Santo Domingo
¡Un día más, un día más!

La semana pasada, mientras se trataba de pagar o los servidores del Estado, hubo tiroteos en Santo Domingo, polémicas radiales, manifestaciones. Un desalentador estancamiento cubrió las gestiones conciliadoras del secretario de la OEA, José A. Mora, apretado entre la intransigencia del general Antonio Imbert y la del coronel Caamaño.
Entonces, la OEA creó una comisión especial (integrada por los embajadores Ellsworth Bunker, de USA; Ilmar Penna Marinho, de Brasil, y Ramón de Clairmont, de El Salvador), a instancias de Dean Rusk, para fortificar las negociaciones de Mora y hallar un acuerdo definitivo. Entretanto, el Presidente Johnson anunció el retiro de todos los marines.
La delegación llegó a Santo Domingo al mismo tiempo que el enviado especial de PRIMERA PLANA, Osiris Troiani, abandonaba esa ciudad donde permaneció quince días. Damos a continuación el informe remitido por Troiani, cuyas viñetas describen la indecisa situación reinante.

 

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pie de fotos
-Requisa: Pero, al menos, se vive
-Imbert Barrera: 2500 dólares
-La entrega de alimentos, debajo de las bayonetas

 

Una vieja ciega, de piel oscura, avanzaba por la calle Espaillat al frente del grupo de madres. Las otras lloraban estridentemente, ella no: sólo crispaba las manos en el aire, tendidas como las de un sonámbulo. Cuando llegaron donde los "milicianos", el que mandaba intentó, calmarlas. Pero no se atrevía a detener a la ciega, que siguió avanzando y llamando imperiosamente; "¡Pablo, tres días llevo buscándote! '¡Te digo que vengas aquí!"
Un niño, apoyado con indolencia en un árbol, finalmente se acercó y se dejó tocar. Tenía pantalón del Ejército y en el pecho una remera dudosamente blanca. Apoyó la ametralladora en el suelo, pero su madre la descubrió, se la quitó de las manos y dijo: "Te vienes conmigo."
Las demás chillaron: "¡Queremos a nuestros hijos! ¡Son demasiado jóvenes para pelear!"
El "comandante" Douglas Velarde (profesor universitario, 29 años, casado) explicaba: "Nadie los obligó; ellos vinieron por su cuenta; quieren redimir la patria dominicana." Pero las madres le increpaban. Entonces concedió: "El que quiera irse, es libre de hacerlo," Fueron siete los que depositaron lentamente sus armas en la vereda, abochornados. Pero la vieja ciega dijo a Pablo: "No, llévate el fusil, llévalo para tu padre, él peleará."
*
"¡A medio peso el paquete!" El contrabando —cigarrillos, whisky, transistores— florece a lo largo de la ruta por donde llegaron hace un mes los norteamericanos. Hombres, mujeres, niños, todos desharrapados, persiguen cada automóvil gritando su mercancía.
De Punta Caucedo a la ciudad hay 36 kilómetros. Trujillo construyó deliberadamente lejos el único aeropuerto de la República. Había que atravesar cuatro retenes. El aislamiento del pueblo dominicano era casi perfecto.
Ahora la carretera está congestionada por los camiones que abastecen a un ejército de lujo, y cuando un coche se detiene lo toman por asalto los vendedores ambulantes. Ni hambre ni miedo se lee en sus ojos. Vociferan y hacen sonar en su bolsillo las pesadas monedas de medio dólar.
La iniciativa privada vuelve por sus fueros.
*
"No me gusta llevar americanos: es peligroso", dijo el chofer. Pero hemos ambulado toda la mañana por la zona rebelde y sólo una vez se oyó un insulto dirigido a los "gringos". "¡Hábleles en español, para que se convenzan!", apremió, temeroso, el hombre del volante.
Silvestre Itoíz (44 años, soltero) se enjugó la curtida nuca y, después de apagar la conga que derramaba la radio de su auto, reanudó sus relatos de horror; con ellos, compra la simpatía de su cliente y mejora su propina.
"¿Cree usted que un agricultor puede ganar 100 por mes? Bueno, eso es lo que les decía Bosch a la gente. Es el mayor mentiroso del mundo, no le parece?"
Los revolucionarios, "tipos que tienen la cabeza distinta a la de nosotros", son como fieras; si "Wessin no los hubiera aguantado tres días, hasta la llegada de los norteamericanos, "aquí no quedaba nadie con vida". Matar, robar, violar, eso es todo lo que hicieron en esos tres días. "Había un paredón en el Parque Independencia y otro en el puente Duarte: fusilaron como mil."
Pero él admite que no vio nada. "¡Qué va, yo cogí pal campo y volví después de una semana! ¿Me iba a quedar con ese tigraje suelto? A mí me lo contaron los vecinos."
*
En las afueras de Santo Domingo se levantan el Palacio Legislativo y una docena de edificios —al parecer, deshabitados— que se habían erigido para la feria conmemorativa del descubrimiento de América. ("Sí, todo esto lo hizo Trujillo", explicó con orgullo un policía)
Para las diez de la mañana estaba anunciada una concentración anticomunista, pero una hora más tarde aún no habían llegado los miembros de la Junta. "Imbert tiene dificultades con los americanos —comentó un periodista francés—. Ellos lo inflaron y ahora, lo desinflan."
Leopoldina Duarte (42 años, devota, esposa de un empleado de Previsión Social), se paseaba ante el estrado hablando sola: asentía frenéticamente a cada amenaza del locutor contra "los de la Ciudad Nueva".
"¿Qué vinieron a hacer los norteamericanos? ¿Por qué no acaban con los comunistas? ¿Por qué no dejan hacer al Ejército? Como la vez que salvaron a Castro... ¡Sólo Dios está con nosotros!"
Preguntada por la actitud de los obispos, los acusó de "nadar entre dos aguas".
*
El presidente de la Junta —un hombre anodino de mediana talla, gordezuelo y cortés— miró a la multitud con forzada arrogancia, se quitó la gorra y con la misma mano se rascó la cabeza, pensativo. Aparentemente, estas expansiones de la democracia le cuestan cierto esfuerzo de adaptación.
Imbert no es militar de carrera. Gobernador de Puerto Plata, entró en la conspiración que comandaba el general Juan Tomás Díaz (también el lugarteniente del déspota), y que terminaría por dar muerte a Trujillo. Hace unos días, en otro discurso, se jactó de haber integrado el grupo que, la noche del 25 de noviembre de 1960, atacara el coche manejado por el negro Zacarías de la Cruz. De aquellos ocho hombres, seis fueron ejecutados por orden de Ramfis Trujillo: sobrevivieron él, Antonio Imbert Barrera, y otro conjurado, Luis Amiana Tío. Ambas versiones no coinciden. (También se podría interrogar a Zacarías, chofer y guardaespaldas de Trujillo; pero el negro todavía sigue escondido.)
Según sus enemigos, Imbert no asistió al crimen; simplemente, estaba en la lista de los cómplices del general Díaz. El hecho es que dos años más tarde el gobierno provisional del licenciado Rafael Bonnelly lo premió con un decreto que lo nombraba general y le concedía una pensión vitalicia de 2.500 dólares, trasmisible a sus herederos. Añaden sus adversarios que en tiempos del Benefactor había adquirido ilegítimamente inmensas propiedades azucareras.
En su discurso, Imbert insistió en que. no aceptaría transacción alguna: Caamaño debe capitular.
*
En la zona internacional, una bomba roja y otra verde mancharon el edificio central del Partido Revolucionario Dominicano.
El comerciante Juan Andrés Riesel (51 años, canario, casado sin hijos) amenazó desde el umbral de su tienda, con el puño cerrado, a la casa donde se reunían los partidarios de Bosch. "Ellos tienen la culpa de todo. Con Trujillo, al menos teníamos orden. Pero llegó ese hombre funesto y convenció a todos los vagabundos que hay que quitarles a los que tienen."
¿Y Caamaño? "Ni siquiera se conocían. El quería apoderarse del Ejército, desplazar a los oficiales de mayor grado que el suyo, y cuando se encontró con el gobierno en las manos no supo qué hacer. Entonces inventó eso del constitucionalismo y llamó a Bosch. Pero ahora sabe —todos lo sabemos— que ese señor es un cobarde. Si viniera, ellos mismos lo rematarían. Los oficiales que Caamaño envió a buscarlo, el día del zafarrancho, volvieron con una mueca de asco."
*
Una cola de dos cuadras en la zona de seguridad. Camiones del US Army repartían arroz, habichuelas, aceite, harina de trigo, bacalao. Mujeres de toda edad —ancianas cubiertas de luto, chiquillas que tiritaban como pájaros— aguardaban durante horas bajo la tenue garúa. Ollas y baldes formaban una batahola exasperante.
El comercio no abrió sus puertas en todo el mes de mayo. La zona rebelde se abastecía por dos entradas que le dejaron los norteamericanos. Los campesinos alquilaban camiones y venían a vender sus productos: tenían miedo de ser saqueados, pero su vocación para el agio era más fuerte.
Los del sector constitucionalista dejan las armas, cruzan la línea norteamericana y engrosan la fila.
Dolores Mercado, con tres niños colgados de sus harapos, espetó, desafiante, a una vecina: "¡En buena hora vinieron los americanos y ojalá no se vayan nunca! ¡Ahora comemos!"
En la pared de enfrente, el carbón escribió: "Yanquis out".
*
En la misma cola descubrieron a una cubana: injurias, empellones, un cascotazo. "¡Que Fidel cargue contigo!"
El gobierno depuesto subsidiaba a los que habían escapado al poder de Castro. Recibían 100 dólares al mes, los dirigentes mucho más. No es extraño que los dominicanos odiasen a estos extranjeros privilegiados. En Punta Primavera se había organizado, según parece, una base para adiestramiento de los anticastristas. Reid Cabral negaba la acusación. Una tarde se llevó un grupo de periodistas y después mostró por televisión que no había tal base, que era sólo un depósito del Ejército dominicano. Un oficial de Caamaño se echó a reír: "¡Como si la televisión pudiese mostrar que algo no existe!"
Nidos de ametralladoras en las bocacalles. Uno o varios soldados norteamericanos —rubios, enormes, y no pocos de color— pasan los días en el suelo, despatarrados, con una cantidad de botellas de Coca-Cola entre sus imponentes botines.
"Todavía quedan algunos francotiradores —dijo uno de ellos—. Nosotros hemos cazado tres en una semana. —Meneó la cabeza—: Trabajo sucio."
Y dobló la portada de su novela policial: part one, chapter I.
*
Una casita rosada en un campo verde —surcado perezosamente por el río— se derrumbaba todavía. Fue allí donde se hicieron fuertes los rebeldes, cuando la aviación de Wessin y Wessin los contuvo en el puente Duarte, escenario principal de la batalla.
Los relatos difieren pasmosamente. Según algunos, los pilotos bombardearon; otros sugieren que sólo arrojaron metralla desde baja altura y tal vez algunos cohetes aire-suelo. Se mencionan diez y hasta quince aviones; pero hay quienes hablan de dos, uno de los cuales se refugió en Puerto Rico. Corre la leyenda de que, para interrumpir esos ataques, los rebeldes llevaron al puente Duarte a los familiares de los jefes de la aviación. En realidad, fue sólo una amenaza lanzada por un locutor de la televisora.
El puente está intacto. En sus extremos, soldados norteamericanos se parapetan detrás de sacos de arena. A la distancia, en la niebla que empaña el mar, se cuentan hasta diez unidades de la Navy. Cruzado el río, una avenida conduce al centro de la ciudad. Es tierra de nadie, con molinetes y ovillos de
alambre. Policía norteamericana dirige el tráfico.
A quinientos metros —calles desiertas, sucias, misteriosas— está la ciudadela rebelde.
*
Cuatro médicos argentinos (los doctores Raúl Gómez García, Antonio Pini, Carlos Calvera y Antonio Vicente Ugo) estaban exasperados. Otros cuatro habían regresado, pero ellos recibieron orden de hacerlo y nadie sabía cómo. ¿Los habían olvidado?
Estuvieron en Santo Domingo unos veinte días. Al principio, operaban heridos graves —de ambos bandos, por supuesto— en el hospital Padre Billini, en el corazón de la zona rebelde. Después, el Encargado de Negocios, coronel Avalía, les pidió que se trasladaran a otro establecimiento, en San Cristóbal, a 20 kilómetros de la ciudad, porque era inminente un ataque de las fuerzas de Imbert, y a él no le parecía bien, al parecer, que los vencedores encontrasen a los argentinos en el otro campo.
Rota la tregua, la lucha estalló en el sector norte, que fue ocupado por tropas de Imbert. "El día 19 —refirió el doctor Ugo, 37 años, soltero— se oía con claridad, mientras trabajábamos, un espantoso tableteo de ametralladoras y bazookas. Estábamos embadurnados de sangre: el piso, las camillas, los guardapolvos, todo era rojo." Esa misma noche, los rebeldes intentaron copar el Palacio Nacional y fueron segados por los norteamericanos. Una decena de cadáveres llegó a la sala donde ellos operaban.
Ugo calcula que la revolución dominicana dejó entre dos y tres mil muertos. "Nunca se sabrá: los dos bandos sepultaban sus cadáveres en cualquier parte."
*
"¿Que cómo me llamo? Pues..." Y un oscuro instinto le advirtió que tal vez no debía decirlo. Instantáneamente, se inventó un nombre de guerra: "Miguel Matamoros, servidor." Se encasquetó una sucia gorra de béisbol y rió gozosamente con una boca a la que sólo le quedaban dos caninos.
Era el jefe de una patrulla rebelde: visiblemente, habían robado uniformes al Ejército y a todos les faltaba alguna prenda. Menos Matamoros, cuya edad era indefinible, ninguno tenía veinte años. El moreno no parecía borracho, pero lanzaba vivas a Fidel Castro y al Papa, a Perón y a de Gaulle. Echaba pullas contra los norteamericanos y sus compañeros hacían coro con ansiosas carcajadas. A través de la casaca abierta, su esternón desnudo vibraba convulsivamente. "Los echaremos al mar, ¿eh, Mechones?", se dirigía a uno de los suyos.
Mechones dijo que sí, pero sólo por obligación. A un mes y medio de su alzamiento, es evidente que la ilusión va desvaneciéndose lentamente en el campo rebelde. Unos días más y tal vez tendrán que soltar las armas, volver a pasearse por las plazas con las manos en los bolsillos, a los muros roídos de sus zaguanes, otra vez desocupados, espiando el vuelo de una moneda para brindarse su guarapo o su cerveza.
*
Vagos, pícaros, buscavidas, expósitos, la revolución les hizo vivir un minuto de frenesí, un éxtasis fugaz durante el cual, por primera vez en la vida, se sintieron útiles, llamados, miembros de un todo.
Los de la otra parte se estremecieron al verlos brotar de la tierra y, sin duda, tienen razón cuando pretenden que sólo los mueve el robo y la venganza.
Pero si uno se detiene a observarlos encuentra en el fondo de sus ojos la incómoda sensación de haber desobedecido, de no estar en su sitio. A través de ese remordimiento, la conciencia despierta en ellos.
En cambio, los barrios altos, el antiguo "trujillismo" que hoy se declara "democrático y cristiano", las familias de lanita (dinero, en la jerga popular), rechazan enérgicamente toda culpa. Cuando la ruindad y la miseria los salpican, ni siquiera intuyen que son ellos quienes han pataleado en el charco. En las atrocidades (reales o supuestas) del populacho, encuentran otra justificación de sus privilegios.
Un terrateniente, en el avión que lo traía de vuelta, mostraba los palos de golf que se había comprado en la semana siguiente a la revolución. Era un hombre de bigote entrecano, con venillas azules en la nariz, de sombrero, en camisa. Los palos (de acero) volaron por el aire, que silbó angustiosamente.
"Me servirán para jugar —decía— y para medirles el lomo a mis peones. ¡Yo conozco a mi gente!"
"¡Almanzor!", gritaron los milicianos. Lo necesitaban para hablar con el periodista.
Almanzor García, sociólogo de 29 años, abogado especialista en derecho laboral, que venía de seguir en Napoles un curso sobre el desarrollo económico, se plegó también a la revolución, sin creer demasiado en Bosch ni en Caamaño, sin pensar siquiera que la República Dominicana sea una nación viable: sólo porque...
"Porque si los universitarios no nos ponemos al lado del pueblo, el comunismo es inevitable. Abandonados, estos muchachos comenzarían a pensar que no hay otra solución." 
*
En el cuartel general de Caamaño, pasó como una exhalación, la sotana blanca de Gabriel Díaz (jesuita, 27 años, le faltan dos para ordenarse). Va y viene todo el día, repartiendo ropas y los paquetes de alimentos de Caritas.
"Mi obispo, Monseñor Octavio Veras, predica la reconciliación. Es lo único que yo sé de política. Es la política que yo sirvo."
Dijo que en la parroquia de San Miguel —zona rebelde— los oficios se celebran con toda libertad y que la concurrencia no disminuyó. A la pregunta de si ha visto comunistas entre las fuerzas de Caamaño, negó con vivacidad. "¡Pero lo cierto es que tampoco en Cuba los había visto!"
Gabriel Díaz es cubano.
*
Un mulato gigantesco se dobló en dos para presentarse: "El doctor Luis E. Lembert Peguero." Es Ministro de Justicia en el gobierno de Caamaño; pertenece al PRD, el partido de Bosch.
"Toda esta gente también —señaló en torno—. Las masas son nuestras, sépalo. Yo tengo respeto por el 14 de junio, movimiento nacional y juvenil de clase media, pero sus dirigentes fueron diezmados en una insurrección extemporánea, hace dos años, y no han logrado penetrar en el campo ni en los sindicatos. En cuanto al Partido Socialista Popular son unos marxistas teóricos, revolucionarios que viven sabrosamente en sus pent houses. No pasan de 200 y la mayoría está en París. Aquí no he visto uno solo de ellos. Ya aparecerán cuando llegue la hora de criticar la revolución dominicana." El auditorio festejó ruidosamente su ironía.
Lembert prosiguió, implacable: "Por fin, está el Movimiento Popular Dominicano, que sigue las orientaciones chinas, según dicen los que saben de estas cosas. Bueno, yo no conozco a nadie de ese grupo. Creo que son fantasmas." 
*
Desde las ventanas del hotel Embajador —donde unos cincuenta chinos, por miedo al comunismo, duermen apiñados en los sillones del vestíbulo— se veía llover mansamente sobre la tierra roja y las lomas verdes.
Llovía también sobre las carpas del Ejército brasileño, tendidas a lo lejos. Llovía sobre una multitud de coches —diminutos coleópteros de variados colores— apostados frente al hotel.
Después de visitar —como todos los días— los cuarteles generales de Imbert y Caamaño, diplomáticos y periodistas trenzaban sus minuciosas cábalas en el ocaso lluvioso.
La emisora rebelde lanzaba vibrantes comunicados sobre huelgas estudiantiles en Chile, en Uruguay, en Colombia, solidarias con "la lucha de nuestro pueblo por la democracia, contra toda tiranía de izquierda o de derecha".
Pero al terminar su lectura, antes del cierre marcial, el locutor dejó escapar una frase empapada de desaliento: "¡Un día más, dominicanos! ¡Un día más!" .
8 de junio de 1965
Revista Primera Plana