Televisión
Un dúo que da que hablar

 

 

 

 

 

OTRAS CRÓNICAS INTERNACIONALES

El blitz de Israel
El enroque de Sharon

Pandit Nehru

Duvalier: presidente vitalicio

Santo Domingo, incógnita en el Caribe

Nat "King" Cole, rey en cualquier idioma

El otro Einstein

Lech Walesa: Premio Nobel de la Paz

Juan Pablo II y Alí Agca

Así se vivió en hiperinflación

Trágico final de un mito. Indira Gandhi
Desde hace cuatro años, cuando El fugitivo Richard Kimble —un médico acusado de haber matado a su esposa— inició la búsqueda del auténtico asesino, Quinn Martin, productor de la serie, atrapó indirectamente al tele-público argentino. Luego fue El FBI en acción —por obra y gracia del Canal 13— la que reiteró el éxito, y ahora que Kimble está por capturar al huidizo manco, Martin, desde el mes de noviembre, inquieta a los argentinos con las andanzas extraterrenas de Los invasores, proyectadas desde Canal 11.
Hijo de Martin Cohen —un productor y director de Hollywood—, Quinn Martin nació en Nueva York en 1922, y al poco tiempo aterrizó con su familia en la costa Oeste de esa ciudad. Se inició como estudiante en las escuelas públicas de Los Ángeles, y finalmente se graduó en la escuela secundaria de Beverly Hills. Antes de reptar por los campos de batalla del Pacífico y Europa, durante la Segunda Guerra Mundial, triscó por la Universidad de California. Después Martin se infiltró en el mundo del espectáculo, sugestionado por la actuación de su padre. Así jugó sus primeras escaramuzas como aliado de un productor cinematográfico, metamorfoseándose luego en escritor free-lance, hasta trepar al cargo de productor ejecutivo de los California National Studios, en los que alumbró El show de Jane Wyman. Los Desilú Studios fueron su segunda trinchera, desde donde lanzó el Desilú Playhouse, Bernadette, el primer Show de Lucile Ball, K. O. Kitty, y la efervescente Los intocables. Capturados media docena de Emmys para ABC-TV, Martin se evaporó de los estudios Desilú para crear, bajo el rubro Q M Productions, los propios, y pergeñar series como La nueva raza, y El fugitivo. Una vez asestados convenientemente sus dardos, Martin eligió al exquisito distrito de Bel Air, en Los Angeles, para residir junto con Marianne —su mujer—, un hijo y una hija, ambos de corta edad.
Los invasores, que atrapa ahora la preferencia de los argentinos, es obra de un director poco común, aunque en cine se haya visto obligado a incurrir en algunos lugares comunes: Paul Wendkos, que tanto entusiasmo despertó, años ha, con Honor de ladrón.

Paul Wendkos
"Curiosamente he dado a la televisión, y no al cine, lo mejor de mí mismo", declara el director Paul Wendkos, mientras revisa la copia campeón de su último film, Action on Iron Coast, rodado en Inglaterra, sobre el histórico raid de comandos a la base de Saint-Nazaire durante la Segunda Guerra Mundial.
Hace una década, su primer film, Honor de ladrón, sorprendió a la crítica europea, despertó el entusiasmo de Truffaut, y sus hallazgos de estilo narrativo influyeron formalmente en Disparen sobre el pianista.
Cinco años antes, Wendkos había realizado diez u once documentales de tipo social y publicitario y se sometía humildemente a la tutela de Sidney Meyers, de cuyos frontier films aprendió todo lo que sabe, según reconoce. Cuando tuvo la impresión de haber agotado sus conocimientos técnicos, se incorporó a un teatro de vanguardia como actor, primero, y como director, después; hundió las narices en todas las obras de Bertolt Brecht, montó una docena de piezas y regresó a los estudios para dirigir su primera producción, una realización independiente, de bajo presupuesto.
Un año después, 'Cartel de asesino', un film rutinario, desgastó su aureola de originalidad. Cuando se le pregunta la razón de esa caída, acusa a Hollywood y a su sistema de dependencia en la producción. "Cuando la Columbia me contrató, perdí mi libertad —dice con un dejo de amargura en la boca—. Cartel, al principio, debía ser un ataque violento contra la corrupción. Su punto de partida era un enjuague político que, en su época había hecho gran ruido." Pero en el momento de filmar, el productor se desinfló y el director tuvo que repetir una serie de clisés archiconocidos. Para salvar su nombre, lanzó todo el peso de su talento en la conducción de actores, pero no consiguió evitar el naufragio. También abomina de 'La coquetona', una tontería sobre el amor adolescente, "el material más inmundo que me dieron para trabajar", según sus propias confesiones.
En cambio, Wendkos proclama a 'Entre la ley y el amor' como su mejor film, y atribuye el hecho a la libertad de trabajo y a la no intromisión de los agentes del productor. Sin embargo, Entre la ley... no tuvo una crítica elogiosa (salvo un artículo de Albert Johnson en los Estados Unidos y otro de Charles Barr en Inglaterra)', y el recuerdo de ese silencio vuelve agresivo al director: "Hay momentos en que la crítica es desesperante —ruge, y se arremanga el sweater como si fuera a entrar en combate—; omitió mi obra y se entusiasmó ante Sibila, de Serge Bourguignon, y Un hombre y una mujer, de Lelouch". De esta última dice Wendkos: "Es un Diario femenino revisado y corregido por Vogue y Harpers Bazaar".
Su fervor aumenta al hablar de Fellini, Antonioni, Godard y Truffaut, sus directores europeos preferidos. "Fahrenheit 451 —pontifica— no me ha gustado del todo porque no da un trasfondo histórico o social, pero a pesar de la viscosidad teórica que se desprende de la película, ¡qué director!"; y hace un análisis del material literario suministrado por Bradbury, demasiado fabricado y sólo justificable por haber sido escrito como una parábola contra el maccarthysmo, dice.
Al hablar de la antigua generación de directores norteamericanos, pronuncia el nombre de Robert Rossen en primer lugar; "Una de las mayores alegrías de mi vida —dice— la tuve con El juglar. Lilith también es una hermosa película, con detalles de una delicadeza inaudita. Durante los dos primeros tercios de 'Un rostro en la muchedumbre', de Elia Kazan, estaba orgulloso: por primera vez una película norteamericana acusaba una despiadada lucidez, pero el final, adocenado, era una verdadera mancha". Luego afirma que en USA hay buenos films sobre el ejército, la policía o el funcionamiento de ciertas estructuras gubernamentales, no logrados en Europa. "A pesar de los intentos de imitación fuera de los Estados Unidos —vaticina—, nunca se podrán hacer westerns como La flecha rota, Mi querida Clementina o El tren de las 3 y 10 a Yuma." Después reacciona violentamente: "Trabajar en Hollywood es sofocante y sería utópico expresar una idea valiosa, polémica, molesta, como lo hacen Antonioni o Godard, porque la misma palabra idea los irrita".
Si se le objeta que muchos directores norteamericanos afirman gozar de una amplia libertad, Wendkos menea la cabeza y consiente a desgano: "La antigua generación, quizá, porque trabajaba en condiciones mucho más estimulantes. Había productores de genio, verdaderos visionarios en la elección de un director o de un argumentista para un determinado tema o género". Para Wendkos, la era de los visionarios ha terminado; la mayoría de los productores son gentes de segunda o tercera línea y no tienen ni las cualidades ni los defectos de sus predecesores: "Piensan con mentalidad de ejecutivos, y un paquete de actores, como materia prima del negocio, les produce una suerte de orgasmo". Junto a estos ejecutivos, opina el director, ha crecido una generación de realizadores opacos, simples artesanos cuya meta es el dinero. La promoción es rápida, y en cuanto logran un pequeño éxito, el lanzamiento está asegurado y no paran de filmar. Contrariamente a los de la generación anterior, no intentan decir algo ni especializarse. Pero les perdona la vida a Stanley Kubrik y a Martin Ritt. "Se podrá discutir la dirección de Ritt en Hombre —dice—, pero es indiscutible que se trata de una película insólita en el Hollywood de nuestros días." Para evitar una injusticia por omisión, declara no conocer a fondo a los jóvenes realizadores, pero insiste en que la situación es desalentadora y nada alegre.
Suspira aliviado cuando dice: "Ahora no estoy bajo contrato con ninguna empresa; soy un hombre libre y he retomado la voluntad de contar una historia lo más eficazmente posible, como lo hago en la serie de televisión 'La ciudad desnuda'. Allí me siento feliz, a pesar de las espantosas condiciones de filmación, la obligación de improvisar escenas a cada instante, nada de script, un plan de trabajo increíble y la imposibilidad de volver sobre lo hecho". Paul Wendkos es feliz, a pesar de las dificultades, un poco como en la vieja fábula del ratón campesino y el ratón de la ciudad. 
PRIMERA PLANA
19 de diciembre de 1967





FIN DE PARTIDA
Desde hace cuatro años le han sucedido tantas cosas que es para no creer. La más importante es que lo acusaron injustamente de haber asesinado a su mujer y, cuando lo conducían hacia la silla eléctrica, logró escapar. Esto es lo que el policía Phillip Gerard no le perdona al doctor Richard Kimble, y por eso lo ha perseguido implacablemente a través de todo el territorio de los Estados Unidos (con excepción de Minnesota, Nueva Inglaterra y el extremo meridional)' y algo de Canadá y de México. Gracias a esta persecución, la serie El fugitivo se convirtió, durante 120 episodios, en el más eficaz engrudo para mantener pegados en sus sillas a los televidentes de toda América y de Europa (en Alemania se le rinde culto como Der Flüchtling; en. USA es, familiarmente, Fuge, apócope cariñoso de The Fugitive; en la Argentina ha sido uno de los pocos programas capaces de acumular a la familia entera frente al televisor).
Es que, a través de ese lapso, el doctor Kimble se desmayó diez veces, sufrió cuatro heridas graves y tres conmociones, recibió ocho disparos (simétricamente distribuidos en brazos y piernas), arriesgó sus grandes orejas en una treintena de tremebundas peleas y, en fin, hizo suspirar a las espectadoras con la conquista de varias mujeres hermosísimas. Además, ejercitó innumerables oficios y, en cada uno de ellos, asumió nombres distintos, en tanto arriesgaba a cada rato su libertad, cuando lo detenían por algunos delitos que, en comparación con el crimen de que lo acusaban, eran decididamente mínimos: robo, chantaje, secuestro.
El fugitivo ha representado, para el productor Quinn Martin (ver número 260; otras de sus series son El FBI en acción y Los invasores), 30 millones de dólares de ganancia y la posibilidad de no presentar nunca más un programa "piloto" para imponer un nuevo espectáculo. Para el actor David Janssen, además de 4 millones de dólares y la consagración en las dos pantallas, la chica y la grande (es uno de los protagonistas de 'Las boinas verdes', el film del indestructible John Wayne que trata de la guerra del Vietnam), es una especie de pesadilla: la incapacidad de liberarse de su personaje hasta en la vida real, y soportar que sus amigos lo llaman todo el tiempo "Richard Kimble".
Pero la ordalía toca a su fin. En este mes de marzo, Canal 11 de Buenos Aires está proyectando, los lunes a las 22, los cuatro últimos episodios de la serie, donde Kimble tropieza, esta vez definitivamente (porque ya hubo un contacto anterior), con el famoso manco que es el verdadero asesino. No se sabe —en razón del espeso secreto con que se lo ha envuelto— qué ocurrirá el día 25, pero Martin ha prometido "una solución convincente". Las perspectivas son menos brillantes para el actor que interpreta al manco, Bill Raisch (62), un ex bailarín de las Follies de Ziegfeld. que perdió la mano en la Segunda Guerra Mundial y que vive modestamente, explotando su lesión (cuando lo dejan), en un departamentito de Hollywood, con su mujer, también ex bailarina, Adele Smith. "No sé qué será de mí cuando termine El fugitivo —suspira—. Soy el único que no ha sacado de esto otra ventaja que el odio del público." Aunque pocos descartan que Kimble podría volver a sufrir en cualquier momento, y que en tal caso el manco tendría más trabajo.
PRIMERA PLANA
12 de marzo de 1968

Vamos al revistero