Nueva York: Las faldas en remojo
Desde Nueva York, escribe Felisa
Pinto. Revista Primera Plana 19.03.1968

 

 

 

 

 

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"Nos sentimos deprimidas ante la perspectiva de un retorno a la horrible ropa de la década del 50. Las faldas enormes y acampanadas, las prietas cinturas que no sientan a nadie. No hace mucho que surgieron las minirobes graciosas, ropa cómoda diseñada para la silueta moderna. Por fin podíamos vestirnos sin pensar en fajas, corpiños o portaligas apretados. Somos mujeres jóvenes, y estamos listas para organizar una marcha de protesta a fin de impedir que vuelva la odiada moda." Para reforzar la firmeza del volante, que se distribuyó por la ciudad hace diez días, una columna de rebeldes, encabezada por Donna Kaminsky, neoyorquina, 23 años, recorrió la Séptima Avenida el martes pasado.
No era injustificada tanta alarma: Desde que la sucesora de Twiggy, la escuálida modelo Penélope Tree adoptó la midifalda (bautizándola calfkq, por calf: pantorrilla) para seguir el estilo de Londres y París, Nueva York se vio amenazada por un alargarse de polleras que pretende, según las defensoras de la brevedad, "cubrir la parte más suave y sexy de la pierna, exponer tan sólo el duro borde de los huesos de la tibia y del tobillo". "Se deja el pie prácticamente aislado —chillan—, sin el suficiente largo de piernas como para equilibrar las proporciones." Todo ese lenguaje esotérico tropieza con la clarísima lápida que la cronista de modas más á la page, Stephanie Harrington, del Village Voice, emplea para anatematizar los ruedos caídos: "son feos".
Por las calles de Nueva York, sin embargo, las tres longitudes (mini, midi, maxi) pasean sin tropezarse nunca.. La conjunción minimidi —falda a medio muslo, tapado a lo Zhivago, con piel en las mangas y en el ruedo— es la fórmula más repetida, a condición de que se la use antes de las siete de la tarde. Como en todos los casos, la pionera fue una vedette: Cher, cantante pop de vasta fama.
Las cosas no son tan fáciles para la maxifalda, relegada a discothéques nocturnas y de moda, en abierto contraste con las mini absolutas, que desafían, en el Village, temperaturas de 17 grados bajo cero.

¿Mujeres o Mujercitas?
Pero la americana media, proclive a los volados y a las faldas plegadas en la cintura, aceptó masivamente el corte Mujercitas —versión midi—, cuyas premisas se reproducen en infinitos modelos de las grandes tiendas: Macy's, Gimbel's, Áltman, Franklin Simon y Bloomingdale's, atestan sus vidrieras, en base a una sola combinación de colores: negro para la falda, cinturón rojo y blanco. Uno de los responsables de conjuntos Mujercitas es Bill Blass (maxi negra, blusa de organdí), que presentó también una midi con cinturón alto rematada en un subido cuello de encaje.
Mientras tanto, los otros nombres (Donald Brooks, Geoffrey Beene, James Galanos, Chester Weinberg) se conformaban con intercalar en sus presentaciones una maxi o midi cada cuatro minifaldas. Oscar de la Renta, en cambio, distinguió entre sus diseños cierta maxi blanca y negra, que trepa hasta un cuello en V y es cortada por un enorme cinturón; todos, en fin, tropezaron con la definitiva declaración de principios de Jacques Tiffeau —nuevo pero exitoso modisto—, quien exige vestidos muy ceñidos al cuerpo, que "el ruedo jamás toque las rodillas",
Claro que no sólo de faldas vive la moda. Han pasado los tiempos en que regía la Primera Dama, cuando los modistos se limitaban a reproducir el vestuario de Jackie Kennedy. Lady Bird no ha impuesto, siquiera, un accesorio. De esa manera, muerto el Givenchy look, tendencias menos confortables aprovechan las dimensiones de Nueva York para sembrar el caos.
Ya ni en los pisos que las grandes tiendas reservan a la 'haute couture' francesa puede despistarse la última modalidad. Por otra parte, tampoco Cardin y Courrèges —el primero en Henri Bendel; su competidor en Bonwitt Teller— logran enfervorizar a la juventud, tentada, más bien, por la moda hippie del East Village o la ultrasofisticación de quienes reflotan olas del año treinta.
Es lo que explica que ni en Paraphernalia, ni en Count Down, ni en Abracadabra, y menos en las boutiques insertadas en las dos boítes de moda (Electric Circus; Salvation) pueda hallarse una confección impecable. Al contrario: los ruedos son desparejos, jamás las prendas están bien terminadas. Lo que busca todo el mundo son ideas, y eso prolifera. A veces son literarias o están inspiradas en la ropa que usaron las protagonistas de algunos films de éxito (la de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó; la de Faye Dunaway en Bonnie and Clyde).
Curiosamente, y a pesar del boom que cada una de esas ideas desata, ninguna convocó aceptaciones masivas; apenas si en los escaparates de Bloomingdaled's podían rastrearse, hace una quincena, tres modelos a lo Bonnie, con sus correspondientes boinas vascas. Las exigentes prefieren enfundarse en largos piyamas exageradamente acampanados, de grueso tweed, en tonos' de ocre y marrón, o elegir entre las prolijas falsificaciones de Abracadabra. Ocurre que es la única boutique de la ciudad que acató la orden francesa: resucitar a Alix Grès, la inventora del bies y del drapeado, y a sus trajes de chiffon negro, gris o bordó, rotulados The subtle sexiness of Madame Grès.
Para que la confusión general no acabe nunca es preciso internarse en el Village. Allí, la nostálgica recuperación de viejos vestidos, propuesta a los hippies por el frío y los pocos dólares, tiende también a convertirse en hit. Enormes galpones repletos con los rezagos de remotos films hechos en Hollywood compiten abiertamente con ropavejeros de nuevo cuño. El más famoso, Ridge, anuncia tapados de piel que abrigaron, por ejemplo, a Marlene Dietrich, Kay Francis, Joan Crawford. El precio no excede nunca los 20 dólares, un prodigio si se tiene en cuenta lo riguroso del clima y la exigua cobertura que puede ofrecer una gran tienda a cambio de esa suma.
No es nada raro entonces que recios hippies se paseen con jean acampanado, camisa hindú y tapado de piel de señorona americana (el ruedo hasta la pantorrilla), que conservan aún sus botones originales de bakelita y piedras. Es el acceso al delirio: a partir de esas hombreras cuadradas de 1940, capitas de piel de mono, cuellos de zorro apelillados, anillos hindúes, carteras marroquíes y colgantes africanos pueden azorar al visitante. No hace falta más para entender que si Nueva York tiene una moda, la incoherencia y la espontaneidad son los únicos patrones que permiten medirla.
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