MEDIOS
PERSONAJES
JOHN REED, UN PERIODISTA


Vladimir Ilich Ulanov, Lenin, adiós al amigo


Reed, el placer de la aventura

 

 

El mes pasado, Artkino Pictures emprendió la filmación de la vida de John Reed, para cuyo papel contrató al actor norteamericano Warren Beatty (Bonny and Clyde), en la creencia de que Reed, periodista norteamericano, en realidad era muy poco conocido en el mundo.
Intimo amigo de Pancho Villa —lo motejó Juanito, El Míster, El Chatito— también lo fue de Lenin (por cuya razón es el único extranjero enterrado en el Kremlin). Cubrió para la prensa norteamericana la Revolución Mexicana (1910) y la Rusa (1917). Posteriormente, sus impresiones las volcó en 'Hija de la revolución' y 'Los diez días que conmovieron al mundo'. Serge Dangulov, periodista ruso, escribió recientemente sobre Reed, a manera de homenaje, periscopio ofrece ese relato con exclusividad en la Argentina.
Poco antes de la medianoche salí del edificio. Ya no había luz en el despacho de Lenin, quien minutos antes había estado conversando allí con John Reed. Las cúpulas del Kremlin y los adoquines del piso adquirían bajo la claridad de la luna una fría nitidez. A lo lejos, por el camino que desciende al río Moscova, charlaban dos hombres. Sus voces tenían una resonancia excepcional en el silencio de la noche. Eran Lenin y Reed.
Reconocí el tono enfático de este último, tan apropiado a su condición de poeta. A medida que me acercaba al portón del Kremlin, fui aminorando el paso. Tuve la impresión de que aquellos dos hombres, parados allí, me transmitían su emoción. A Lenin le encantaba conversar con Reed en sus ratos libres. Dicen que lo mismo había sucedido en Petrogrado, en el cuarto que servía de gabinete a Lenin; que también allí se enfrascaban en prolongadas charlas hasta la medianoche, interrumpidas tan sólo por algunos sorbos de té.
Me disponía a bajar de la acera al arroyo, cuando oí pasos que se acercaban. Era John Reed. "¿Tiene usted mucha prisa?" me preguntó.
Respondí que no. "Entonces vayamos juntos" dijo él.
A la luz de la luna lo veía perfectamente. Tenía el aspecto de un obrero: espaldas anchas, ligeramente encorvadas, brazos cortos y vigorosos, traje sencillo y corriente de tela gris, camisa blanca con el cuello desabrochado. Sopló del río un airecillo fresco, que olía a maderas podridas, y Reed se encogió de frío.
"Allá al sur las noches suelen ser muy oscuras —dijo mirando el cielo— y cada estrella es del tamaño de un puño..."
"¿En México? —le pregunté—. ¿En la patria del general Pancho?"
"Pancho Villa —me corrigió, y alzando el puño gritó—: ¡Viva Villa...! ¿Sabe usted? Aquel hombre era muy bondadoso. ¡Y qué carácter el suyo! Yo pienso que en un hombre como Villa el carácter es más importante inclusive que la bondad."
Miré sus ojos saltones, su barbilla prominente. De repente se detuvo para tomar aliento y se llevó una mano al pecho.
"¿El corazón?" me atreví a preguntar.
"Sí. Como dicen los médicos, se me ha subido a la garganta —y carraspeó con tos seca e intermitente, de cardíaco—. Pero ya ha vuelto a su lugar —añadió esbozando una sonrisa—... ¿De qué hablábamos?"
Seguimos andando, esta vez muy despacio.
"¡Ah, sí... ! Algo le faltaba al general Villa. Algo esencial", dijo Reed. El acento rotundo de estas palabras demostraba claramente que Reed quería hablar de Pancho Villa y que todo lo demás no tenía para él ningún valor en aquel momento.
Hubo un tiempo en que Reed pensaba que Villa debió tener a su lado a otro compañero de lucha, a un comisario político que lo aconsejara. Reed no temía pronunciar esta palabra, y consideraba que la presencia del comisario al lado del guerrillero mexicano era requerida por la vida misma, por la lógica del ser. A Reed le parecía que las llamas de la Revolución semejan un poco al fuego incontenible que arde impetuoso en las entrañas de la Tierra y
que, si no escapa por un lado, se abre paso por otro.
Reed, abismado en sus reflexiones, guardó silencio.
"Debo confesarle que cuando no sabía yo nada de Lenin, pensaba que aquel hombre debería llegar, no podía dejar de hacerlo. Así lo comprendía entonces porque ya había visto luchar a Villa."
Salimos a la Plaza Roja. Todavía no amanecía cuando nos despedimos. Le pregunté cuándo se iba. "Mañana" —respondió—, y lo dejé en medio de la Plaza, que a aquellas horas lucía solemne y austera.
Reed se marchó. Por algún tiempo no supimos nada de él. Después los periódicos comenzaron a mencionarlo. Yo completaba, con la imaginación, lo que la prensa omitía. Seguía su trayectoria como se sigue la de un automóvil que asciende una montaña por la noche, y desaparece y vuelve a mostrarse con los faros bien encendidos, y resurge, cada vez más arriba.
Pasaron los días. A principios de setiembre, en un otoño moscovita llegó un telegrama de Bakú. Anunciaba la inauguración del Congreso de los Pueblos de Oriente.
Todo el Oriente revolucionario estaba allí reunido. Otro telegrama trajo la noticia de que Reed había dirigido un saludo a los 1.500 delegados del Congreso. La lucecita había brillado, efectivamente, en la cúspide de la montaña.
El teléfono me devolvió a la realidad. Me hablaban del Kremlin para pedirme un informe sobre el Tratado de Sevres. Mientras mi automóvil dejaba la calle de Kuznetski para torcer hacia la Neglinnaya, me vino a la mente la figura de Lenin ... A estas alturas de la jornada seguramente repasaba en pensamiento las grandes y las pequeñas cosas del mundo. "Tomemos a Sevres —se diría—. ¿Por qué habrán escogido los aliados ésta ciudad para sus negociaciones? Si mal no recuerdo, en Sevres se encontraba el cuartel general del Kaiser..."
¡SI ILICH RÍE, BUENA SEÑAL!
Mi automóvil entró en el Kremlin, en la blanca ciudadela que siempre luce más clara que el resto de la ciudad. Oscurecía. En los dos ventanales del gabinete de Lenin no se reflejaba la media luz verdosa de la lámpara de su escritorio, sino un resplandor amarillento apenas perceptible, como la madera que arde en la estufa ...
"¡Pase... ! ¡Pase... ! —dijo Lenin, y en cuanto entré añadió—: ¡Ah...! ¡El trujamán!"
De vez en cuando se exteriorizaba en Lenin un invencible deseo de tomarle el pelo a uno en forma inofensiva, y soltaba tales carcajadas que trepidaban los cristales. Cuando oían esas risas, las preocupadas personas que hacían antesala cambiaban la expresión y se les iluminaba el rostro cual si reflexionaran: "Si Ilich ríe, es buena señal..." Pero también sabían que no debían sobreestimar aquel buen indicio, porque Ilich reía siempre, pero siempre era severo.
"Siéntese más cerca —indicó—. ¿Conque Sevres? No. A mí lo que me interesa es Turquía, ¿Cuál ha sido allí la reacción del Tratado ... ?"
Sus ojos recorrieron, velocísimos, la hoja escrita en letra menuda que yo le había entregado. Lenin tenía métodos especiales de lectura; a veces comenzaba a leer un texto por el final, asegurando que así captaba mejor su sentido.
Se quitó las gafas, recobrando la fisonomía que siempre he visto en todas sus fotografías. Se quedó un momento mirando el techo, y anunció de repente: "¡Acabo de recibir un boletín médico! John Reed está enfermo".
Examiné la hoja gris que me tendía: "¿Tifus?", pregunté. "Sí." "Y... ¿ya ha pasado la crisis?" "No. La está pasando en este momento —dijo, y añadió al notar mi desconcierto—: Pero sólo tiene 33 años. Eso cuenta, ¿no?"
Recordé la tos intermitente y cardiaca de Reed: "Vladimir Ilich —le dije—, Reed está enfermo del corazón".
Lenin se levantó de su asiento, tomó la jarra de agua y se fue a regar la palma que adornaba el cuarto. Lo hacía siempre que quería dominarse.
Se quedó mirando cómo el agua desaparecía en la tierra. Volcó en ella todo el contenido de la garrafa y, tomando una astilla de pino, removió la tierra al pie del mismo tronco, como si quisiera ayudar al arbolillo a saciar su sed.
"La semana, pasada tuve carta de él —dijo sin apartar los ojos de la palma—. Me escribió que su esposa había cruzado el Océano para verlo." Noté en su voz el temblor de la emoción. En seguida se recuperó para añadir, en tono severo: "Reed estará siempre cerca de nosotros".
Alguien tratando de explicarse el afecto de Lenin por Reed, había conjeturado: "¿No habrá sido Reed su consejero en los asuntos americanos?"
¿Consejero? No, no había necesidad de ello. ¿Qué atraía a Lenin en Reed? ¿Su amor por la nueva Rusia, su capacidad de comprenderla? Sí, naturalmente. ¿Su fidelidad a los principios de la Revolución? Sí, desde luego. Pero había algo más: Lenin buscaba calor humano, comprensión, todo lo que un hombre necesita para que no se le enfríe la sangre cuando el destino lo ha convertido en hombre de acción.
Regresé al automóvil. En el cielo, por todas partes, me parecía ver escrita la misma palabra: crisis. En alguna parte un hombre luchaba con la muerte; ya había perdido el conocimiento; sólo le quedaba el corazón, el último en apagarse ...
Tres días después regresé al Kremlin con más datos sobre el Tratado de Sevres. Se celebraba una sesión del Consejo de Comisarios del Pueblo. Eran más de las diez de la noche y la sala de espera estaba vacía. A esas horas, Lenin se quedaba un rato más para dar algunas órdenes a sus secretarios, responder a alguna pregunta surgida de improviso, animar con una chanza al compañero que acababa de ser criticado con todo rigor. Aquel momento solía ser el más alegre y bullicioso de su jornada. Pero ese día, tanto Lenin como sus acompañantes guardaban silencio.
De pie ante la mesa, Lenin miraba en silencio la hoja del comunicado: "John Reed —dijo por fin—, John Reed, ha muerto". No pudo recibirme hasta la medianoche. En sus ojos había profundas huellas de cansancio.
"Qué tempestad la que ha provocado Sevres en Oriente —dijo cuando hubo acabado de leer sus papeles—. Y esto es sólo el comienzo. Ya va siendo hora de que los continentes se levanten." Su vista recorrió el gigantesco mapa de Asia que colgaba a su lado. Puso una mano sobre el mar Caspio y permaneció mudo un instante. Por fin. dijo: "Era un hombre noble... Hay leyes por las cuales el pueblo llega a la revolución. Reed conocía esas leyes".
Un hombre había andado por el mundo, había cruzado los océanos para llegar al Kremlin, y yacer en la blanca ciudadela por los siglos de los siglos.
PERISCOPIO
25/VIII/70