Folies Bergère

 

 

 

 

 

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El 26 de setiembre de 1933, un húngaro de 20 años, recién llegado a París, circulaba por los corredores del Folies-Bergére. Una muchacha muy escotada, muy perfumada, al verlo se le aproximó y le pidió fuego. Luego de haber encendido su cigarrillo le confesó que tenía sed, una razón suficiente para ser invitada al bar y tomar una copa. El joven húngaro entonces se dio cuenta de que todo lo que le habían dicho en Budapest sobre aquella sala era cierto: era el paraíso de las mujeres livianas de la capital francesa.
Desde aquella noche, Michel Gyarmathy (el húngaro) se propuso instaurar un orden moral en el teatro de la rue Richer, pero sin demasiada exageración, claro: impidiendo la entrada a las muchachas de vida fácil, una de las atracciones del local. Las otras bullían sobre el escenario, acariciadas por cascadas de plumas, lentejuelas y brocatos, y módicamente vestidas con el mínimo posible.
Si esta semana el Folies puede festejar su cincuentenario con tanta dignidad como la Reina Victoria su jubileo, se debe a la mano dura de Gyarmathy, autor, director, escenógrafo y figurinista de las revistas más publicitadas del mundo. Hoy, tanto el hall como los corredores del teatro son lugares tan asépticos como la comisaría del Grand Palais, a cuya jurisdicción pertenece; y si algún espectador acepta la invitación de una 'soubrette' y se encarama en el escenario, lo hace con el tácito acuerdo de la dirección, para prestarse a juegos inocentes cuyos premios son una botella de champaña, un frasco de perfume o la inevitable miniatura en bronce de la torre Eiffel. En cambio, la entrada a bambalinas está prohibida a toda persona ajena al local, incluyendo las familias de las austeras artistas.
Primero fue un teatrito de mala muerte, al que un sagaz empresario hizo crecer adhiriéndole un vestíbulo y corredores laterales por donde circulaban las cocottes del Segundo Imperio. La primera revista propiamente dicha se estrenó el 30 de noviembre de 1888 y se llamaba '¡Paso a la juventud!', un título que aún hoy día parecería gastado. Los hermanos Isolas, ilusionistas talentosos, se apoderaron del género y lo desarrollaron en forma fabulosa. Cuando Paul Derval (su nombre verdadero era Paul Pitron) adquirió los derechos para regentear la sala en marzo de 1918, ya el Folies era una leyenda universal, un mito hábilmente alimentado cada vez con más imaginación por la docena de empresarios que sucedieron a los Isolas. Antes de convertirse en la catedral de las revistas, el teatro vaciló entre el vodevil, la música sinfónica, el drama de bulevar y las reuniones políticas: en 1871, la verborragia de Gambetta mantuvo allí en vilo a sus correligionarios, que lo escucharon durante cinco horas.
El Folies es ahora un teatro al revés: en invierno hace las recaudaciones más magras, y en verano el termómetro de la taquilla alcanza a los 54 mil francos diarios (3,8 millones de pesos). Tan sólo un 5 por ciento del público es francés, y el 95 por ciento turistas de paso por París. La flor y nata de ese público extranjero son los norteamericanos: la encargada de la venta de entradas en el exterior ha comenzado a remitir a ciudadanos de Nueva York, Ohio, San Francisco y Detroit las butacas para las funciones de la primavera de 1989. "Todas las noche —explica Gyarmathy— me paseo por la sala, y en verano, cuando escucho que alguien habla en francés, no puedo contenerme y me pregunto: ¿Por qué no se habrá ido de vacaciones este tipo?"
En cambio, este palacio de frivolidad toma sus vacaciones cada cuatro años, en el otoño, Pero la sala únicamente: el elenco aprovecha la 'relache' para ensayar una nueva revista que, como las anteriores, cuesta 4 millones de francos (280 millones de pesos), toda una tradición. La otra cábala es que todos los espectáculos deben llevar un título de trece letras e incluir la palabra Folie: Folies chéries, Folies en féte, Ah, quelle -folie!, Une vrai folie, Folie cocktail, C'est de la folie. La revista del centenario ha sido bautizada como Et vive la folie!, y antes del telón final, una gigantesca torta llena de mujeres desnudas y de strass se derrama sobre los espectadores. Es lo único que la diferencia de sus antecesoras. En todo lo demás, Michel Gyarmathy mantiene su vieja fórmula: tres horas y media de espectáculo, un mínimo de texto y el máximo de lujo.
Toda revista incluye siempre 40 cuadros, 24 largos y 16 cortos (menos de tres minutos), con una partitura de 5 mil compases. La música es compuesta por Jean-Pierre Landreau (alumno de Marguerite Long) y Henri Betti (alumno de Lazare Lévy), y consiste en una sucesión de pastiches increíbles sobre los más variados temas: chinos, turcos, árabes, jazz, Debussy, Ravel, y populares.
Cada dos años, Gyarmathy embarca sus vedettes, coristas, plumas, lentejuelas y trucos escenográficos rumbo a Las Vegas. Antes, reduce el show hasta dejarlo en una hora y media, el tiempo necesario para que los jugadores de Nevada no se olviden de la ruleta y otros juegos de azar.
En París, las coristas del Folies ganan de 120 a 150 francos por función (8 mil pesos), y para amortizar el costo de una revista se necesitan 250 salas llenas, con 1.500 plateas, pullman y superpullman, como así también los lugares donde se puede estar de pie.
Pero esta semana se cumple, asimismo, otro aniversario. El 26 de febrero de 1918, Paul Derval (muerto en 1936, a los 87 años) tomó en sus manos el timón del Folies y a partir del mes siguiente lanzó a la fama, sucesivamente, a Harry Baur, Josefina Baker, Mistinguett, Fernandel, Jean Sablón, Damia y Charles Trenet, durante sus 30 años de éxitos continuados. De su encuentro con Michel Gyarmathy —la leyenda quiere que el futuro director-empresario fue descubierto mientras dibujaba con tizas de colores en la vereda de la rue Richer, para ganarse unas monedas— nació una nueva política en la sala, la antítesis del Casino de París, su rival más encarnizado. El encuentro coincidió con la partida de los soldados norteamericanos que habían peleado en suelo francés durante la Segunda Guerra y la llegada de las primeras olas de turistas yanquis debidamente informados por aquellos: "Y, sobre todo vayan al Folies-Bergére".
Ficción y polvo dorado fue, desde entonces, la divisa del Folies. Precisamente, la que no podría grabarse en el frente de la mansión de la viuda de Derval y de la de Michel Gyarmathy: en ambas casas se acumulan gobelinos, tapices de Aubusson, primitivos italianos y flamencos, y colecciones de cajas de oro del siglo XVIII. Hoy, los salones están cerrados y Madame Derval se ha convertido en la directora del Folies-Bergére, lo suficiente para tenerla ocupada desde el mediodía hasta las dos de la mañana. "¿Por qué? —se pregunta—. Por puro fanatismo. Cada día me despierto con 25 mil francos de deuda y haría bien en seguir durmiendo", se contesta y sonríe, con una mueca de momia de la XVI dinastía tebana. Porque cuando gana un millón de francos (70 millones de pesos), el Estado se apodera, como impuesto a los réditos, del 80 por ciento. Pero sigue adelante porque de ella dependen 375 personas, incluyendo al jefe de maquinistas, que sube y baja decorados, lanza chorros de agua y nubes de vapor y hace girar la inmensa plataforma desde hace 41 años, "Ellos me quieren tanto como yo a ellos —suspira la viuda de Paul Derval y pone los ojos en blanco—. Por eso no los abandonaré jamás."
Esa noticia puede regocijar al dueño del Folies-Bergére, cuyas paredes no pertenecen ni a la Derval ni mucho menos a Gyarmathy, sino al hospicio llamado de los Quinze-Vingts, una ironía abominable, pues ese nombre medieval alude a los ciegos. Es decir, a los únicos a quienes les está vedado admirar los desnudos bellísimos que son la razón de ser de este templo de las artes "visuales".
27 de febrero de 1968
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