20 AÑOS DESPUÉS
Okinawa
Bandera Blanca en el Pacífico
(Revista Primera Plana 08-06-1965)

 

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Mayo 29, sobre el Castillo Shuri

 

A las tres y media de la mañana, el teniente general Mitsuru Ushijima, comandante de las fuerzas japonesas en Okinawa, salió de la cueva caliza donde tenía su cuartel general —en los suburbios de Naha, capital de la isla— y caminó hasta una explanada estrecha, situada a cien metros de la cueva. Iba vestido de gala, con el Collar de la Orden del Sol Naciente balanceándose sobre su garganta. Detrás marchaba el teniente general Isama Cho, asistido por tres coroneles.
A las cuatro menos veinte de aquel 22 de junio, los generales Ordenaron a sus ayudantes que desplegasen sobre la tierra una manta y sobre la manta una sábana. Ushijima se arrodilló en ese altar precario, a la derecha de Cho. Después, resignados a no mirar al Norte, a desistir de un harakiri cuya liturgia exige volver la cabeza hacia el Palacio Imperial en el momento de la muerte, se contentaron con un decoroso 'seppuku', un suicidio honrado pero sin gloria.
Ya desde las tres, un levísimo viento fresco había empezado a soplar sobre la isla calcinada, pero ni siquiera ese aire, ni siquiera el humo que seguía surgiendo de los blocaos de cemento, las casamatas y las cavernas madrepóricas —unidos entre sí como en un hormiguero infinito—, bastaban para ahuyentar las bolsas de insectos que zumbaban sobre los cadáveres. Un corresponsal de la Associated Press contó que aquellos dos holocaustos, al difundirse la noticia en la madrugada, se volvieron contagiosos: los nativos japoneses de Okinawa salían de sus refugios, ensartaban a sus mujeres con las espadas, y se volaban luego la cabeza con granadas de mano. Los escasos soldados sobrevivientes procuraban aniquilarse en furiosas cargas banzai; dentro del laberinto de las cuevas retumbaban los alaridos de los murientes, ahogados apenas por los disparos de ametralladora y los estallidos de las granadas.
Okinawa es una isla considerable en el archipiélago del Riu-Jiu: tiene unos 120 kilómetros de largo por 7 a 30 de ancho. Los estrategos japoneses estimaban que una derrota en esa fortaleza, ubicada a 580 kilómetros de Kiu-Siu y a 620 de Nagasaki, era suficiente para determinar el derrumbe del Imperio. Para defenderla contaban con un destacamento de cien mil soldados regulares y otros 40 mil reclutados entre los habitantes de la isla, al margen de las poderosas fortificaciones construidas en los barrancos y acantilados, cuya disposición les permitía oponer una larga resistencia.
Pero la potencia del enemigo era inagotable: la X Flota de los Estados Unidos disponía de 450 mil
hombres y estaba apoyada por el más formidable aparato bélico jamás concentrado en los mares: 358 navíos de guerra, 1.140 barcos auxiliares y unos 15 mil botes de desembarco y equipos anfibios. Sólo la fuerza de ataque incluía 10 acorazados, 14 portaaviones de escolta, 13 cruceros y 23 cazatorpederos; la escuadra de los portaaviones contaba con otras 15 naves madre, 8 acorazados, 4 cruceros y 48 cazatorpederos. Unos 3.163 cazas y bombarderos navegaban prontos para entrar en combate, 
A fines de junio de 1945 se pudo establecer que las bajas japonesas en Okinawa, tres meses después de iniciado el asedio, ascendían a 109.629 muertos y 7.871 prisioneros; para los Estados Unidos, ésta victoria fue también la más ardua de toda la campaña en el Pacífico: 12.520 muertos y desaparecidos, 36.631 heridos. Pero el almirante Chester W. Nimitz no juzgaba demasiado alto ese precio: "Nuestra conquista de Okinawa —dijo— dejó en el aislamiento a todas las posiciones japonesas del Sur y tornó insostenible la situación del enemigo en China, Birmania, y las Indias Orientales holandesas, obligándolo a retirarse. Nuestras fuerzas explotan en China ese repliegue."

El principio del fin
Desde el 23 de febrero de 1945, cuando una patrulla del XXVIII Regimiento de marines llegó a la cumbre del monte Suribachi, en Iwo Jima, y clavó un mástil con la bandera de los Estados Unidos, la radio Tokio empezó a mencionar "una inminente invasión a Okinawa". El ascenso al Suribachi fue eternizado por Joe Rosenthal, de la Associated Press, en una fotografía que obtuvo el premio Pulitzer y acabó por convertirse en el símbolo de la victoria del Pacífico; pero la toma completa de Iwo Jima, una isla que formaba parte de la prefectura de Tokio, retumbó en los oídos del Japón como una anticipación de la derrota. Era, en verdad, el penúltimo paso para las Operaciones Olympic y Coronet, los dos nombres clave con que el almirante Nimitz y el general Douglas MacArthur habían bautizado a la invasión del archipiélago japonés, prevista para noviembre de 1945. Okinawa era el paso final de ese proyecto.
El ataque a Iwo Jima había sido organizado en dos frentes, a causa de la exigua superficie de la isla: unos 40 kilómetros cuadrados. Pero en Okinawa las cosas eran mucho más complejas. El 22 de marzo, el comandante de la V Flota, almirante Raymond A. Spruance, protegido por un asolador bombardeo de B-29 sobre el archipiélago de Riu-Jiu y sobre las bases del sur de Kiu-Siu, ordenó un desembarco de prueba en Kerama Retto, al oeste de Okinawa. Pero la invasión fue demorada hasta el 1º de abril: entre la madrugada de ese día y las 6 del día siguiente, sobre un frente de diez kilómetros, más de 50 mil hombres emprendieron la marcha desde la costa oeste hacia el este y el sur de la isla. Una semana antes se había empezado a sembrar la confusión entre los defensores nipones mediante constantes amagos de ataque en los extremas sur y este.
En tierra, sorpresivamente, los hombres del general Ushijima apenas ofrecían resistencia: un débil fuego de artillería permitió que los invasores fortificaran las playas casi sin pérdidas. Pero desde la mañana del 2 de abril, los 'kamisake' hostigaron el desembarco con una nueva arma: un planeador enganchado en el vientre de los bombarderos y desprendido del avión madre a pocos metros del objetivo; desde allí, guiado por un piloto suicida, un planeador se estrellaba (sobre todo contra los barcos) con su tonelada de explosivos.
En la costa norte, la armada nipona consumó, tres días después de la invasión, un gesto de extremo sacrificio: inmovilizada por falta de combustible, empleó las últimas 2.500 toneladas de nafta que le quedaban en abastecer al Yamato, el mayor acorazado existente y el supremo orgullo de la Marina Imperial. La nave, seguida por un crucero y 8 cazatorpederos, al mando del almirante Ito, fue avistada a las 12.30 del 7 de abril por un submarino de la V Flota. Dos horas después de ser sometida a un feroz torpedo, naufragó con sus 2.500 tripulantes; a las 3 de la tarde, las aguas del mar de las Filipinas devoraron también, frente a la isla de Gunto, el crucero Akagi y otros cuatro cazatorpederos; sólo los últimos 4 cazas del grupo consiguieron escapar indemnes, hacia la isla de Kiu-Siu.

La desesperación en el Sur
Los invasores de Okinawa empezaron a ascender hacia las terrazas coralinas de la isla, como si sus bayonetas se enfrentasen con pura manteca. Desde las pequeñas aldeas de Sunabi y Ujidomai, los marines penetraban a razón de 5 kilómetros diarios y en vísperas de Semana Santa ya dominaban con sus ojos la había de Nakagusuku. El domingo de Pasión, al alcanzar la aldea de Kubu, en el este, Okinawa quedó fracturada en dos partes, con toda su franja central en poder de los aliados. Al domingo siguiente, desde el norte, el XXIV Cuerpo de Ejército emprendía también la marcha. Los nipones seguían —al parecer— resignándose a una rápida derrota.
Bastaron tres semanas para que los dos tercios de la isla fueran conquistados fácilmente, como en una batalla de adultos contra criaturas. El teniente general Simón Bolívar Buckner, que mandaba la 77ª división del X Ejército, previó que en diez días más la isla iba a estar ocupada por completo, incluyendo la capital. Sin embargo, la encarnizada resistencia se prolongó dos meses. En vez de cinco kilómetros diarios, el promedio de avance, a partir del 19 de abril, era de 600 metros.
Los japoneses, que habían estado juntando fuerzas, asaltaban por la noche a las 6 divisiones que los agredían: luchaban desde las cuevas, los blocaos y las tumbas abiertas en los cementerios. Los gases lacrimógenos no eran suficientes para arrancarlos de sus refugios, porque las inacabables bocas subterráneas les proporcionaban siempre un respiro. Hubo que apelar a los lanzallamas. El 10 de Junio, con Shuri y la capital ocupadas, Buckner preparó un ultimátum. Era posible prever que los japoneses aceptarían, porque sus efectivos habían sido diezmados, y en las cuevas de los barrancos no quedaban más de 18 mil fanáticos. Pero la propuesta de rendición no fue contestada. El alto mando ordenó "hacer pedazos" a los defensores.
Entonces, Okinawa pudo también disponer de una leyenda propia, una historia épica semejante a la bandera enarbolada por cuatro infantes de marina sobre la cúspide del monte Suribachi, en Iwo Jima. Ocurrió el 18 de junio, cuando quedaban sólo 6 kilómetros cuadrados por conquistar, en el sudoeste de la isla. El general Buckner, que iba a cumplir 49 años al mes exacto, estaba sentado en una roca madrepórica, un puesto de observación avanzado en las afueras de Temigusuku. A cien, metros, los marines se lanzaban al asalto de una caverna caliza. Una granada estalló entonces a sus espaldas y lo mató en el acto, "Nunca supo lo que sucedió —contó más tarde un corresponsal de la United Press—. Sonreía cuando fue herido, y la sonrisa ni siquiera se le borró con la muerte." El día de su cumpleaños, en 1945, la bahía de Nakagusuku fue bautizada con su nombre.
La rendición de Okinawa dejó todo el archipiélago nipón a merced de las fuerzas aéreas norteamericanas. Desde julio, casi todos los grandes centros industriales fueron sistemáticamente bombardeados, en un proceso de ablandamiento que preparaba la operación anfibia del otoño, y cuyo primer objetivo Iba a ser la isla de Kiu-Siu, con desembarcos en el sur (Kagoshima) o en el oeste (Nagasaki).
Veinte años después, Okinawa y las islas de Sakishima siguen bajo ocupación militar de los Estados Unidos. Unas tres cuartas partes de la población (el último censo, de 1961, estableció que hay 853.125 habitantes) es de granjeros y pescadores; el gobierno está en manos de una legislatura de 29 miembros, nativos del archipiélago de Riu-Jiu, pero el jefe ejecutivo de ese Parlamento es nombrado con acuerdo del gobierno norteamericano. Las viejas cuevas calizas y las casamatas han sido borradas por la erosión y también por el olvido. El cementerio de Naha sólo cobija a quienes murieron después de 1945. Pero todos los anocheceres, cuando los pescadores de Sunabi vuelven del mar, con sus barcazas cargadas de sardinas, suelen cantar una melodía de los viejos tiempos:
Ya no quedan cerezos ni muchachas.
Nuestros mayores se llevaron todo, 
todo menos la vergüenza.

8 de junio de 1965
PRIMERA PLANA