Vaticano
Entretelones secretos de un viaje
Un Papa en Nueva York


 

 

 

 

 

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Con un cable de último momento de su enviado especial, Primera Plana pudo cubrir, la semana pasada, la visita del Papa a la UN. Pero esa información era incompleta; faltaba relatar dos historias tan apasionantes como la del propio viaje: las silenciosas negociaciones previas y el jubiloso clima de feria que vivió Nueva York ese día.
El lunes 4 de octubre de 1965, cuando el avión de Alitalia lo depositó en el Aeropuerto Kennedy, de Nueva York, Pablo VI corrió el riesgo de introducir a la Iglesia Católica en una batalla política.
Peregrinar a Tierra Santa fue un modo de decir a todos los cristianos que la Iglesia Católica quería regresar a las fuentes; la gira a la India, una manera de señalar que el problema esencial de nuestro tiempo son los países subdesarrollados. Jerusalén y Bombay se transformaron, así, en la meta de actitudes espirituales, proféticas.
Las Naciones Unidas significan el polo opuesto: son un Parlamento donde cada representante interpreta el papel que conviene a su gobierno, aunque ninguno acepte esa verdad. Ayer, rusos y franceses se despreocupaban de la UN; hoy, China continental notifica, con desdén, que no le interesa ingresar en el recinto. En síntesis, la UN es un campo controvertido, con funciones políticas, una decorativa Torre de Babel.
Sin embargo, Pablo VI, un hombre refinado, vacilante, se animó a franquear el Atlántico para hablar allí, contra la opinión de sus más próximos consejeros; "La Iglesia se comprometerá en combates temporales' y hace apenas un Siglo que se liberó de ellos. Es un peligro", le decían. No consiguieron nada: el Papa decidió jugar el porvenir de su pontificado a la carta del Concilio y a la de su visita a las Naciones Unidas.
El proyecto fue una idea exclusivamente suya, consultada a comienzos de la primavera europea con Monseñor Alberto Giovannetti, observador permanente del Vaticano ante la UN. En ese momento, Pablo VI todavía dudaba; se limitó a lanzar una sugestión y a esperar un juicio.
Monseñor Giovannetti, un macizo sacerdote, de baja estatura, lleno de sabiduría y buen humor, estimado por todos los neoyorquinos, advirtió el alcance del mensaje papal. Monseñor no es un chico: en su trabajo sobre el rol de Pío XII durante la Segunda Guerra están todas las críticas posibles, para quien sepa leer con atención, sin que sea fácil detectar una sola de ellas. En suma, algo más que un Embajador.
Cuando el Papa lo consulta, la situación de la UN no es demasiado placentera. Francia y la URSS siguen negándose a pagar su parte en los gastos de la expedición al Congo, U Thant recibe críticas, el Presidente Johnson aún no ha anunciado que los Estados Unidos dejarán de lado el reclamó de las deudas (que impidió a la UN, en 1964, celebrar un Asamblea General), se augura el derrumbe inminente del organismo.
Monseñor Giovannetti sondea, discretamente, al Secretario Thant, sobre una eventual visita de Pablo VI. Para Thant, la propuesta es inesperada: el prestigio del Papado constituye una fuerza difícilmente mensurable. Pero incontestable. La presencia de Pablo VI en Manhattan sería un hecho insólito, capaz de renovar la confianza en la UN, de los más pesimistas, precisamente cuando la UN se apresta a festejar su vigésimo aniversario. U Thant no hesita un segundo y aprueba el viaje; Monseñor Giovannetti, que descontaba la respuesta afirmativa, la comunica al Vaticano. El Cardenal Francis Spellman, Arzobispo de Nueva York, máxima autoridad católica en USA, no está al corriente del caso.
Una vez en poder de Pablo VI el breve memorándum de Giovannetti, el Sumo Pontífice lo traslada a su secretario particular, Monseñor Pascale-Macchi —un cuadragenario flaco y miope, autor de un destacado ensayo sobre el mal en la obra de Georges Bernanos—, y le encarga tomar contacto con Nueva York y echar las bases del viaje. Pocas semanas bastaron para convenir la fecha tentativa y las modalidades; significativamente, hasta ese entonces sólo cinco personas conocían el proyecto.
En mayo, el dossier pasa a manos de Monseñor Dell'Acqua y su equipo, uno de los más juveniles dentro de la Secretaría de Estado del Vaticano. Les toca considerar el viaje desde el punto de vista diplomático, para evitar aun el más pequeño error.
El primer escollo es el país donde la UN tiene su asiento: en los Estados , Unidos campea una mayoría protestante. La rápida ascensión del catolicismo podría derivar en un clima hostil al Sumo Pontífice; más todavía: 30 años atrás, el viaje hubiera sido insensato. Monseñor Dell'Acqua y sus colaboradores tantean a los principales obispos de USA: todos aprueban el viaje. El paso de John Kennedy por la Casa Blanca, coinciden, modificó la situación del catolicismo.
Recién en esos instantes, el Cardenal Spellman queda enterado de la iniciativa. En privado, declara burlonamente: "Puede venir, no se equivocará". Cuando Kennedy preguntó a Spellman qué debía contestar a sus electores sobre el dogma de la infalibilidad papal, el Arzobispo neoyorquino respondió: "Lo único que puedo decirle es que, por teléfono, Su Santidad me llama Spillman; ya ve que él también, a veces, se equivoca".
El segundo escollo, no menos delicado, es el panorama en el Este. ¿Habrá que prevenir a Varsovia, Praga, Budapest? Existen relaciones, pero complicadas, arduas. Monseñor Dell' Acqua resuelve no dar aviso alguno. Aparentemente, hizo bien. Aunque las delegaciones checa y polaca se hayan mostrado descontentas, en loa pasillos de la UN, se esmeraron por tener la mejor cortesía oficial. Además, comenzaba a encararse un viaje de Pablo VI a Polonia. En cuanto a los soviéticos, guardaron silencio; excepto algunos funcionarios destinados a la UN, quienes divulgaron que el Kremlin se sintió "sorprendido" de que no lo consultaran.
Alrededor de julio pasado, todos los planes están listos. La visita se anuncia, públicamente, en la primera quincena de setiembre.
El temor a la guerra
¿Qué empujó al Papa a cruzar el Atlántico? Son cuatro los motivos sustanciales de su peregrinación:
• El papel, presente y futuro, que Pablo VI concede a la diplomacia en el mundo moderno, el mundo de las bombas atómicas y el subdesarrollo.
• El avance de las tareas conciliares.
• La toma de conciencia de la excepcional posición de que hoy goza la Iglesia Católica.
• Una apreciación pesimista sobre la evolución de las relaciones entre los países, desde ahora hasta el fin del siglo XX.
Pablo VI confía en la diplomacia. El 25 de abril de 1901, el entonces Cardenal Giovanni Batista Montini pronunció una corta alocución ante la escuela de diplomáticos de la Santa Sede; ese texto, ya olvidado, es uno de los que más revelan el pensamiento del actual Papa.
Su razonamiento se basó sobre tres proposiciones:
• Al perder la Iglesia su poder temporal, ¿ha perdido todo poder diplomático? No, sostuvo Montini. Al revés de lo que entendía Maquiavelo, la diplomacia existe en sí misma, no en función de la fuerza militar.
• La situación del mundo, con el advenimiento de las armas nucleares, excluye el empleo de la violencia. Toca el turno, pues, a la diplomacia. 
• El mejor diplomático es aquel que sabe proponer el programa mas vasto, más universal, el que sabe encontrar fórmulas ventajosas para todos. Si me preguntaran qué carrera se encuentra hoy más superada, sí la de las armas o la de la diplomacia, diría que la de las armas".
En definitiva, Pablo VI estima que el Vaticano tiene un importante papel a representar, un papel político. Y que puede hacerlo, gracias a la inmensa influencia de que dispone.
¿Y los riesgos? ¿El peligro de lanzar a la Iglesia a la lucha política de la que tanto le costó librarse? Pablo VI está tranquilo, en este plano.
Sabe que la Iglesia debe abstenerse de intervenir en las querellas políticas secundarias, pero que nadie le perdona su silencio cuando se dirimen cuestiones cruciales. Sabe que en 1870, la Iglesia era poca cosa, que había sido despojada de sus Estados, que los gobiernos la contemplaban con escepticismo. Cuando Benedicto XV, fue recusado por la Sociedad de las Naciones, presidía los destinos de un Estado simbólico, reconocido sólo por 14 países. Pablo VI está, ahora, a la cabeza de un Estado ante el cual hay más de 60 Embajadores acreditados y que —colmo de la paradoja— no está reconocido en las Naciones Unidas.
Pablo VI sabe, en fin, que Juan XXIII modificó la idea que las masas del mundo entero tenían de la Iglesia. El Papa ya no es un culpable, puede decir lo que piensa. Si juega la autoridad del Vaticano, es porque se ha convencido de que la Iglesia no perderá nada, y que la paz quizá gane algo. Es ésta la principal razón de su viaje a la UN.
La premura que lo precedió responde, también, a reflexiones de Pablo VI: él, teme la guerra. En 1950, muchos la temían; 15 años más tarde, el habitante medio supone que soviéticos y norteamericanos coexisten y que la fuerza de los dos colosos limita los conflictos a contiendas locales, sin consecuencias trágicas. El Papa no cree lo mismo.
Para él, la evolución del mundo está dominaba por el crecimiento del nacionalismo, la voluntad de poder y la proliferación, la diseminación del armamento atómico. De aquí al año 2000, la Tierra se hallará, sin duda, a merced de la locura de un Jefe de Estado o de la histeria colectiva de un pueblo, si antes no se logra poner orden y armonía entre las naciones.
Si corrió un riesgo político, al pisar la UN, es porque el planeta —intuye Pablo VI— corre riesgos aún más graves. Si habló en la UN —y en francés— es porque la diplomacia le parece la única institución susceptible, a largo plazo, de revertir la tendencia al nacionalismo y al empleo de la fuerza. Georges Suffert
* Copyright by PRIMERA PLANA and L'Express.

Un Papa en Sueva York
El día anterior al arribo del Papa, el New York Daily Mirror encabezó su información diciendo: "Esta metrópoli, que tiene reputación de fatigada ciudad del pecado, está preparándose para su primera visita papal como una pequeña aldea que quiere darle la bienvenida a una estrella de cine".
La imagen de una recepción pagana era válida: los carteles de la Municipalidad, a lo largo de las calles que recorrería el cortejo, anunciaban que el lunes se podría estacionar por desfile. Las grandes; empresas sacaban a ondear sus emblemas comerciales junto a la bandera de Estados Unidos y —unas pocas— a la del Vaticano. Las lujosas casas de moda de la Quinta Avenida (como Van Cleef) colocaban apenas un retrato alusivo en alguna vidriera secundaria, cuidando que no rompiera la decoración. O simplemente (como Bergdorf Goodman) no ponían nada.
Los carteles que surgieron en los frentes de las cafeterías — Welcome Pope Paul VI— parecían indicar un espíritu más reverente en un nivel social más bajo; pero era ilusorio. Los dueños de los bares se habían limitado a permitirlos, estaban pegados de afuera y en un costado llevaban una leyenda bien visible: "una cantidad limitada de retratos como, éstos, hechos a mano, pueden ser comprados por 2,50 dólares en...". Para entonces, los buhoneros empezaban a corretear una mercancía de banderines, escapularios, escarapelas y distintivos. La conocida industria del desfile —una de las más típicas de Manhattan— estaba en plena actividad.
Pero había siete millones de almas en recogimiento dispersas por Brooklyn, Staten Island, Queens, la propia Manhattan y el Bronx: los siete millones de católicos calculados para toda el área de Nueva York, engrosados por una incalculable legión de devotos que asomaban desde otros estados y abarrotaban —con los turistas y los curiosos— los hoteles. Muchos de ellos se volcaron en la mañana del domingo 3 a la catedral de San Patricio, ornada ya entonces con el escudo papal. A las once, era imposible entrar a oír misa. En la escalinata, una señora se quejaba amargamente: "Quedamos en encontrarnos aquí a las diez y media, pero es imposible, imposible".
Adentro, no menos de cuatro mil feligreses seguían con devoción la misa oficiada por tres sacerdotes, asistidos por dos monaguillos y compartiendo la vecindad del altar con diez niños cantores, de los cuales el más próximo a la grey era el único de piel negra. La mayor parte del público estaba de pie y sólo pudo instalarse en los reclinatorios acolchados a medida que la marea de los comulgantes —no menos de mil en ese oficio— los iban abandonando. En las cestas que recogían las limosnas, la presencia de muchos billetes (dólares) amortiguaban, asta vez, el chasquido aislado de las monedas.
En San Patricio nadie esperaba a una estrella de cine. La grey estaba lista para recibir a su guía. Los únicos intrusos: las dos cámaras de televisión de la ABC, ya instaladas (una en el coro, otra bien al fondo de la nave principal), y una turista que no había previsto su erupción de fe al hacer las maletas: entró con la cabeza cubierta por una servilleta de papel —de las que se sustraen en los restaurantes o en los aviones—, pero no tardó en retirarse.
A esa hora, pese al sol de mediodía, en Nueva York ya hacía frío, aunque no tanto como para impedir que una veintena de hombres y mujeres (la mayoría, adultos; algunos, casi ancianos) practicaran su culto preferido en la pista del Rockefeller Center, frente a San Patricio: patinaje sobre hielo. También eran pocos los que, a dos cuadras del lugar, asistían al oficio religioso del templo episcopal de Santo Tomás, respondiendo a la invitación de dos carteles en las puertas: "Pasen a ver esta magnífica iglesia: Para mirar -para descansar - para rezar. Abierto hacia medianoche". Un anuncio publicitario digno de las páginas del Esquire o del New Yorker.
Para entonces, el comisionado policial Vincent Broderick ya había pronunciado sus seis mandamientos, que debían ser observados religiosamente al otro día:
• Mañana deje su automóvil en casa; use los transportes públicos.
• No vaya a las Naciones Unidas, porque todo estará cerrado mientras dure la visita del Papa.
• No vaya a la Catedral de San Patricio o al Yankee Stadium si no tiene entradas. No será admitido.
• Los chicos que se instalen a lo largo de la ruta del Papa deberán llevar tarjetas de identificación prendidas en la ropa.
• Todos los camiones deberán ser retirados de las calles antes de la visita del Papa.
• Vea la visita del Papa por televisión. 
La violación de cualquiera de estos preceptos desencadenaba una penitencia inmediata para el pecador: lo comprobó el enviado de Primera Plana, condenado a hacer a pie buena parte del recorrido planeado para observar cómo reaccionaba la ciudad con la visita. Su comprobación: en los barrios más lejanos la actividad era total; los muelles, las oficinas, los Bancos trabajaban normalmente (el gobierno no había decretado feriado), y mister H. Hougo firmaba autorizaciones, como siempre, en las ventanillas del Banco de Tokio. A la vuelta, en Wall Street, la calle estaba semidesierta, pero era fácil atribuirlo a esa ráfaga de frío que se colaba por entre los edificios.
En las zonas afectadas a la visita —como la Tercera Avenida—, los comerciantes habían preferido cerrar un rato, poniendo sillas en las vidrieras para ver pasar al Papa. Un lugar más privilegiado —pero desguarnecido— eran las escaleras de incendio de los edificios más antiguos. Otro lugar apetecido, donde trataban de pararse los más ateridos: los respiraderos de los subterráneos, de donde salía vapor caliente.
Era el primer día francamente frío de la temporada y nadie estaba preparado, excepto, tal vez, el vendedor de castañas asadas de Quinta Avenida y Calle 59, que hizo su primera venta importante del año. Con la Catedral de San Patricio a la vista, muchos curiosos prefirieron entrar en el local de Zenith, un ambiente tibio desde donde podía seguirse todo por televisión. En el hotel Plaza, frente a Central Park, las puertas de muchas habitaciones estaban cerradas y con el cartel de "no moleste". Desde dentro, se filtraban las voces de la transmisión de TV.
Los policías (debajo de las chaquetas, muchos llevaban prendas tejidas) se turnaron para entrar en las cafeterías a tomar algo caliente. Entre ellos mascullaban: les tenía que tocar ese día —justo ese día— para salir a la calle todos los agentes disponibles en el distrito,, más 800 auxiliares especialmente solicitados. A quienes se agregarían 55 miembros de la Defensa Civil, equipados con walkie talkies para comunicarse entre sí. Y, finalmente, los infortunados policías, casi todos irlandeses y católicos, ni siquiera podrían contemplar al visitante: de espaldas a Su Santidad, tuvieron que formar la barrera humana que frenaría a la muchedumbre.
La apoteosis llegó con la noche, en el Yankee Stadium: casi 30 minutos tardó el Papa en dar una solemne vuelta olímpica, de pie sobre un auto descubierto, exigido por el delirio de la multitud. Horas después, cuando volaba de regreso a Roma, los Estados Unidos le dispensaron el homenaje más sorpresivo: en la mañana del martes, las tiendas Korvette ya ponían en venta un long play con los dos discursos pronunciados por Pablo VI. 
Julián Delgado.
PRIMERA PLANA
12 de octubre de 1965
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