casa Blanca.
Estaba estupefacto por su propia estupidez, enojado por haber aceptado malos consejos y, ansioso, dijo que yo comenzara a dedicar mi tiempo a los asuntos exteriores. "Eso es lo que verdaderamente importa en estos días", agregó.
Si algo lo abrumaba en el asunto de Bahía de Cochinos, era la misma "brecha entre decisión y ejecución, entre el planeamiento y la realidad", que él había deplorado en su primer discurso presidencial.
John Kennedy era capaz de elegir un camino erróneo, pero nunca uno estúpido; y entender cómo llegó a tomar esta decisión requiere no una mera revisión de los hechos, sino de las presunciones que le fueron presentadas.
La administración de Eisenhower autorizó, a principios de 1960, el entrenamiento y el armamento de un "ejército cubano de liberación" bajo la dirección de la CIA. Poco antes de la elección presidencial de 1960, se decidió (aunque Eisenhower, aparentemente, no fue informado) que ésa sería una fuerza de guerra regular, no una simple guerrilla, y su número se incrementó en forma drástica.
El 20 de enero de 1961, John Kennedy heredó el plan, heredó a sus autores, y, lo que es más confuso, heredó también la brigada de exilados cubanos, una tropa que llevaba otra bandera, que había sido cuidadosamente entrenada en bases secretas de Guatemala, y que sólo parecía ansiosa de llevar adelante su misión.
A diferencia de una declaración política o de una orden presidencial, este legado cubano no podía eliminarse por decreto. Cuando se le informó, en Palm Beach, sobre la operación de la CIA (Kennedy era ya Presidente electo), se asombró por la magnitud y osadía del proyecto. Me dijo que alentaba dudas graves sobre la cuestión.
Pero los autores del plan de desembarco no solamente lo presentaron al nuevo Presidente, sino que, como era quizás natural, lo defendieron. Se le preguntó, en efecto, si estaba tan deseoso como los republicanos de ayudar a estos exilados para que libertasen su propia isla de la dictadura, o si estaba deseoso de liquidar preparativos bien dispuestos, dejar a Cuba con las manos libres para destruir el hemisferio, desbandar a un ejército impaciente, entrenado durante casi un año bajo condiciones miserables, y hacerlos difundir la información de que Kennedy había traicionado su tratativa de deponer a Castro.
"¿Va usted a decirle a éste grupo de espléndidos jóvenes —insinuó Allen Dulles, más tarde, en público—, que no piden nada más que la oportunidad de restaurar un gobierno libre en su país, dispuestos a arriesgar sus vidas..., que no conseguirán ninguna simpatía, ningún apoyo, ninguna ayuda de los Estados Unidos?" ¿Los dejaría elegir a ellos mismos entre un asilo seguro en este país y un retorno triunfal propio, o los forzaría a desbandarse contra sus deseos, para no poder jamás volver a reunirse?.
Además, se le había explicado al Presidente que este plan debía concretarse ahora o nunca, por tres razones:
• La brigada estaba totalmente entrenada, impaciente por pelear, y era difícil de contener.
• Guatemala ya no podía aguantar más la presión para cerrar los campos de entrenamiento, cada vez más publicitados y destinados a las controversias políticas, y su única elección era mandar las tropas de vuelta a Cuba, donde ellas deseaban ir, y desde donde podrían transmitir por radio su resentimiento.
• Las armas rusas fortalecerían muy pronto el ejército de Castro. Los aviadores cubanos entrenados en les países socialistas, como pilotos MIG, estaban a punto de regresar, un gran número de MIG habían ya llegado a la isla, embalados, y la primavera de 1961 —antes de que Castro tuviera una gran flota de jets y antes de que el ejército de exilados se desbandara con disgusto— era la última fecha de que disponían los cubanos para liberar solos la isla.
Con un exceso de candor, durante la semana anterior al desembarco, el Presidente reveló la importancia de este factor al declarar, en una entrevista de televisión: "Si no nos movemos ahora, el señor Castro puede llegar a ser un peligro mucho más grande de lo que es hoy".
Finalmente, se le dijo a Kennedy que el uso de la brigada de exilados haría posible el derrocamiento de Castro sin que mediase agresión de los Estados Unidos y sin que los observadores advirtieran que violábamos nuestros principios de no-intervención. Parecíamos estar libres de compromiso y con pocas posibilidades de fallar.
"Me paré justamente aquí, junto al escritorio de "Ike'", le dijo Dulles a Kennedy (cómo Kennedy me lo contó más tarde), "y le aseguré que nuestra operación guatemalteca tendría éxito (la operación de junio de 1954, que depuso a Jacobo Arbenz). Y, señor Presidente, las perspectivas de este plan son todavía mejores que las de ese otro".
Con grandes dudas, una semana antes de que el plan se llevara a cabo, el Presidente Kennedy —quien había obtenido ya el respaldo escrito del general Lyman Lemnitzer y del almirante Arleigh Burke en representación del Estado Mayor Combinado, más el asentimiento verbal de los Secretarios Rusk y McNamara— dio la señal definitiva para atacar.
Antes de aprobarse el plan, se descartó cualquier participación directa de las fuerzas norteamericanas en Cuba.
No está todavía muy claro cuál fue el peso de esta decisión. Mientras en un sentido permitió el desastre que ocurrió, en otro ayudó a prevenir uno mucho más grande. Porque, si la Marina y la Fuerza Aérea norteamericanas se hubieran comprometido abiertamente, no se hubiera permitido ninguna derrota. Por lo demás, si una guerra general con los soviets podía ser evitada no tenía sentido comenzar con una brigada cubana, en primer lugar, para luego pedir ayuda a las tropas regulares de USA.
Una vez que se hubiera intervenido abiertamente en el aire y, en el mar, John Kennedy no habría tolerado que los exilados cubanos fueran aniquilados en tierra. "Obviamente "—dijo más tarde—, si van a tener protección aérea de los Estados Unidos, podrían contar más adecuadamente con un completo compromiso norteamericano, y eso habría significado una invasión completa por parte de los Estados Unidos."
Nadie en la CIA, en el Pentágono o eh el movimiento de exilados, puso objeciones a la condición básica del Presidente. Por el contrario, talaban tan decididos a la acción, que se sentían ciegos ante el peligro. Quizás imaginaban que Kennedy podría ser presionado para cambiar su decisión cuando se presentara la necesidad.
El plan siguió adelante casi cómo si la intervención abierta norteamericana se descontara. Pero sus respuestas a las inquietudes del Presidente eran muy torpes.
¿Podría la brigada del exilio llegar a su meta sin nuestra participación militar?, inquirió. Se le aseguró por escrito que sí: un alocado error, una declaración de esperanza para que las cosas resultaran lo mejor posible.
¿La brigada cubana estaba deseosa de arriesgar este esfuerzo sin nuestra participación militar —preguntó el Presidente—; continuaba con la certeza de que no intervendríamos si ellos fallaban? Se le informó que estaban decididos —un grave error debido a las malas comunicaciones con los oficiales de enlace de la CIA.
El lunes 17 de abril de 1961, muy temprano, los miembros de la brigada cubana 2506 —unos 1.400 o 1.500 hombres de todas las razas, ocupación y clases, bien entrenados, bien conducidos y bien armados— obtuvieron una sorpresa táctica en su lugar de desembarco. Pelearon valientemente mientras, duraron sus municiones, e infligieron graves pérdidas a las fuerzas de Castro, que sumaban 20 mil efectivos.
La causa aproximada de la derrota, según una investigación en gran escala conducida más tarde por el general Maxwell Taylor, fue la escasez de municiones. Las razones de esta escasez ilustran todas las fallas de la operación.
Los hombres disponían de grandes reservas, pero, como la mayoría de las tropas en su primer combate, explicó el general Taylor, desperdiciaron munición en fuego excesivo, particularmente al encontrar una oposición más inmediata de la que se esperaba.
El abastecimiento de municiones para 10 días, junto con todo el equipo de comunicaciones y las reservas vitales de comida y medicinas, estaban a bordo del carguero Río Escondido, pero ese carguero fue hundido en la mañana del desembarco por la diminuta fuerza aérea de Castro, conducida por dos o tres entrenadores de jets equipados con cohetes (T-33). El Río Escondido navegaba junto a otro carguero abarrotado de abastecimientos, el Houston.
Abastecimientos adicionales y municiones fueron transportados por otros dos cargueros, el Atlántico y el Caribe. Pero, aunque la reglamentación del Presidente, que impedía entrar a los norteamericanos en el área de combate, fue violada en otros momentos, ningún soldado de USA estaba a bordo de estos cargueros o en posición cómoda para controlar sus movimientos.
Cuando el Río Escondido y el Houston fueron hundidos, los otros dos navíos, ignorando la orden de reagruparse a 50 millas de la costa, huyeron hacia el Sur, tan lejos y tan rápidamente que, cuando la Marina norteamericana los interceptó, el Caribe estaba demasiado lejos para dar marcha atrás y poder ayudar. Al volver al Atlántico, el miércoles por la noche, y transferir sus abastecimientos de municiones a los cinco pequeños botes preparados para transportarlas hasta la playa, era ya demasiado tarde: se estaba disipando la oscuridad.
Seguros de que no podrían sobrevivir a otro ataque aéreo de Castro cuando llegara el amanecer, las tripulaciones cubanas amenazaron con amotinarse si no las auxiliaba una escolta de destructores norteamericanos. Aspiraban a que los jets los cubrieran.
Con los desesperados invasores en la playa, reclamando abastecimientos, el comandante del convoy pidió a la CIA, en Washington, que buscase la ayuda de la Marina; pero la oficina central de la CIA, incapaz de mantener la situación de la playa, y tal vez no enterada de la angustiosa falta de municiones, suprimió el convoy sin consultar al Presidente.
Ese fue el único pedido de ayuda aérea hecho formalmente desde el área de lucha, y nunca llegó hasta Kennedy.
Sin embargo, esa misma noche, durante un sombrío encuentro en el salón del gabinete, la CIA y el Estado Mayor pidieron al Presidente que renunciase a su compromiso público y permitiese usar el poderío aéreo y naval norteamericano para respaldar a la brigada en la playa.
El Presidente, reacio a precipitar un ataque en gran escala, aceptó, por fin, que algunos jets no identificados de la Marina protegiesen a los aviones anticastristas B-26 a la mañana siguiente. Estos B-26 eran capaces de proporcionar protección a las fuerzas terrestres por no más de una hora. De acuerdo con las instrucciones de la CIA, llegaron al lugar del combate una hora antes que los jets; éstos, a su vez, obedecían órdenes de la Marina. Todavía no está claro si este trágico error se debió a una falla en los cálculos horarios o a las descuidadas instrucciones; lo cierto es que los B-26 fueron derribados o desaparecieron, y así la misión de los jets se invalidó antes de empezar. Los exilados, va sin municiones, fueron cercados en seguida. El control aéreo de Castro provocó la falta de municiones: de ese hecho nació el desastre. El plan de desembarco no había desestimado la importancia del control aéreo. Por el contrario, se acordó en forma unánime que la fuerza de aviación castrista debía ser eliminada lo más pronto posible. Hasta ahora, sin embargo, persiste la confusión sobre si Kennedy canceló o no la protección que hubiesen aportado los jets norteamericanos.
Lo cierto es que jamás se había planeado la entrada de los jets en la lucha: mal podía existir cancelación, por lo tanto. Tampoco se suprimió ninguna otra forma de protección aérea en el frente de batalla. El plan consistía en destruir los aviones de Castro en tierra, antes de empezar la lucha, y luego aportar apoyo aéreo, con una fuerza que constaba de más o menos 24 aviones sobrantes de la guerra, piloteados por exilados cubanos. Fue ese plan el que fracasó. Los invasores contaban —fuera de los transportes— con estropeados B-26: esas máquinas antiguas, lanzadas durante la Segunda Guerra, habían sido distribuidas entre tantas naciones (incluyendo a Cuba), que la protección de Estados Unidos iba a ser difícil de probar, y el ataque contra los aeropuertos, previo al desembarco, podría ser atribuido así a faltas de los propios pilotos castristas. Ni Florida, Puerto Rico u otras bases más próximas que Nicaragua iban a ser usadas, como precaución.
Pero los B-26 eran lentos, difíciles de gobernar, poco apropiados para dar protección aérea; además, sus motores oponían constantes problemas. Estaban dotados de combustible para ir da Nicaragua a Cuba y volar sobre la isla entre 45 y 60 minutos. La mitad de la fuerza de B-26 en condiciones fue derribada sobre la playa el primer día por los T-33 de Castro. Cuando fracasó el proyecto de aniquilar en tierra los aviones castristas, las operaciones aéreas y la invasión en la playa quedaron condenadas.
El primer ataque ocurrió conforme el plan, en la mañana del sábado 15 de abril. Pero su efectividad estuvo limitada por el intento de demostrar que los pilotos conducían aviones de Castro. Se usaron sólo B-26, se desdeñaron las máquinas norteamericanas, y los aparatos apenas tuvieron ocasión de volar desde Nicaragua a Cuba, ida y vuelta, salvo un viaje a la Florida que apenas sirvió para dar un cariz más dramático a la historia.
El esfuerzo de los Estados Unidos por lavarse las manos tuvo todavía menos éxito que el ataque aéreo. La imagen de inocencia fue rápidamente destrozada no sólo por los representantes de Castro, sino también por una prensa penetrante. Kennedy se dio cuenta de que en una sociedad abierta, eso era inevitable.
Las negativas que Adlai Stevenson brindó ese sábado a la tarde en las Naciones Unidas no surtieron efecto. Al día siguiente, las fotografías y las inconsistencias internas de la historia desautorizaron su versión. Lo que ocurría contrariaba todas las seguridades dadas al Presidente de que el ataque podría efectuarse sin que nadie se enterara, durante un tiempo al menos, de dónde provenían los invasores. A la vez, ya nadie podía creer que los asaltantes de la Bahía de Cochinos eran nuevos desertores de Castro.
El domingo, los consejeros de asuntos internacionales acosaron al Presidente para que postergase el ataque del lunes por la mañana, de acuerdo con el compromiso previo de evitar una abierta participación norteamericana. No se produjo, entonces, un encuentro formal en el que los militares y la CIA pudiesen ser oídos, pero Kennedy accedió. El segundo ataque quedó cancelado.
La CIA se opuso con severidad. Sin embargo, aunque tuvo ocasión de llevar el asunto al Presidente, no lo hizo. Todos esperaban que el primer ataque hubiese causado el suficiente daño a la aviación de Castro, como se informó al principio. Después de los hechos del lunes estas esperanzas resultaron vanas; la segunda intentona debía provocarse esa noche, pero un cielo cerrado, nuboso, obligó a la fatal postergación. La última oportunidad para cubrir la playa desde el aire, destruyendo a los T-33 se desvaneció para siempre.
Retrospectivamente, el general Taylor comunicó que la importancia del ataque aéreo y las consecuencias de su cancelación deberían haber sido aclaradas al Presidente por los oficiales responsables, cuando el plan estaba en marcha, Pero de hecho, el primer ataque resultó ser increíblemente deficiente. No hay razón para creer, ahora, que los aviones de Castro, tras haber sobrevivido a la agresión inicial y haberse dispersado en diferentes escondites, hubieran sido aniquilados en el segundo intento. 
El ataque aéreo del lunes 17 de abril de 1961, postergado por el Presidente, asumió un papel menor en la aventura de la Bahía de Cochinos. A su vez, toda la historia llegó penosamente a su fin el miércoles por la tarde,
Pero mucho antes del lunes estaba ya predestinada al fracaso. Algún tiempo después, Kennedy me dijo que si hubiera recurrido a su prudencia no bien advirtió que el proyecto llevaba al desastre, hubiera cancelado no sólo el segundo ataque aéreo sino también la operación completa. A esa altura era evidente que él había dado su visto bueno a un proyecto muy distinto del que pensó aprobar. En esa diferencia entre lo que el Presidente quiso y lo que en verdad se hizo está la clave de esta aventura. El plan ejecutado era imprudente como acto de diplomacia y torpe como concepción bélica. Kennedy había imaginado, en cambio, que prestaba su anuencia a una empresa militar casi infalible, a un juego diplomático aceptable. 
Que una fisura tan grande entre pensamiento y acción haya sido posible a nivel tan alto y a propósito de un asunto tan riesgoso, era prueba de que existía un chocante margen de errores en todo el proceso de tomar las decisiones. Esos errores se cometieron para salvaguardar la burocracia, y dejaron desvalida la conducción política.
1) El Presidente supuso que estaba aprobando una infiltración tranquila, aunque en gran escala, de 1.400 asilados cubanos. Se le había asegurado que el plan, revisado conforme a su criterio, era un desembarco pacífico y poco espectacular de anticastristas; se le dijo que, en lo esencial, la operación era cubana, y que el ataque aéreo iba a ser el único elemento ruidoso.
Pero el desembarco fue publicitado de antemano hasta el hartazgo. De manera deliberada, se lo presentó como una invasión. La opinión pública imaginó que estaba ante una operación gigantesca, porque es eso lo que hicieron creer los grupos de exilados y los funcionarios, quienes esperaban levantar al pueblo cubano y unirlo a su causa; ésa fue también la versión divulgada por Castro para hacer más pomposos su peligro y su Victoria; así lo dijeron también los creadores de titulares, para quienes la invasión sonaba más emocionante que un mero desembarco de 1.400 hombres.
La CIA se permitió dictar partes de guerra a una empresa publicitaria de Madison Avenue que representaba a los exilados. Después de todas las limitaciones militares, impuestas sólo para mantener a los Estados Unidos en su papel de país protector, ese papel no sólo sonó a obvio, sino que también resultó abusivo.
2) El Presidente supuso que aprobaba un plan que permitirla a los exilados (si fallaban en sostener y expandir una cabeza de playa) volcarse a la guerra de guerrillas con otros rebeldes, en las montañas. Pero, contrariamente, se les dio instrucciones de replegarse hacia el mar en caso de derrota: las áreas vecinas no eran apropiadas para la guerrilla, como se le aseguró a Kennedy. Y, por lo demás, a casi ningún hombre de la brigada se lo había entrenado para esa clase de pelea. La ruta de 130 kilómetros hacia las montañas de Escambray (donde, según el plan, ellos podrían refugiarse) era tan larga, tan pantanosa y estaba tan resguardada por las tropas de Castro que esa alternativa jamás se ajustó a la realidad. Algo peor: semejante posibilidad no había sido proyectada por los miembros de la CIA. Tampoco se le dijo al Presidente que esa opción quedaba descartada, ni se les avisó a los exilados cuál era la idea de Kennedy.
3) El Presidente supuso que estaba permitiendo al Consejo Revolucionario y a los jefes de brigada decidir si querían arriesgar sus vidas sin apoyo abierto de los Estados Unidos. Pero la mayoría de los exilados tenían la equivocada impresión (obtenida a través de sus contactos con la CIA) de que las fuerzas armadas norteamericanas los asistirían abierta y directamente. Imaginaban que, si era necesario, iban a protegerlos desde el aire, quizá con jets; que verificarían sus municiones y prevendrían su derrota.
También se equivocaron al creer que una más poderosa fuerza de exilados desembarcarían con ellos, y que los rebeldes cubanos o las guerrillas anticastristas se les unirían: de ese modo, un segundo desembarco en las isla desviaría las fuerzas, de Castro. En verdad, se había previsto un pequeño desembarco desviatorio, pero fue suspendido luego de dos discusiones.
Nadie hizo conocer estas presunciones al Presidente. A la Vez, el Consejo Revolucionario fue escasamente informado del desembarco; también se lo mantuvo desconectado de la brigada. Su titular, el doctor José Miró Cardona, quien sabía que sólo los norteamericanos armados eran capaces de derrocar a Castro, no pasó el mensaje que recibió de los emisarios de Kennedy: allí se informaba que no habría ayuda militar de los Estados Unidos.
4) El Presidente supuso que estaba aprobando un plan que garantizaba el éxito y descontaba la ayuda de los rebeldes cubanos, que aseguraba deserciones militares y que preveía un levantamiento de la población anticastrista. Pero la popularidad de Castro, sus medidas políticas estatales, y los arrestos en masa consumados inmediatamente después del bombardeo y el desembarco, probaron ser más poderosos que los proyectos.
Los planificadores no contaban con medios para alertar a los anticastristas sin alertar simultáneamente a las tropas de Castro. La cooperación entre residentes e invasores fue dañada porque algunos exilados izquierdistas eran sospechosos para la CIA, mientras que los jefes de la derecha y los miembros de la brigada eran inaceptables para los rebeldes de la isla.
Aunque la brigada fue auxiliada luego del desembarco por algunos desertores y aldeanos, ningún levantamiento coordinado o esfuerzo subterráneo fue realmente planificado, sobre todo en el escaso tiempo que duró la lucha.
En resumen, el Presidente había dado su aprobación creyendo que había sólo dos salidas posibles —una revuelta nacional o una huida a las colinas—, y en verdad ninguna de las dos era imposible, ni siquiera remotamente.
5) El Presidente supuso que estaba aprobando un plan velozmente ejecutado. Creía que Castro iba a tardar un tiempo todavía en adquirir la capacidad militar necesaria para conjurarlo.
Castro, de hecho, poseía ya esa capacidad. Se le dijo a Kennedy que Castro Contaba con una fuerza aérea obsoleta e inefectiva, no en condiciones de combate; que carecía de comunicación en la Bahía de Cochinos y en él área del Pantano Zapata, y que no había establecido ninguna fuerza cercana.
Todos estos informes estaban equivocados; las esperadas deserciones en masa no se materializaron; los entrenadores de los jets T-38 de Castro eran mucho más efectivos que lo pronosticado; y las fuerzas de Castro se movieron hacia la cabeza de playa y aplastaron a las fuerzas exiladas con potencia, equipos y velocidad mucho más poderosos que todas las estimaciones anticipadas. En verdad, los entrenadores de jets —que causaron las graves pérdidas de municiones— habían sido muy pasados por alto por los planificadores.
El Presidente, al aprobar el plan con la certeza de qua seria clandestino y exitoso, se encontró ante el hecho de que era demasiado amplio para ser clandestino y demasiado pequeño para ser exitoso.
Diez mil o 20 mil exilados podrían haberlo llevado adelante, pero no 1.400, a pesar de haber luchado tan valiente y brillantemente.
La revisión posterior del general Taylor descubrió que todo el plan había sido militarmente una catástrofes había muy pocos hombres en la brigada, muy pocos pilotos en el brazo aéreo, muchos segundones con mando para aliviar a los fatigados jefes, muy pocas reservas para reemplazar las pérdidas de batallas y demasiados obstáculos no previstos.
La brigada confió, por ejemplo, en un desembarco nocturno a través de arrecifes no marcados en los mapas, en botes con motores fuera de borda. Pero aun con muchas municiones y control aéreo, aun con otros dos ataques de la aviación —doblemente más violentos—, la brigada no podría haber pasado de su cabeza de playa o sobrevivido mucho tiempo sin una ayuda sustancial de las fuerzas norteamericanas o del pueblo cubano. Ninguna de ellas estaba prevista, y por lo tanto, tampoco lo estaba una victoria de la brigada en la bahía de Cochinos.
Estas cinco brechas fundamentales entre lo que el Presidente aprobó y lo que pensó que estaba aprobando, surgieron de, por lo menos, tres fuentes:
a) Kennedy y su administración eran unos recién llegados, él no conocía completamente las fuerzas y debilidades de sus varios consejeros. No Sentía todavía que podía confiar en sus propios instintos contra los juicios de reconocidos expertos. No se había entregado todavía a la costumbre de decidir para satisfacer sus propias necesidades, para aislar los puntos sin salida, para asegurarse de que estaba completamente informado y para prevenir que los planes preparados de antemano le fueran presentados demasiado tarde como para comenzar de nuevo. Tampoco fueron sus consejeros tan francos con él, o tan libres para criticar el trabajo de cada uno, como llegaron a ser más tarde.
b) En parte, estas brechas surgieron porque supuestas presiones de tiempo y de secreto permitieron que los autores o propulsores del plan lo examinaran a las apuradas. Solamente la CIA y el Estado Mayor Combinado tuvieron oportunidad para estudiar e insistir sobre los detalles del plan. Apenas un pequeño número de funcionarios y consejeros supieron alguna vez de su existencia, y en encuentros con el Presidente y este limitado número, los datos de la operación fueron distribuidos al principio de cada sesión y recolectados al final, con lo que se hizo virtualmente imposible cualquier crítica.
Todo el proyecto parecía moverse misteriosa e inexorablemente hacia su ejecución, sin que el Presidente pudiera obtener un control firme sobre él o revocarlo. Bajo Eisehhower y Kennedy, el plan creció, cambió y forzó las decisiones sin ninguna declaración clara de política o procedimiento.
Ninguna fuerte voz de oposición se levantó en cualquiera de las reuniones clave, y ninguna alternativa realista fue presentada (se consideró postergar la acción hasta que un verdadero gobierno en exilio pudiera ser formado, para darle un sabor más genuino de "guerra civil").
No se hizo ninguna apreciación realista de las oportunidades de éxito o de las consecuencias que sobrevendrían luego de la derrota. Dar la espalda a un proyecto preconcebido, listo para efectuarse, y al parecer sin un abierto compromiso norteamericano, parecía mucho más difícil que seguir adelante.
c) Finalmente, estas brechas surgieron porque la nueva administración no se había organizado completamente para una crisis semejante, permitiendo así a la CIA y al Estado Mayor Combinado ejercer una influencia dominante.
A pesar de que todos sus consejeros estuvieron de acuerdo, Kennedy pensó que, no obstante lo mucho que había sondeado personalmente a cada funcionario en la reunión decisiva, ni siquiera otros mil encuentros formales entre la Junta Coordinadora de Operaciones y el Gabinete, habrían modificado el curso de los hechos.
(Cabe advertir que el plan jamás había sido considerado en un gran encuentro oficial).
"Los ejecutivos llamados para aconsejar —comentaría secamente Kennedy, año y medio después— estuvieron unánimemente equivocados." Pero esos consejos no fueron en verdad tan unánimes o tan bien sopesados como parecía. Los comandantes en jefe, cuyo apoyo a las posibilidades militares del plan amargó tan profundamente a Kennedy, entregaron sólo estudios parciales de la situación y difirieron individualmente en la manera de encararía. Pese a que la responsabilidad final fue de la CIA y, por lo tanto, no dependió directamente de sus fuerzas, los comandantes no acertaron en sus análisis tanto como podría suponerse, y hasta dependieron de la CIA para sus estimaciones de la potencia política y militar de Castro.
Además, habían aprobado el plan original, que proponía un desembarco en la ciudad de Trinidad, al pie de las montañas de Escambray, Cuando se descartó a Trinidad porque era un punto desembozado hasta la exageración, eligieron la bahía de Cochinos sin informar a Kennedy o al secretario McNamara, que, en su opinión, Trinidad seguía siendo preferible.
La CIA, por otra parte, si bien contaba con muchos oficiales capaces, no tenía el personal militar completo que este tipo de operación exigía. No había sido creada o equipada para manejar grandes planes que exigían un absoluto secreto. A la vez, tanto la CIA como el Presidente descubrieron demasiado tarde que era imponible dirigir desde Washington —paso por paso— todo el proyecto: la capital estaba a más de mil quinientos kilómetros de la escena, y carecía de comunicaciones adecuadas, directas y seguras con ella.
Pero como la CIA mantuvo sobre la operación un control casi excluyente, el Presidente y los cubanos exilados no estuvieron informados sobre sus pensamientos recíprocos. La CIA, por exceso de entusiasmo, no tomó en cuenta algo que era muy evidente: la considerable fuerza política y militar de Castro. Sin embargo, hubiera podido conocerla perfectamente a través del servicio de inteligencia de la Cancillería, del Foreing Office y hasta de lo que narraban los diarios. Tanto la ClA como el Estado Mayor Combinado estuvieron movidos más por la necesidad de actuar rápidamente contra Castro que por la necesidad de tener cautela y asegurarse el éxito.
Todas las dudas del Presidente fueron disipadas por expertos que estaban muy comprometidos en llevar adelante el plan; a su vez, Kennedy no contó con ningún asesor propio de inteligencia militar. Lo normal hubiera sido que el Presidente ordenara actuar e indicara a los organizadores que preparasen los medios adecuados para encarar esa acción; sucedió, en cambio, que se le impuso a él un plan donde ya todo estaba proyectado: para peor, se le hizo aparecer su aprobación como una prueba de temple.
Ahora es erróneo esperar (como fue erróneo entonces) que la CIA y los militares proveyeran la objetividad y el escepticismo necesarios acerca de su propio plan. Por desdicha, entre quienes estaban informados del plan tanto en el Departamento de Estado como en la Casa Blanca, hubo dudas pero jamás presiones, por miedo a aparecer como blandos o poco audaces ante los ojos de sus colegas o bien por falta de familiaridad con el nuevo Presidente. Otro motivo, quizás, era su satisfacción por las restricciones impuestas a la colaboración norteamericana en la aventura. La CIA y el Estado Mayor Combinado tenían también dudas de que el plan fracasase a causa de esas restricciones, pero jamás hicieron nada por eliminarlas.
Sin embargo, nada de lo que expliqué altera el veredicto final de Kennedy: para él, la culpa era exclusivamente suya. Kennedy no fue quien compró, cargó o disparó el arma, pero dio su consentimiento para que fuera disparada. De acuerdo con sus principios, para el responsable ejecutivo sólo una confesión de culpable era posible.
Además, el Presidente había cometido muchos graves errores.
Nunca debió creer que sería arrogante y presuntuoso postergar los planes de los famosos expertos y de los valientes exilados.
Nunca debió permitir que el proyecto se ejecutara tan pronto, en su primer año de gobierno, antes de conocer a los hombres que lo asesoraban y mientras estaba lleno de arraigadas dudas. Nunca debió permitir que su propia y profunda aversión a Castro —algo tan raro en él— y su temor de que la opinión pública lo atacase por suprimir un plan destinado a arrancarse el dolor de cabeza cubano, se sobrepusieran a sus legítimas sospechas.
En cambio, debió tratar de mantener a la brigada en otro lugar, vista la imposibilidad de mantenerla en Guatemala, mientras consideraba más cuidadosamente su futuro, aunque las tropas se hubieran desbandado, las consecuencias habrían sido mucho más benignas comparadas con el camino que él eligió.
Puesto que no quería conducir una operación abierta a través del Departamento de Defensa, su obligación era desecharla por completo, al advertir que estaba más allá de la capacidad de la CIA. Tendría que haber exigido más escepticismo de sus colaboradores. Tendría que haber evitado que los organizadores del plan no cuestionaran en ningún caso su coraje.
Debía darse cuenta de que, sin la imprescindible censura de guerra, su esperanza de mantener en silencio una operación paramilitar de esta magnitud era imposible en una sociedad democrática. Tendría que haber examinado el plan completo antes de que la gran invasión empezase a publicitarse. Eso era casi imposible, porque los refugiados de Miami, la prensa norteamericana y el gobierno de Castro venían hablando de los campos secretos de entrenamiento mucho antes de que esos planes fueran definitivos.
Y finalmente, debió prestar más atención a sus sanos instintos políticos y a los expertos que presentaron objeciones directas (tales como el Senador Fulbright y el consejero Arthur Schlesinger) sobre la política de USA en Cuba y Latinoamérica, en vez de atender sólo al juicio de los asesores latinoamericanos como Adolf Berle jr. y Thomas Mann.
Mientras sopesaba con Dean Rusk las consecuencias internacionales de un plan que se imaginaba disimulado y exitoso, debió haber calculado también las consecuencias que acarrearía ese mismo plan si no había éxito ni disimulo. Así hubiera percibido que tales consecuencias eran inaceptables. Pero por una vez, John Fitzgerald Kennedy permitió que sus esperanzas derrotaran a sus dudas.
Un jueves por la mañana caminábamos juntos por el jardín de la Casa Blanca. Me pareció entonces un hombre deprimido y solitario. Me contó, con un tono que se volvía cáustico a ratos, sobre las actitudes asumidas por algunos de los padres de aquella catástrofe. Al atribuirse toda la culpa, ganaba la admiración del público y de quienes estaban junto a él. Así evitaba los ataques y las investigaciones partidarias y descorazonaba a la gente complicada en el error, quien de otro modo hubiera hecho valer su resentimiento.
Pero esa responsabilidad que él asumía no fue un mero instrumento político o una obligación constitucional. La sintió intensamente, sinceramente, y volvió a enrostrársela mientras caminábamos. "¿Cómo pude estar tan fuera del asunto? —se preguntaba en Voz alta—. Durante toda mi vida supe que no podía depender de los expertos. ¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿Cómo les permití seguir adelante?"
Su angustia tenía razones para ser tan honda. Porque en ese momento, las preguntas del mundo eran iguales a las preguntas de Kennedy.
Revista Primera Plana
diciembre 1965
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