Pablo Casals
El viajero en la isla


El maestro y su mujer con Primera Plana

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

OTRAS CRÓNICAS INTERNACIONALES

Cuba, quince años de revolución
André Malraux, recuerdos y reflexiones sobre el poder
Hiroshima, nunca más
Retirada en Vietnam
Restauración de la monarquía en España
El affaire My Lai, operación exterminio
NINA SOROKINA-YURI VLADIMIROV el cisne debe morir
Estado de sitio, Yves Montand, Costa Gavras
el dandy que encendió la aldea, uruguay
El último sobreviviente de Munich
La misión Gelbard, reportaje a Fidel Castro
Breve historia de la Fórmula 1
Pablo Neruda escenas de la vida bohemia

 

 

 

En esa casa de Mayagüez, cerca del camino donde las palmeras disimulan los rigores de un sol infernal, nació doña Pilar Úrsula Defilló y Amiguet. Historia vieja: corría entonces el año 1855, y Pilar empezaba allí un camino que la llevaría del otro lado del mar. Exactamente, al poblado catalán de Vendrell, donde Carlos —organista en la iglesia— le ofrecía lo poco que ganaba, para formar un hogar. Pilar aceptó: ya no volvería a su Puerto Rico natal sino en el recuerdo del hijo que le nació en Cataluña, dos días antes del fin de año de 1876.
Pero para ese retorno hubo que esperar 80 años: el anciano que desgranó las notas de "La Mare de Deu" desde el balcón de Mayagüez, para el público conmovido y silencioso que permanecía en la calle, tuvo cuidado de aclarar que esa desvaída canción de cura era, para él, el puente que lo ligaba a la infancia, la melodía que quizás lo anclase para siempre en Puerto Rico. A su lado, los veinte años de Marta Montañez temblaron de alegría: vivir con el maestro, y en su casa, era más de lo que podía imaginar.
Por lo menos, era más de lo que andaba por sus sueños cuando, siete años antes, se había atrevido a elevar su clara voz de soprano para canturrear esa misma canción, que el maestro tocaba como broche de oro de su festival de Prades, en los Pirineos. Pero, desde ese día, comenzó a acostumbrarse a los milagros: esa amistad con el músico culminaba —en pleno verano portorriqueño de 1956—, en un matrimonio que sería el deleite de los cronistas del mundo entero, y serviría para tejer sutiles interpretaciones psicoanalíticas.
Sin embargo, contra la mayoría de los pronósticos, casi una década de armonía sobrevuela a ese matrimonio: en Puerto Rico —y en los lugares del mundo que vieron pasar a la pareja— todo parece igual que hace diez años.
Sólo que Pablo Casals ha envejecido día a día: próximo a cumplir 89 años, ya es una pura memoria; una consumida imagen de sí mismo, que arde de frente a la inmortalidad.

El pobrecillo
"Bueno —dijo la muchacha al redactor de Primera Plana, y el aire se conmovió con esa aceptación, en torno de una cara morena y de un talle erguido— pero sólo diez minutos. El maestro está muy cansado, pobrecillo."
Había razones para esa estrictez de Marta Montañez ("no le hostigue: tenga piedad de él"), el inapelable cancerbero a quien es necesario recurrir para tener acceso a Casals. El músico acababa de concluir uno de los agotadores ensayos que precedieron al IX Festival Pablo Casals de Puerto Rico (del 30 de mayo al 11 de junio últimos, con la inclusión de los rutilantes nombres de Arthur Rubinstein, Yehudi Menuhin y Leonard Bernstein, entre otros), y las cuatro horas de labor en el podio lo habían convertido en ese anciano sudoroso que pedía clemencia.
Unos momentos antes, el eminente músico estaba sumergido en un mundo de cuerdas: 70 cellos, violines y contrabajos seguían las evoluciones de su cansada mano en el aire, y se detuvieron cuando murmuró casi llorando, "So beatiful", en el trabajoso inglés que su orgullo se resiste a domar. Bajo el follaje del inmensa claustro Universitario (donde el rector Jaime Benítez organizó la universidad más rica del mundo de habla hispana, invocando la defensa de la personalidad española de su país contra el bilingüismo cultural), pululaban las admiradoras del maestro: un tumulto de escuálidas y melómanas misses —algunas hasta en silla de ruedas— que llegan desde Nueva York todos los años, para escuchar a Casals.
"Con permiso —pide Marta, haciendo brillar su espeso brazalete de plata—; voy a preparar al maestro, y en seguida estoy con usted."
En la habitación casi penumbrosa, hay que hacer un esfuerzo para encontrar a Casals, viniendo de la luz. Pero allí está: sumido en el sillón, con la camisa abierta, un poco de cabello gris en la nuca, lentes sin aro. Un tema está prohibido en la entrevista: la diferencia de edad entre el músico y su mujer ("No siga usted por ese camino, ¿eh?", previno Marta, hace unos momentos).
"Este Festival me ha costado muchísimo trabajo —musita, en cambio la figura sentada en la penumbra—, Empecé a trabajar en él casi el mismo día en que terminó el anterior: ¿no es cierto, querida?" Marta sonríe y asiente. Ella es no sólo su memoria: también es su testigo.
Con el apoyo constante de ese testigo, Casals se presta a narrar pausadamente cómo transcurren sus días:, se levanta todas las mañanas a las siete y media, y pasea largamente por la playa, frente a su casa de Isla Verde. "Allí escucho el mar —cuenta—. Esa sí que es música, ¿eh?" Después, dicta o escribe personalmente su copiosa correspondencia ("tantas cartas, tantas..."): Albert Schweitzer, Bertrand Russell, la familia de John F. Kennedy, están entre sus más asiduos amigos epistolares. La mañana suele írsele también en redactar artículos para la prensa, que le reclaman desde diversos lugares del mundo, en recibir las visitas que llegan a Puerto Rico sólo para verlo. "El almuerzo del maestro es muy frugal —acota Marta—, Sobre todo, nada de grasas, y una buena siesta en seguida." "Pero aclare que no me privo de nada bueno", interviene él, antes de señalar que por las tardes repite casi el mismo programa.
Al correr de la breve charla, el gran catalán aborda otros temas, siempre con su tono impreciso, arrastrando las palabras que encuentra con dificultad.
Habla de su idea de Dios y se declara creyente, "pero en relaciones directas, sin pasar por nadie"; de sus impresiones sobre la música del siglo XX ("Los artistas de hoy hacen todo lo posible para que el arte muera. No los entiendo, no quiero entenderlos. Eso no es música sino puro ruido. El arte necesita de sentimientos profundos y poderosos: no es un juego"); y mezcla los recuerdos de los hombres célebres que conoció en su vida, Kennedy, Bergson ("gran hombre y gran filósofa: un santo"), con confusas anécdotas sobre Picasso, el otro Pablo de Cataluña.

Sin esperanzas
Afuera, la tarde del trópico abruma la tierra: es la hora de fuego, la quemazón de la siesta. Fatigadamente, Casals escapa al calor con un recuerdo-reciente: "Cuando estuve en Buenos Aires —dice—, el año pasado, había interés en llevar el Festival allá, al Colón. Pero después no se pudo." Se queda mirando el paisaje, que asoma lujuriosamente a la ventana. Cuando se habla de España, el gesto se le endurece. "Si —reconoce—, es una pena no volver a verla. Pero más importantes son los principios, ¿sabe usted?, los principios." El amor a la libertad (una idea, un empecinamiento) le pesa más que el amor carnal a la tierra que no volverá a contemplar. "El es así —afirma Marta, para cerrar el tema—; sus convicciones pueden más que nada."
Acaso sea así: por lo menos, durante toda su vida no hizo otra cosa que demostrar esa fidelidad. Los largos años de silencio en el pueblito pirinéico de Prades (de donde lo arrancó su matrimonio) es el más conocido, pero no el menor, de los rasgos de orgullo y honestidad que vertebran su historia. El gesto amargo que le curva la boca cuando se incorpora y da el brazo a su mujer, quizá sea el precio de esa estrictez, de ese furor consigo mismo. Cuando se aleja, entre las nubes de polvo de la tarde (levantadas por el Cadillac gris, que Marta maneja con pericia) algo más que ese polvo queda colgado del aire. Sus últimas palabras, como una confirmación o una síntesis de todo lo vivido: "Ahora no espero nada de la vida —ha dicho—, como no sea seguir viviendo. La vida siempre trae sorpresas, pero ninguna esperanza." 
PRIMERA PLANA
22 de junio de 1965