KENNEDY
Berlín, prueba de nervios

Por Theodore C. Sorensen

 

 

 

 

 

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EN una entrevista de 1959, el candidato Kennedy predijo que Berlín, con el tiempo, se transformaría en "una dura prueba de nervios y voluntad". No podía saber entonces que su propia voluntad y sus propios nervios iban a ser probados tan duramente y dentro de tan poco tiempo, a causa de aquella ciudad oprimida.
Los acuerdos militares y diplomáticos, firmados al terminar la Segunda Guerra, dejaron a Berlín, unos 160 kilómetros dentro del territorio alemán controlado por los soviéticos, sin garantías específicas para el acceso de los occidentales.
En 1948, una serie de acciones rusas habían conseguido dividir a la ciudad en dos sectores. Diez años después, Kruschev exigió un tratado de paz que legitimase para siempre la división y pusiese fin a todos los derechos de ocupación de los aliados en Alemania Oriental. Esa demanda, y la inminencia de una Conferencia Cumbre en París, en 1960, presagiaban que el tema alemán iba a ser fundamental en las discusiones que el Primer Ministro sostendría con el sucesor de Eisenhower.
A principios de 1961, Kennedy encomendó al ex Secretario de Estado, Dean Acheson, un informe especial sobre Berlín. Hacia abril, en una respuesta que era todavía provisional, Acheson advertía la posibilidad de una crisis durante el año, y señalaba que Occidente no estaba preparado para contrarrestar de manera efectiva cualquier bloqueo soviético a Berlín, y que el valor estratégico del sector aliado de la ciudad podía exigir el uso de todas nuestras fuerzas de ultramar si queríamos mantener los tres objetivos básicos de Estados Unidos: 1) la libertad del pueblo berlinés para elegir su propio sistema de vida; 2) la presencia de tropas occidentales, en tanto el pueblo las quisiera; y 3) el acceso libre de Occidente hacia la ex capital.
En abril, Kruschev lanzó lo que él llamaba "su última palabra" y prometió erradicar "esta astilla del corazón de Europa". Pero no tomó determinaciones irreparables, tal vez en atención a que debía encontrarse con Kennedy durante junio, en Viena. A sabiendas de que la reunión de Viena no iba a servir para negociar, Kennedy no fue allí con proposiciones concretas, pero tampoco se sorprendió cuando Kruschev puso sobre el tapete la cuestión de Berlín.
"El primer problema por resolver es un tratado de paz —dijo el Primer Ministro—. Si los Estados Unidos no quieren firmarlo, la Unión Soviética lo llevará adelante por sí sola. Nada la detendrá." Agregó que un punto final de pura fórmula para la Segunda Guerra era algo que estaba ya fuera de tiempo, y que sólo el reconocimiento oficial de que existían dos Alemanias podría zanjar las dificultades. Como ni los alemanes occidentales ni ninguno de sus aliados podían firmar un tratado semejante, Kruschev aprovechó la oportunidad: dijo que la Unión Soviética reconocería a Alemania Oriental si los Estados Unidos se obstinaban en apoyar a los agresivos y revanchistas alemanes del Oeste. Eso implicaba el cese del estado de guerra. Todos los compromisos derivados de la rendición nazi iban a quedar así invalidados, incluyendo los derechos de ocupación y el acceso a Berlín por los corredores aéreos. El nuevo régimen transformaría a Berlín occidental en una "ciudad libre", pero la ausencia de corredores la forzaría a depender de la Alemania Oriental, erigida entonces en "país soberano".
"Apreciamos su franqueza —contestó el Presidente—. Berlín preocupa muy intensamente a los Estados Unidos. Nuestra seguridad nacional está comprometida en este asunto." Subrayó que si aceptábamos la pérdida de nuestros derechos en Berlín nadie tendría ya confianza en los compromisos y promesas asumidos por nosotros. Abandonar a los berlineses occidentales era también una manera de perder para siempre la esperanza en la reunificación alemana; peor todavía: mostraba a USA como una nación capaz de echar por tierra sus obligaciones y dejar a sus aliados en el desamparo.
La respuesta de Kennedy fue muy significativa: estaba señalándole a Kruschev su determinación de afrontar el problema como si no sólo la suerte de Berlín estuviese en juego, sino también la del predominio de los soviéticos o los norteamericanos.
El Primer Ministro se mostró igualmente duro. "Lo siento mucho —afirme—, pero debo advertir al señor Presidente que ninguna fuerza en el mundo es capaz de impedir que la URSS firme un tratado de paz antes de fin de año." Según su opinión, la soberanía de la República Democrática Alemana debía ser asegurada. Cualquier violación de esa soberanía sería considerada, por los soviéticos, como un acto de abierta agresión contra un país amante de la paz, y el responsable tendría que atenerse a las consecuencias. "Si los Estados Unidos quieren empezar su guerra en Alemania, que así sea. Esto es lo que el Pentágono ha estado esperando. Pero debo insinuarle —apuntó— que si hay un loco con ganas de guerrear, es preciso ponerle rápido un chaleco de fuerza."
El Presidente preguntó si el tratado soviético-alemán bloquearía el acceso aéreo a Berlín. Kruschev contestó que sí. "Tenga en cuenta que los Estados Unidos no cederán en la defensa de sus derechos —previno Kennedy—. El señor Kruschev debe considerar también sus propias responsabilidades."
Un acuerdo provisional para salvar las apariencias podría efectuarse en los próximos seis meses, anunció Kruschev. La decisión de formalizar el pacto en diciembre (a menos que existiese el mencionado acuerdo provisional) era irrevocable.
El parte oficial soviético, entregado a Kennedy al término de las conversaciones, aludía sólo al período de seis meses, durante el cual las dos Alemanias podrían discutir sus diferencias, pero omitía las referencias a fin de año, empleadas por Kruschev.
La primera y básica decisión del Presidente fue que iba a defender los derechos occidentales sobre Berlín a cualquier costo, aún el de una guerra nuclear. Estaba convencido da que un apoyo indeclinable a la libertad de Berlín Oeste disminuiría, con el tiempo, las amenazas de un conflicto atómico, mientras que rendirse ante los planteos soviéticos acabaría por dar al mundo la impresión de que nuestras defensas eran débiles. Su segunda decisión básica era asumir el comando completo de la operación. Durante meses, estudió el problema hasta la saturación. Revió y revisó los planes militares especiales, la creación de fuerzas ad hoc, las iniciativas diplomáticas y de propaganda; las mutaciones de presupuesto y los proyectos económicos para la guerra.
Al volver de Viena, vigiló intensamente los planes para Berlín, preparados por la NATO y por la Junta de Jefes. Si el acceso aéreo quedaba bloqueado, iban a ensayarse algunas penetraciones militares a lo largo de la Autobahn (carretera) hacia Berlín. Pero como Occidente no tenía intención ni capacidad para sostener una guerra sobre el terreno, el plan resultaba demasiado poca cosa: las fuerzas serían, con certeza, contenidas rápidamente por los soviéticos, o aun por los alemanes Orientales. De ese modo, el empleo de armas nucleares iba a ser imprescindible. 
Al sintetizar la cuestión, el Presidente dijo: "Iremos inmediatamente a una acción militar en pequeña escala y en seguida a un mutuo bombardeo nuclear, lo que por supuesto, significa..., también..., la destrucción de nuestro país". Se le concedería a cada bando un tiempo muy escaso para hacer una pausa, dialogar, reconsiderar o juzgar las intenciones del otro.
Kennedy consideró que esa estrategia era débil y peligrosa. Como no había un balance de las fuerzas de tierra que los dos adversarios podían desplegar fácilmente en el área, Kruschev se sentiría tentado de ir cortando, gradualmente, el acceso a Berlín. De esa forma, nunca se podría responder con un ataque nuclear. "Si el señor Kruschev cree que todo lo que tenemos es la bomba atómica —expuso Kennedy—, va a darse cuenta de que estamos poco dispuestos a usarla."
El Presidente procuró, entonces, cubrir esa brecha con una rápida agrupación de tropas de combate en Europa Central. El contingente sería lo bastante numeroso como para convencer a Kruschev de que nuestros intereses estaban tan vitalmente comprometidos que estábamos dispuestos a emplear cualquier medio para evitar la derrota o la captura de esas tropas.
Tal política exigía que la importancia de las tropas fuese notable, para prevenir cualquier toma difícil, y poco costosa, de la ciudad por los guardias orientales: un hecho como ése debilitaría, por cierto, nuestra capacidad de negociación. Por otra parte, si las fuerzas reunidas eran poderosas, habría una pausa de un mes y no de una hora para elegir entre la guerra nuclear o la retirada, para llevar reservas, para demostrar nuestra determinación, para dialogar en alto nivel antes de que las armas fuesen desatadas.
Pero dentro de la administración había un pronunciado desacuerdo, a propósito de dos temas relacionados entra sí: 1) si el Presidente debía o no declarar una emergencia nacional; 2) si una pronta oferta para negociar debía o no ser apoyada por una demostración de poderío militar.
En su informe final, Dean Acheson había recomendado una respuesta afirmativa a la primera pregunta y una negativa a la segunda. Su punto de vista prevaleció, al principio, en los Departamentos de Defensa y Estado.
A Kennedy le complació un Cable de nuestra Embajada en Moscú, donde se le informaba que la mentalidad soviética podría ser más fácilmente impresionada por movimientos tranquilos y sustanciales que no tendieran a sembrar el pánico entre nuestros aliados. Otros expertos señalaban, también, que los gestos dramáticos impresionarían menos a los soviéticos que si nos lanzábamos en seguida a una preparación de largo alcance.
Esto condecía con la filosofía del propio Kennedy: una decisión extrema puede permitirse el lujo de no ser ruidosa porque es genuina. Poco a poco, el Presidente convenció a MacNamara, Rusk y otros a aceptar su punto de vista.
El miércoles 19 de julio, a las tres de la tarde, al reunirse con un pequeño grupo, Kennedy dio los últimos toques a su plan. Anunció cada decisión con un tono firme y preciso. El presupuesto militar adicional totalizaba 3,2 miles de millones de dólares en vez de 4,3 miles de millones. Se pediría al Congreso que votase una ley de poderes extraordinarios para convocar a las reservas, en vez de apelar a una inmediata movilización. Los llamados de reclutamiento se triplicarían, se alertaría a Berlín Oeste, se negociarían acuerdos con los aliados para establecer sanciones económicas, se pediría un aumento temporario de los impuestos (esta idea fue luego desechada) y no se decretaría ninguna emergencia nacional.
El Presidente también decidió, contrariando el consejo de Acheson y el punto de vista inicial dominante entre sus consejeros, que Occidente debería "adelantarse" en las negociaciones. De nuevo, algunos de los kremlinólogos habían influido sobre este punto, sugiriendo que los Soviets se impresionarían por la firmeza de nuestra posición antes que por la voluntad de permanecer alejados de todas las conversaciones,
Acheson predijo que Kruschev no aceptaría nada razonable e interpretaría todas las ofertas como debilidades. "Pero los Estados Unidos —replicó el Presidente— no pueden dejar la iniciativa diplomática a una conferencia de paz auspiciada por los soviéticos."
A mediados de agosto, una crisis dentro de la crisis culminó peligrosamente. Los comunistas habían venido incrementando, durante años, las barreras entre las dos Berlín, Sintiéndose cada vez más aprisionados, los berlineses orientales cruzaban en cantidades crecientes al Oeste.
En el verano de 1961, unos tres millones y medio habían abandonado sus hogares y trabajos para huir. Berlín Oeste, sangrando la ya deprimida economía alemana-oriental y dramatizando, ante los ojos de todo el mundo, su elección de la libertad ante el comunismo. En agosto, la afluencia diaria de refugiados llegó a miles. La respuesta de Kruschev, el 13 de agosto, fue el Muro. Kennedy se dirigió prontamente a sus ayudantes y aliados para pedirles consejo; pero nada muy útil podían decir en tal situación.
Todos estuvieron de acuerdo en que el régimen de Alemania Oriental había tenido, durante mucho tiempo, el suficiente poder en sus manos para impedir los cruces de frontera. Tarde o temprano hubiera sobrevenido el Muro, y al menos lo habrían construido antes de que se pudiera acusar a Occidente de provocarlo.
También, todos estuvieron de acuerdo en que el Muro, levantado en territorio de Alemania Oriental, era ilegal, inmoral e inhumano, pero no una causa de guerra.
Ningún funcionario responsable —en Estados Unidos, en Berlín Occidental, en Alemania Federal o en Europa Occidental— sugirió que las fuerzas aliadas marchasen dentro del territorio de Alemania Este y tirasen abajo la pared.
Porque los comunistas, como lo señaló el general Lucius Clay, más tarde, podrían haber construido otro, 10 ó 20 ó 500 metros más atrás, y luego otro, a menos que Occidente estuviera preparado para desencadenar una guerra extendiendo su área de vital interés dentro de Berlín Oriental.
Tampoco ningún aliado o consejero quería una excitada respuesta occidental, que pudiese alentar un levantamiento entre los desesperados berlineses del Este: eso sólo produciría otra masacre como la de Budapest.
Sin embargo, el Presidente estaba convencido de que era preciso responder de algún modo.
Para probar las intenciones comunistas, y demostrar las nuestras, despachó un contingente adicional de 1.500 soldados norteamericanos por la Autobahn, guiando camiones blindados hacía Berlín, a través de los puestos alemanes orientales.
Obviamente, 1.500 soldados más no podían mantener la ciudad contra un ataque directo soviético, admitió el Presidente, pero "los berlineses quizá se beneficien si recordamos nuestro compromiso con ellos en este momento" y los soviéticos reconocerán que "nuestras tropas son un rehén para este intento".
Fueron aquellos los días más llenos de ansiedad durante la prolongada crisis de Berlín. Kennedy había impartido su primera orden a unidades militares norteamericanas para una confrontación potencial con las fuerzas rusas. Cuando el primer grupo de 60 camiones se dirigió, sin impedimentos, hacia Berlín Oeste, sintió que la crisis había llegado a su tope.
Organizando rápidamente tropas terrestres (aunque nunca con la amplitud deseada, a causa de la defección de nuestros aliados para incrementar sus fuerzas proporcionalmente), revisando a fondo los planes especiales previstos para Berlín, por si era preciso elegir con velocidad una respuesta, el Presidente especuló sobre el instante en qué se produciría el enfrentamiento: ese instante llegaría cuando el tratado de paz germano-soviético quedase firmado y cuando se interrumpiese, por primera vez, el acceso a la ciudad.
Pero la ocasión no se produjo nunca. Diciembre de 1961 pasó sin que se formalizase el tratado. Muy lentamente, casi sin que se las percibiera, las mareas de la crisis fueron retirándose." Fue una retirada parcial, hay que decirlo, porque Kruschev reconoció claramente que ceder el acceso a los alemanes orientales era una aventura peligrosa y porque al suspenderse, también, la emigración de los berlineses desde el Este hacia el Oeste, se alivió la presión. Pero si los soviéticos retrocedieron fue, ante todo, porque Kennedy tuvo éxito en preparar a su bando para el diálogo y no sólo para la pelea. En el enfrentamiento con la URSS, consiguió que las armas cedieran su sitio a las palabras.
"Winston Churchill —observó el Presidente— decía que es mejor gruñir antes que guerrear, mejor el gruñido que la guerra, oigan, que la guerra, y nosotros seguiremos gruñendo si de esa manera podemos alcanzar resultados útiles."
En 1963, el Muro seguía allí, pero los alemanes del Este habían iniciado conversaciones tendientes a abrir el intercambio comercial. Berlín Occidental era todavía una ciudad en peligro, una isla de libertad y prosperidad en lo profundo de la aprisionada Alemania socialista. Y los incidentes no cesaban. Pero el acceso a Berlín Oeste estaba libre todavía —también Berlín Oeste seguía libre— y ni una devastadora guerra nuclear, ni un colapso de la alianza occidental, ni siquiera un tratado de paz unilateral habían agitado a un mundo temeroso.
Los berlineses le dieron a John Kennedy la más abrumadora recepción de su vida, el 26 de junio de 1963. La inmensidad de la muchedumbre, sus aplausos y la esperanza y gratitud que leíamos en sus ojos conmovieron a algunos de nosotros hasta las lágrimas, aun antes de que viéramos el Muro. Fue en la plataforma situada al frente del Ayuntamiento donde me paré para contemplar el mar de rostros cantando "Kenne-dy, Kenne-dy", un mar que cubría todo el horizonte.
Cuando salíamos, esa noche, para volar rumbo a Irlanda, Kennedy estaba radiante por la recepción. "Los norteamericanos deben saber ahora —anunció— que sus esfuerzos y riesgos han sido apreciados." Pensó en dejar una nota a su sucesor "para que la abriera en los momentos de depresión". Escribiría allí sólo tres palabras: Vaya a Alemania.
Entró en la cabina del Air Force One con una mirada de complacencia y orgullo, en la que se concentraban todas las glorias de aquel día. Estaba satisfecho por hacer lo que debía hacerse, a pesar de los peligros y los detractores, para mantener libre a la ciudad.
Mientras se sentaba frente a mí, abrumado, pero feliz, dijo: "'Nunca tendremos otro día como éste, mientras vivamos". 
14 de diciembre de 1965
PRIMERA PLANA 
Vamos al revistero


Kennedy


Sorensen