KENNEDY
Por Theodore C. Sorensen
Theodore C. Sorensen tenía 24 años, en 1953, cuando se sumó al plantel de colaboradores del entonces Senador John F. Kennedy. Oriundo de Lincoln y egresado como abogado de la. Universidad de Nebraska, su estado natal, tenía poco en común con su nuevo jefe, el brillante parlamentario demócrata de Massachusetts. Sin embargo, en la década siguiente, Ted Sorensen llegó a ser una parte de Kennedy, su "alter ego".
Designado consejero especial del Presidente, en 1960, quizá nadie más autorizado que él ("mi dador de sangre intelectual", como Kennedy lo llamaba) para trazar la historia del hombre abatido a tiros, hace dos años, al mediodía del 22 de noviembre de 1963. Esa certidumbre llevó a Primera Plana a adquirir los derechos de su libro, publicado un mes atrás en USA, y a fragmentar en once notas sus pasajes salientes. Curiosamente, la publicación de la primera de ellas coincide con el paso por Buenos Aires de un hermano del ex presidente, Robert Kennedy.

 

 

 

 

 

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JOHN Fitzgerald Kennedy no tenía miedo a la muerte, ni al presentimiento de la muerte. Luego de sobrevivir a la guerra, de sufrir la trágica desaparición de un hijo, un hermano y una hermana, de saber desde su juventud que una deficiencia adrenalínica podía acortar sus días, se volvió innecesario recordarle que la vida —que él amaba— era un regalo precioso y transitorio y que era un crimen desperdiciarlo.
John Kennedy podía hablar de la muerte como de cualquier otro tema: cándida y objetivamente e, inclusive, con sentido del humor. Consideraba la posibilidad de que lo asesinaran sólo como un medio más para coartar sus planes futuros. Sin embargo, rara vez se refirió a la muerte, en forma directa y, según creo, nunca habló seriamente de la suya luego de haber recuperado la buena salud.
Tampoco mostraba una mórbida fascinación hacia la muerte. Cuando su mujer y su hija pusieron sobre su escritorio de la Casa Blanca un pájaro que Caroline quería enterrar, prefirió no mirarlo. Los animales muertos, para decir verdad, le disgustaban. Detestaba la caza y se sintió turbado, molesto, la tarde en que cobró un venado en la estancia de Lyndon Johnson. A menudo desviaba peligrosamente su automóvil para no atropellar un perro o una liebre atravesados en mitad del camino.
Mencionó en más de una oportunidad —siempre ocasionalmente— su certeza de que la protección absoluta era imposible; que un asesino determinado estaba en condiciones de lograr su propósito, que nadie prevendría o anularía la presencia letal de un tirador apostado en una terraza o tras una ventana.
Su gira a Texas, como su misión en la vida, fue una gira de reconciliación: armonizar las belicosas facciones de texanos demócratas, acabar con el mito del ala derecha en uno de sus principales bastiones, ampliar las bases de su propia reelección para 1964.
Poco antes de, subir al helicóptero en la Casa Blanca, el 21 de noviembre de 1963, a las 10.45, corrí a entregarle las sugestiones sobre "el humor texano" que me había pedido. Jamás volví a verlo.
LOS PLANES FUTUROS
Debo pedir disculpas por repetir los detalles de la tragedia. Cómo y por qué sucedió son factores que carecen de importancia, comparados con todo cuanto esa tragedia detuvo y arruinó.
Kennedy no hubiese condenado a la entera ciudad de Dallas. La calidez de la bienvenida, en aquel día atroz, fue realmente auténtica. Tampoco hubiese condenado a la Policía de Dallas, ni al FBI, ni al Servicio Secreto. Sin lugar a dudas, la capacidad de estas instituciones no alcanzaba para proteger, en una sociedad libre, a tan activo, querido Presidente.
Kennedy, en fin, no hubiese puesto en tela de juicio las conclusiones de la Comisión Warren, porque — como señalaron sus jueces— "no puede establecerse categóricamente que otras personas hayan estado complicadas en el hecho". Por lo tanto, jamás tendremos la absoluta certeza de si otra mano no alentó, dirigió o presionó la mano del asesino.
Personalmente, acepto la opinión de que no hubo complot o motivos políticos detrás de los balazos, a pesar de que esta opinión torna más difícil de aceptar y comprender el drama de Dallas. Kennedy vivía en la cumbre y todo parecía moverse en dirección a él, superada la crisis del Caribe y firmado el Tratado de Moratoria Nuclear; en su país se concretaban los derechos civiles; en la Casa Blanca, él adquiría un más completo dominio del Poder Ejecutivo. Nunca estuvo tan feliz y tan sano en su vida cómo entonces.
En su último día en, Washington, el 20 de noviembre, mientras tomaba el desayuno con los líderes del Congreso, revisó los proyectos de Leyes sobre impuestos, derechos civiles y educación. Asimismo, criticó con dureza los intentos de mermar los fondos de la ayuda exterior norteamericana y las ventas de trigo a la URSS.
La controversial naturaleza de su programa de gobierno no disminuyó el entusiasmo de la acogida en Dallas. Y Dallas registró, en 1960, más votos contra Kennedy que ninguna otra gran ciudad. Quizá por eso comenzó a bosquejar, mientras recorría las calles, sus nuevas propuestas para 1964. La mayor, un coordinado ataque a la pobreza. En verdad pensaba en 1964 en términos de campaña electoral: la gira apenas podía disimular su proselitismo. Hasta se había empeñado en organizar los debates televisados que sostendría con su rival de 1964 ( En la campaña de 1960, los debates televisados entre el candidato republicano, Richard Nixon, y el demócrata, John Kennedy, tuvieron una importancia decisiva sobre el electorado - N. de la R.-).
Nos previno, sin embargo, que no trasmitiéramos a la prensa nuestras intuiciones sobre futuros candidatos republicanos, temeroso de que esas predicciones determinaran a los republicanos a tomar otra ruta. Pero dentro de los confines de la Casa Blanca pronosticó —y anheló ardientemente— que su contendor fuera Goldwater.
Sobre una posible candidatura de Nelson Rockefeller, comentó: "Seria demasiado bueno para que fuese cierto. No tiene chance". Intuía que George Romney o algún desconocido contaban con más posibilidades y eran más difíciles de vencer que Barry Goldwater, a quien apreciaba personalmente, pero que era su antípoda.
"Esta campaña —decía, con gozo, el Presidente— puede ser de las más interesantes y placenteras de los últimos tiempos." Derrotar a Goldwater, imaginaba, era detener el crecimiento de la derecha radical y obtener un renovado y más sólido mandato.
Kennedy esperaba que su segundo período en la Casa Blanca, como el de Theodore Roosevelt, fuese más productivo que el primero en cuanto a legislación doméstica. Y deseaba, también, un Parlamento más responsable y una situación internacional menos inquietante, Pero no trasladó a su segundo mandato el tratamiento de temas polémicos, excepto algunos pocos que exigían más estudio: normas para patentes y fondos de pensiones, nuevos impuestos para las fundaciones y adopción del sistema métrico decimal. Porque creía que durante su segundo mandato serían encarados los modernos problemas de la automación, la urbanización, la cultura, el desarrollo económico. Una creciente estabilización de la carrera armamentista y el alivio de la tensión entre Occidente y Oriente habrían de permitirle —anticipaba— dedicar más tiempo y dinero a las necesidades norteamericanas, especialmente las urbanas.
Sus aciertos en política exterior lo respaldaban. Aciertos de trascendencia, como haber puesto en pie a las naciones pobres, una alianza atlántica con Europa Occidental; el afianzamiento de las Naciones Unidas, justo cuando las soberanías nacionales se debilitaban; y, principalmente, una pacífica coexistencia con la Unión Soviética y la eventual reunificación del Viejo Mundo.
Kennedy había aprendido mucho de la primera y segunda crisis cubanas, de sus viajes y conferencias con los líderes del exterior, de sus éxitos y de sus fracasos. Así, consiguió evitar trampas y choques de militares, y hasta permanecer en la cúspide de la política nuclear internacional. Todo, en poco más de un año.
La limitación de armamentos, una distinta cooperación científica y espacial, nuevos enfoques del conflicto berlinés y el aumento del intercambio con la Europa Oriental, figuraban en su agenda. El tema de China Comunista había sido relegado al segundo mandato. Y después del segundo mandato...
No creo que pensara en eso aquel 22 de noviembre, en Dallas. No creo que haya pensado en eso antes, siquiera. Tengo la impresión de que él mismo hubiera elegido su sucesor, en un tercer comicio; no sé a quién y supongo que él tampoco lo sabía.
'Ya en el llano, hubiera mantenido su actividad e influencia en el Partido. Los ex Presidentes, decía, en cierto modo tienen más influencia de la que ejercieron cuando ocupaban la Casa Blanca."
Hubiera escrito sus memorias, pasado buena parte de su tiempo en la biblioteca. Sin embargo, a los 51 años, ninguna de estas tareas hubiera sido suficiente para un hombre de su excepcional energía. 
Hubiera comprado, editado o dirigido un diario, como lo pensó alguna vez mientras estaba en el Senado; o se hubiera transformado en columnista. Quizá hubiera sido Secretario de Estado en alguna Administración demócrata. O Rector de una Universidad. Cuando le conté que [McGeorge] Bundy figuraba entre los candidatos a Rector de Yale (un cargo que no le interesaba), Kennedy comentó: "¡Ojalá alguien me ofreciera el Rectorado de Yale!".
Necesariamente, en su lista de posibilidades se contaba el regreso a su primer amor, el Senado de los Estados Unidos. Su mujer, recordando la época feliz de su marido en el Congreso, preguntó una noche a Ted Kennedy si, llegado el caso, devolvería a Jack su banca por Massachusetts; Ted respondió que sí. El episodio disgustó al Presidente, y pidió a Jacqueline que no insistiera con el tema delante de Teddy y que no se preocupara por su futuro.
El 22 de noviembre, su futuro se fundió con su pasado. Nunca sabremos qué hubiera ocurrido después.
UN GIGANTESCO BALANCE
Su propio impulso, así como el veloz ritmo de nuestro siglo, le permitieron hacer en tres años de Presidencia más que cuanto otros hicieron en ocho, vivir durante 46 años una vida más plena que otros vivieron en 80. Tanta abundancia acrece la expectativa por los años que le fueron negados en Dallas.
¿Cómo lo juzgará la Historia? Es temprano, todavía, para predecirlo. Pero, seguramente, la Historia señalará que sus conquistas y sus obras excedieron el tiempo de que dispuso para erigirlas.
En menos de tres años presidió una nueva era en las relaciones raciales de Norteamérica, una nueva era en las relaciones norteamericano-soviéticas, una nueva era en nuestras relaciones con América latina, una nueva era en la política económica y fiscal, y una nueva era en la exploración del espacio.
Su Presidencia ayudó a que naciera en los Estados Unidos el más prolongado y fuerte período de expansión económica en épocas de paz, el más prolongado y rápido crecimiento de nuestra fuerza defensiva en épocas de paz, nuevas y más vastas actividades del gobierno central en la educación superior, salud mental, derechos civiles y conservación de los recursos humanos y naturales. Algunos hechos fueron dramáticos, como la crisis del Caribe, el Tratado de Moratoria Nuclear, el Cuerpo de Paz, la Alianza para el Progreso. Otros, entrañaron esfuerzos diarios en Berlín y el Sureste Asiático, dónde no se lograron progresos reales. Otros, en fin, fueron simples defensas de nuestros principios: impedir que más naciones cayeran en la órbita comunista, que las guerras nucleares estragaran el planeta, que nuevas recesiones frenaran nuestra economía.
Pero, generalmente, Kennedy no se contentaba sólo con defender los principios. Sus afanes estaban dedicados a lanzar al país en nuevas direcciones, a ponerlo en marcha. "Creía que todo hombre puede marcar una diferencia y que todo hombre debe tratar de marcarla", memora su viuda.
Dejó a la nación una nueva serie de premisas básicas: la libertad, hoy, y no algún día, para los negros norteamericanos; desalentar la Guerra Fría en lugar de "ganarla"; convertir a las contiendas nucleares en algo impensable, no en algo inevitable; disminuir los impuestos en momentos de déficit; combatir la pobreza en momentos de prosperidad.
El 22 de noviembre, la mayoría de estos problemas no habían sido solucionados, y la mayoría de los proyectos no habían sido completados. Pero aquellos que quedaron terminados impresionarán a los historiadores de la próxima generación, únicamente si la actual les saca provecho.
No obstante, sospecho que la Historia recordará a John Kennedy tanto por lo que comenzó como por lo que concluyó. Las fuerzas que liberó en este mundo serán sentidas por las generaciones venideras.
La gente no sólo recordará lo que hizo sino lo que preconizaba, y esto también ayudará a los historiadores para valorar su Presidencia.
Preconizó la excelencia, en una era de indiferencia; la esperanza, en una era de duda; la preeminencia de los servicios públicos por sobre los intereses privados; la reconciliación entre Oriente y Occidente, entre blancos y negros, entre obreros y patronos. Tenía confianza en los hombres y dio a los hombres confianza en el futuro.
No será fácil, para los historiadores, comparar a John Kennedy con sus predecesores y sucesores, porque fue único en su conducción del gobierno, en los antecedentes con que llegó a la Casa Blanca.
Fue el primer Presidente elegido a tan joven edad.
El primero de credo católico, el primero en asumir su cargo en una época de capacidad atómica compartida.
El primero en proponer y apoyar un viaje a la Luna.
El primero en proclamar que toda segregación y discriminación raciales deben ser abolidas como materia de Derecho.
El primero en enfrentar a nuestros adversarios en una potencial puja nuclear; el primero en dar un paso de importancia hacia el control de las armas atómicas. El primero en morir a tan joven edad.
En la batalla fue un héroe. En literatura obtuvo un Premio Pulitzer; en política alcanzó la Presidencia. Su asunción del mando, su esposa, sus hijos, sus líneas de acción, su manejo de las crisis, todo reflejó su búsqueda de la excelencia.
A la Historia y la posteridad les toca decidir. Habitualmente reservan su manto de grandeza a quienes vencen en las guerras, no a quienes las previnieron. Pero, desde un punto de vista subjetivo, pienso que será arduo medir a John Kennedy con los tradicionales patrones históricos. Porque fue un hombre extraordinario, un político extraordinario, un extraordinario Presidente.
Así como ningún gráfico, en la historia de los armamentos, puede reflejar con exactitud el advenimiento del átomo, siento que ninguna escala de malos o buenos Presidentes puede aplicarse a John Kennedy. Sin disminuir a ninguna de las personalidades que gobernaron el país durante este siglo, estimo que John Kennedy no puede ser colocado por debajo de ninguna de ellos.
Su vida, no su muerte, construyó su grandeza. En noviembre de 1963, unos pocos lo comprendieron por primera vez; otros descubrieron que habían aceptado esa premisa por casualidad; algunos se lamentaron de no haberla admitido antes. Pero la grandeza estaba allí, y quizá se proyecte y magnifique cuando el paso de los años brinde la perspectiva necesaria.
Uno de los médicos del Parkland Hospital, de Dallas, que observó el cuerpo de Kennedy en la mesa de operaciones, dijo más tarde: "Nunca había visto al Presidente. Era un hombre enorme, mucho más enorme de lo que yo suponía".
Era un grande hombre, mucho más grande de lo que nadie suponía. Todos nosotros somos mejores por haber vivido en la época de Kennedy. 
* Copyright 1965 por Theodore C. Sorensen; extractos de su libro Kennedy, publicado por Harper & Row. Derechos exclusivos para la Argentina adquiridos por Editorial Primera Plana SRL.
20-11-1965
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