Vida Moderna
Punta del Este era una fiesta

 

 

 

 

 

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Primero fueron los relámpagos desgarrando el capote gris y algodonoso del cielo; los largos truenos pasando sobre la península, volviendo al mar. Después, casi repentinamente, el aluvión de la lluvia chorreando desde las terrazas de "La puerta del Sol", ennegreciendo la arena.
A las cinco de la tarde del sábado 30 de enero, la tormenta pareció querer ahogar a Punta del Este, lavar la frivolidad y el cansancio, devolver a las piedras y los pinos una ingenuidad , perdida. Pero Sodoma resistió: como si el azote no cayese prolijamente sobre sus cabezas, docenas de invulnerables que ni siquiera habían abandonado sus shorts siguieron recorriendo la ribera, celebrando a los gritos el acontecimiento. Algunas damas corrieron en busca de sus sombrillas playeras: cuando regresaron, la lluvia era decididamente una fiesta, y la Costanera aparecía sembrada de movedizos hongos multicolores.
Al anochecer, una serie de reiterados y fugaces cortes de luz permitió repetir casi idénticamente el espectáculo:' la multitud que circulaba por la avenida Gorlero, tomada por sorpresa, reaccionó con carcajadas, canciones y corridas en la oscuridad. Cuando PRIMERA PLANA procuró averiguar las causas de la afluencia creciente de turistas hacia Punta, chocó inesperadamente con esa realidad: "En todo Punta del Este no hay, seguramente, una sola corbata —sentenció el arquitecto Alberto Ugalde, promotor del edificio Santos Dumont—, y eso podría resumirlo todo: la gente viene acá a sentirse libre, a cambiar de personalidad, a no preocuparse aunque el cielo se le caiga en la cabeza."
Quizá podrían intentarse también otras explicaciones:
• Para los snobs, Punta ofrece todos los atractivos publicitarios: desde tropezar en La Tenaza (una elegante boite de precios desorbitados) con una estrella de cine, hasta luchar codo a codo con un ejecutivo para tener acceso a una mesa del Casino de San Rafael.
• Para la high-life argentina, Punta conserva todavía los encantos de su selectiva intimidad: de este sector vinieron las agrias quejas por la edificación de los gigantes de la zona (Vanguardia, Santos Dumont, Península), que duplicaron violentamente las posibilidades de alojamiento en el balneario.
• Para unos y otros cumple el requisito de ofrecer "turismo internacional" a precios que, si bien son mayores que los de sus similares argentinos, son sensiblemente más bajos que los de las playas europeas.

Un día en la Punta
Cuando el sol abre sus primeros tajos indecisos en la lisa piel del mar de I'Marangatú, los últimos vacilantes de la noche punteña regresan a sus alojamientos. Vienen de atravesar la fresca oscuridad del balneario en distintos lugares; la aireada terraza de My Drink, donde el barman argentino Suárez despliega prodigios de coctelería; el sofocante Casino de San Rafael, en cuya boite (Le Carroussel, un oscurísimo reducto atestado de mesas) actuó la semana última un ambiguo show argentino, que incluyó a la tumultuosa Ámbar La Fox, al eficaz Buby Lavecchia y al decaído Juan Verdaguer; los reservadísimos restaurantes cercanos al Country (el Suizo, entre ellos, con penumbrosos recuerdos de cacerías); las reuniones íntimas que mantienen encendidas durante toda la velada ciertas ventanas que miran al mar.
Pero si algún desvelado madrugador quiere comenzar sanamente su día, los célebres desayunos con dulces uruguayos le permiten (con precios que oscilan entre 10 y 15 pesos oro) cumplir con su intención. Continuar gozando de las mesas en las aceras que ostentan todos los bares y confiterías de Punta significa un constante aumento en las erogaciones a medida que avanza la mañana: un "Colet" (leche chocolatada) no baja de los siete pesos; un jugo de naranjas puede llegar a quince; y un vermouth, en las proximidades del mediodía, puede consumirse invirtiendo de treinta pesos oro en adelante.
Al llegar la hora del almuerzo, el madrugador tiene para elegir no menos de una veintena de lugares, con distintas vistas al mar, a la calle, o aun al interior del galpón techado de la churrasquería California. Pero, por más que extreme sus precauciones económicas, no podrá invertir menos de 50 pesos para satisfacer su apetito.
La situación se repite, con ligeras variantes, para las ceremonias gastronómicas de la noche. Cuando se retira a su alojamiento (por el que puede llegar a pagar hasta 3.000 pesos argentinos por día), el turista madrugador de la historia comprende repentinamente por qué Punta del Este sigue siendo un balneario reservado para minorías: en menos de 24 horas ha visto volar de sus bolsillos más de 200 pesos oro, sin contar el alojamiento ni lo que le hubiera llevado asistir a los night de 50 o 60 pesos la copa.
"Lo que crea el clima delicioso del lugar son los vientos —dice Mario Larroque, propietario de El yelmo de
Mambrinos, un célebre chalet que debe su nombre a la puerta en forma de valva de crustáceo que franquea la entrada—. Desde las diez de la mañana entra el Norte, y comienza a refrescar. Acá lo llaman la virazón"

Far Away and Long Ago
Hostigado continuamente por Shepard, un fox-terrier de lúcida mirada, el dueño de casa recuerda los tiempos de la expansión de Punta; "Casi un golpe de muerte —memora— fue la prohibición de viajar al Uruguay, en tiempos del peronismo. El 80 por ciento del movimiento es argentino. Los residentes se han acostumbrado a vivir de esa avalancha: en invierno, casi nadie trabaja."
Pero el que agrega a la conversación los detalles casi mitológicos de los primeros años del balneario es el arquitecto Ugalde, radicado desde hace veinte años en Punta: "Mucha gente no sabe —dice Ugalde— que éste era un lugar preferido de las familias argentinas, desde los años de la Primera Guerra Mundial. En 1915 era habitué de esta zona un político oriental, que en Buenos Aires había fundado la revista La Nota (donde colaboraron Gerchunoff, Lugones, Ingenieros), y que aquí dejó su nombre a una playa: la playa de El Emir fue la favorita del miliunanochesco Emir Arslan."
Diez años antes, el gobierno uruguayo había promulgado la Ley de Reparto de Tierras Arenosas, por la que se daba la escrituración de las tierras en propiedad a aquellos que consiguiesen forestarlas en un plazo de cuatro años. Las fortunas que emergieron en esos años naufragaron, sin embargo, por malas inversiones posteriores: hoy día, los verdaderos dueños de Punta del Este están radicados al otro lado del Río de la Plata.
Precisamente por esa ruta, los emigrados del peronismo llegaron al balneario y descubrieron sus posibilidades. Uno de ellos, Alberto Iribarren, un dibujante contemporáneo de Ramón Columba, fue una especie de concertador de las primeras actividades nocturnas de la península. "Con Alberto —memora su viuda, la inquieta Margarita F. de Iribarren— descubrimos La Draga, y procuramos recrear allí el Punta del Este antiguo." El desamparado galpón de los peones de las obras de San Rafael les sirvió de solar. Iribarren haría lo demás, como había hecho un centro de reuniones de su bar El Museo, donde estaban reproducidos todos sus amigos como protagonistas de célebres cuadros apócrifos.
Las docenas de enfebrecidos argentinos que paran en la actualidad en Draga Inn ignoran en su mayoría estas historias de los años románticos: sólo saben que Punta del Este les reserva una espontaneidad, un desorden que los cortes de luz o la falta de agua dulce excitan, en lugar de apagar.
Para definir ese imponderable de la aventura, Larroque recordaba una frase de Jacques de Colomby, un francés acriollado, al tocar Río de Janeiro luego de un par de años de permanencia en Europa. Desde la cubierta del buque, con los ojos húmedos a la vista del hormigueante puerto donde los trámites se harían inacabables, murmuró como para sí: "Esto es vida..., de nuevo las cosas empiezan a andar mal." 

El bien y el mal en Punta del Este
No es la montaña rusa de un parque de diversiones, pero se le parece bastante: es el puente con dos jorobas que atraviesa un río, en La Barra de Maldonado, a pocos kilómetros de Punta del Este. Después del puente se abre el campo, solo, punteado por arbolitos; y, en medio del campo, un cubo de mampostería alborotado de gallinas y de ropa tendida que el viento infla. Pero en la explanada de tierra que precede a la casa, algunas decenas de apellidos relucientes en la historia y en la industria del Río de la Plata se aglomeran frente a frágiles mesas que sostienen tazones de chocolate y pirámides de churros. Porque esa casita encalada es uno de los lugares "in", que en los alrededores de Punta del Este convocan a los elegantes y a quienes anhelan serlo.
Estos lugares están taxativamente enumerados y la agenda de una persona notoria debe apuntarlos con prolijidad, bajo pena de perder status. Alrededor del mediodía hay que descender lánguidamente hacia Playa Brava; si es posible, correrse un poco más al Este, a la Draga, cuya hostería (Draga Inn) despliega en su registro una especie de Gotha argentino.
A las tres o cuatro de la tarde, el protocolo exige transitar por las arenas de I'Marangatú (del otro lado de la Punta, el lado manso), abrumadas de torsos, de piernas, de agresivas bikinis.
El atardecer requiere el consumo de aéreos waffles (barquillos) sabiamente confeccionados en la confitería del hotel belga L'Auberge, al pie de la rojiza torre medieval de las Obras Sanitarias; y la hora del copetín recibe resplandecientes oleadas de la high-life en My Drink (especialidad, el fustigante Tom Collins, un fogonazo de gin puro), una terraza encristalada sobre el mar, al costado del flamante edificio Mir.
El centelleo nocturno propone una comida en La Cartuja, no lejos del pequeño puerto asediado por yates argentinos. Es una casa de antigüedades donde, a la luz de velones coloniales, desfilan los prestigios de la cocina internacional. Después, naturalmente, el casino de San Rafael —que posee su propia Leyenda Dorada—; y, por fin, alguna boite o el estrafalario Juan Sebastián Bar, decorado por un pop delirante que acumuló chatarra, papeles de diario, panes y frutas de yeso pintado.
Pero no todas las ceremonias se revisten en Punta de obligado esplendor. También puede encontrarse a "todo el mundo" frente al módico quiosco de Manolo, en la avenida Gorlero, entregándose a la deglución frenética de churros rellenos de dulce de leche: o en lo de Dante, la mínima tienda que en sus estanterías almacena alpargatas, té inglés, jabones norteamericanos, plumeros: un bric-a-brac internacional y tumultuoso, un océano de probabilidades adquisitivas, navegado por dos corrientes contrarias y conflictuales de público, los que entran y los que salen. Otro punto de reunión chic: la ventana desde la cual doña Violeta, la lavandera, recibe y entrega las prendas íntimas más encumbradas de ambas márgenes del Plata.

El zorro en su azotea
Las ruedas de este engranaje, aceitado con oro, giran alrededor de ciertos ejes taxativamente determinados. Uno de esos pivotes es La Azotea, la propiedad del senador vitalicio y ex presidente del Consejo de Gobierno del Uruguay, Eduardo Víctor Haedo. Extendida sobre 12 mil metros cuadrados de colinas dulcemente henchidas bajo pinares, La Azotea ha visto y ve desfilar, todos los veranos desde hace tres lustros, una procesión heterogénea de hombres y tendencias, representativos de cuanta fracción ha brotado del tronco de la vieja política criolla. Entre los macizos de hortensias rosadas y celestes, tocado con una boina blanca y ataviado con camisa, short y alpargatas, el septuagenario dueño de casa se ríe de sus propias picardías zorrunas, mientras arroja pintura —de tarro— sobre una tela previamente manchada.
"Yo he sido y soy amigo de todo el mundo —proclama Haedo con una mueca irónica en su rostro de cacique—: desde Yrigoyen hasta Frondizi; menos de los de la Libertadora, pero eso más bien por una casualidad: nunca tuvimos ocasión de encontrarnos." Cuando se le recuerda su reciente viaje a Carrasco para recibir a Perón, acota traviesamente: "¿Y para qué estamos los amigos, pues?"
La vasta latitud que Haedo dispensa al sentido de la amistad le permitió reunir en su mesa, hace tres domingos, al atildado sir Eugen Millington Drake (quien visitaba el Uruguay en conmemoración de la batalla del Río de la Plata), a la filántropa Gisele Shaw, a la novelista Silvina Bullrich y al neurocirujano Raúl Matera. Una semana después, eran el historiador José María Rosa y el jesuíta Hernán Benítez quienes tomaban sol junto a la piscina de La Azotea, bajo la mirada benévola de una pequeña estatua ecuestre de Aparicio Saravia, el último montonero de las cuchillas orientales, erigida sobre un montículo de piedras y hortensias.

Un deliberado escenario
Saravia no es el único personaje que Haedo ha transportado a su jardín: allí están también Artigas, Luis Alberto de Herrera ("mi jefe", como lo llama constantemente el senador), y hasta el Viejo Vizcacha, esculpido por Zorrilla de San Martín. Las menudas esculturas diseminadas por el parque son un sector de la vocación de coleccionista que hostiga a Haedo.
En la casa central de La Azotea ("Tiene quince años, pero yo a algunos les digo que tiene 80, y se quedan chochos") —típica construcción rioplatense, de una planta, con galerías, mirador y rejas— se agolpan tablas cuzqueñas, más de veinte óleos de Figari y otros tantos de Torres García, piezas arqueológicas precolombinas, mates y, naturalmente, los cuadros del propio Haedo. "Alguien me dijo una vez que en lugar de escribir mis memorias, debía pintarlas." Las memorias de Haedo se parecen, por ahora, a las de Figari: los candombes de Montevideo, las diligencias, los ombúes como de algodón verde. "El martes —(por hoy)— inauguro una exposición de 30 cuadros en la galería del edificio Santos Dumont, y también se inaugura el teatro de La Azotea, con un concierto de órgano", informa el inquieto caudillo "blanco".
El "teatro" es un plato de cemento engarzado en un estanque circular; lo rodean dos muros convexos, de ladrillo, sobre uno de los cuales Haedo ha erigido otra de sus aspiraciones a la inmortalidad ("Quiero que todo esto sea un museo"): un mural de Glauco Capozzoli cuyos personajes son, entre otros, Haedo y su hija Beatriz, su yerno (el ex diplomático argentino Benito Llambí), la actriz Elsa Martinelli, el director del diario El Debate, todos reunidos en la corte del emperador Trajano, según un texto de José Enrique Rodó, también inscripto en el muro.
Además del plato de cemento, La Azotea ratifica su voluntad de ser un deliberado escenario seudo-agreste, en la caudalosa escenografía que lentamente va invadiendo sus colinas: un rancho, una capilla ("Es una carreta estilizada", advierte Haedo), la réplica de un molino español ("Es mi santuario secreto") y la del pozo de la Rábida ("Donde Colón tomó agua").

Frívolos y poderosos
El delirante carrousel del verano en Punta está orquestado, sin embargo, alrededor de una columna básica: Cantegril. Sus terrenos han alcanzado ya (a lo largo de veinte años de tenaz labor de Mauricio Litman) algo así como una ejecutoria de nobleza. Sus 30 bungalows (para seis personas, 1.200 pesos uruguayos por día) son frecuentados, año a año, por los happy few de las dos orillas. Este año figuran en sus listas, entre otros, Miguel Podolsky (de Odol), Paul Le Chevalier de Preville (de Fiat), Carlos Scheck, administrador de El País, de Montevideo.
Semanalmente hay un torneo de bridge, dirigido por la argentina Etelvina Schlieper; y hace dos domingos, un rally de 80 kilómetros que abarcó Cantegril, Maldonado, Pan de Azúcar; y la ruta 93, contó en sus filas a los volantes Carlos Menditeguy y Armando Benegas.
Por momentos, la frivolidad cede en Cantegril, y se demuestra que las vacaciones no sirven únicamente para cumplir agobiadores compromisos mundanos. Una conferencia de Silvina Bullrich, una representación de Cuento de nunca acabar (con Leda Valladares y sus huestes), han convocado a tanta gente "que el cine de Cantegril no podía abarcarlas y tuvieron que escuchar desde la calle", explica Enrique Heller, cuñado y "mano derecha" de Litman en la atención de Cantegril y su refulgente Country Club.
Cuando la noche es aún joven, la áurea caravana se estratifica en las salas de juego del hotel San Rafael. Allí están la alta industria, el alto comercio de Montevideo y Buenos Aires, y algunas figuras de la televisión argentina: Tato Bores (quien, antes de jugar, se pasea ritualmente entre las mesas, con un vaso de whisky en la mano), Fernando Siro, la modelo Claudia.
La elegancia adopta, en el casino, aristas extravagantes: es indispensable que las mujeres luzcan pantalón y chaqueta de telas esplendorosas, zapatillas y carteras doradas, estolas de mohair, cadenas de oro al cuello, en las muñecas, en la cintura. El fulgor de las piedras —auténticas y falsas— crepita en las manos que arrojan fichas, en los broches de las sandalias, en las vinchas que retienen el pelo. Los hombres pueden, en cambio, deambular con un atuendo casi descuidado: pantalón y camisa (en el doblez de una manga enrollada, el paquete de cigarrillos) y un sweater arrojado sobre la espalda.
A las puertas del San Rafael monta guardia, como todos los años, el vendedor ciego de coplas políticas, con su invariable cantilena: "¡A voluntad la poesía!" Su reclamo no llega a ser un contraste con los escalofríos de las enjoyadas jugadoras que, al alba, salen del casino; quizá porque el ciego es ya una parte del ritual del verano, lo mismo que las gitanas que el día íntegro trajinan por Gorlero prediciendo la ventura, o el vendedor de hongos secos en Playa Brava, o el franciscano que a menudo circula a zancadas por la avenida Roosevelt.

Las arenas de la moda
La cima de lo pintoresco se divisa cerca de las seis de la tarde. A un lado, sobre el mar, I'Marangatú desborda de convulsivos veraneantes que triscan sobre las arenas de la moda, más que sobre las de una playa. Del otro lado, los opulentos habitantes de las casas de Cantegril (que suelen alquilarlas en sumas vertiginosas) entablan una reunión que jamás soñaron las más extravagantes cronistas sociales: hacen cola para extraer agua dulce de las canillas de Obras Sanitarias, pues el agua de Punta no puede beberse ni utilizarse en la comida, por salobre. Pero, después de todo, se consuelan pensando que es una ocasión más para verse y reconocerse, en el perpetuo juego de espejos que es la ceremonia veraniega. Pese a la dispersión, las mustias palmeras de la avenida Gorlero siguen marcando el eje de la vida en la península. Gorlero va perdiendo su fisonomía de calle del Far West, y ganando el prestigio de un cauce principal, del que se desprenden —como torrentes menores— las vías que albergan los restaurantes de moda: Incitato, Al Galletto, La Puerta del Sol (junto al edificio Vanguardia).
El Mejillón Bar ("que no cierra nunca") sigue siendo un punto de confluencia, un remolino en el mar de gente, de luces, de automóviles (la mayoría con chapa argentina), que durante tres meses ruge sobre esta cuña de tierra roja, de rocas y de pinos, que punza el otro mar: el que, cuando avance el otoño, seguirá enroscando y desenroscando sus olas, para borrar sobre la arena las últimas huellas de sus transitorios invasores.
Primera Plana
febrero 1965
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