Libros 1965
Los años locos

 


Lindbergh 1927: la audacia

 

APENAS AYER, por Frederick Lewis Allen; EUDEBA 19643. 448 páginas, 130 pesos.

Era apenas ayer, porque Allen finalizo esta "historia informal de la década del 20" en junio de 1931. Todavía lo es: el siglo xx nació al extinguirse la Primera Guerra, pero tuvo que consolidarse en sólo diez años, los que desembocaron en la depresión de 1929. La importancia de ese período se magnifica en los Estados Unidos, la patria del autor; el prologuista Roger Butterfield explica lúcidamente que la del 20 "fue la última década en la que el individualismo norteamericano se manifestó con todo su vigor antes que el sentimiento desesperado (y la necesidad) de seguridad nos precipitara a todos en el conformismo".
Allen, que murió en 1954, pensaba lo mismo. En la mañana del 11 de noviembre de 1918, cuando el Presidente Woodrow Wilson anunció la firma del armisticio, USA ya era un gigante salido de la infancia y dispuesto a crecer por su cuenta. Lo que en Europa sonaba a juego y a desahogo después de la tragedia, brotaba en USA como urgencia social y política.
En 'La naissance du cinema', el crítico León Moussinac rendía culto a los films de Griffith, Sennett, Chaplin y Hart; los encontró desbordantes de imaginación y espontaneidad, atributos que faltaban en la producción europea de la época. Según Moussinac, Francia o Italia, países atosigados de cultura y tradición, países viejos, no podían sino depositar aquel lastre en el nuevo arte de las imágenes y empantanar cualquier intento de creación; los pioneros norteamericanos, en cambio, carentes de ese respaldo, tenían que inventar el cine, partir desde cero.
La tesis de Moussinac merece trasladarse a todos los órdenes de la vida norteamericana de los 'roaring twenties', que obviamente terminaron hechizando a Europa, aunque Ernest Hemingway haya fortificado su carrera literaria en París, o Francis Scott Fitzgerald se desviviera por veranear en la Costa Azul. No obstante, el jazz rindió a una generación, y el periodismo de Chicago o Nueva York marcó un camino hasta ese momento impensado.

"We Have No Bananas"
Quizá Wilson se derrumbó -política y físicamente- porque no lograba comprender a su pueblo. Regresó de Versalles con lo que él consideraba la panacea universal, el mayor estímulo para la preservación de la paz. Era un lírico y, como anota Allen, los habitantes de USA debían ser realistas. El armisticio les quitó de encima el peso de una amenaza mortal; ¿cómo aceptar, entonces, un tratado que los obligaba a salir en defensa de otras naciones, en caso de agresión? La contienda estaba concluida, y dejaba ver los fantasmas internos: eran los que importaban. Veinte años más tarde, Roosevelt daría la razón a Wilson.
Entre tanto, la posguerra adelantaba sus síntomas, se mostraba como un mosaico imposible de aprehender si no en su conjunto. Los extremistas de izquierda fueron los últimos en aprovechar la atmósfera de desconcierto, de vacilaciones y apatía amasada en los campos de batalla; pero "el gran espantajo rojo" fue descabezado: las transformaciones operadas en Rusia, el caos que reptaba en Alemania, no cruzaron el Atlántico.
Así, un tropel de aparentes contradicciones se desató sobre los Estados Unidos; aparentes, porque el minucioso y subyugante análisis de Allen prueba que eran simples facetas de un prisma agitado. El país, lanzado hacia adelante por su vértigo propio, se convirtió en un crisol donde la fantasía y la audacia se disputaron el fuego sagrado.
Basta que alguien ponga música a la risueña contestación de un frutero italiano, para que 'Yes, We Have No Bananas' salga de una taberna del camino a Long Island a conquistar, en pocos meses, la popularidad. Una tía pregunta a su sobrino si existen libros de crucigramas: el sobrino descubre que no los los hay y, junto a un amigo, edita el primer tomo de palabras cruzadas: es el comienzo de Simón & Schuster. En noviembre de 1920, en East Pittsburgh, se inaugura una estación de radio para trasmitir los resultados de las elecciones presidenciales; un lustro después, se vendieron receptores y repuestos por 500 millones de dólares.
Los automóviles no sólo permitieron el auge de una industria (circulaban 6.771.000 en 1919 y 23.121.00.0 en 1929); también, una modificación en las costumbres, pues ofrecían el medio de "eludir por un rato la supervisión de padres y acompañantes, o la influencia de la opinión del vecindario". Pero los autos no fueron los únicos factores de ese cambio, reflejado en las ropas y los peinados y extendido a los bastiones de la moral norteamericana. Cuando Scott Fitzgerald reveló en 'This Side of Paradise' que las muchachas besuqueaban a sus galanes con tanta intensidad como despreocupación, un temblor de sorpresa agitó a las familias.
Para entonces, las revistas y las películas golpeaban con sus crudezas, y el sensacionalismo aumentaba las ventas de la prensa; en 1925, la muerte de un guía turístico apasionó diez veces más que la asfixia de 53 mineros; un tabloide desempolvó el caso Hall-Mills en 1926 y brindó, con la reapertura del proceso, una comidilla inagotable. Los procesos eran la moda: Sacco y Vanzetti, John Thomas Scopes (a quien se acusó por enseñar las teorías de Darwin) o los escándalos de Harding.

Euforia y pánico 
Warren Gamaliel Harding ganó a su oponente demócrata Cox, en los comicios de 1920, por 7 millones de votos. Tomó la presidencia en 1921, y su imagen bonachona y provincial reemplazó a la de Wilson, ante la euforia del electorado. Esa euforia mejoró la economía, alumbró la denominada Prosperidad Coolidge (que asumió la presidencia en 1923, luego de la muerte de Harding) y cobijó negociados y mezquindades políticas increíbles como el arrendamiento de dos reservas petrolíferas navales.
Al mismo tiempo que Harding se sentaba en la Casa Blanca, un joven napolitano recalaba en Chicago: Alphonse Capone; la Ley Seca, añadida a la Constitución un año antes, acabaría por desmentir a balazos sus humanitarios fines. Todo integraba un torbellino, hasta el vigor de los nuevos literatos y la difusión de ideas, la publicidad y el éxito de los balnearios de la Florida. Al montar en su 'Spirít of St. Louis', Charles Lindbergh inmortalizó el espíritu pujante de la nación entera.
Tanta maravilla sirve para explicar por qué repercutió el desastre; el 13 de noviembre de 1929, las canciones de Rudy Vallee o las hazañas deportivas de Babe Ruth no consiguieron atenuar el pánico de la Bolsa, Ahora, no eran la guerra ni el racismo, la acción de los extremistas o la indolencia de Harding, los factores de la catástrofe. Tal vez hubo un exceso de confianza; tal vez, los límites se sobrepasaron en demasía; pero tal vez esa era la experiencia que el pueblo norteamericano necesitaba. Una experiencia alocada, chillona, galopante: de ella habría de extraer, en los dolorosos años venideros, la fuerza para recuperarse. Que esa década no resultó vana, lo prueba este admirable testimonio de Allen, el menos exótico y más certero que se haya publicado en español.
revista Primera Plana
25 de mayo de 1965