Vida Moderna
Einstein, El dolor y la gloria

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

OTRAS CRÓNICAS INTERNACIONALES

Rhodesia, una independencia que significa opresión
Del golpe a la revolución
Francia y De Gaulle
El día que liberaron al amor
Chile, por una suave izquierda
Las dos alemanias. Un muro, vergüenza de europa
Nixon, el poder y la gloria
Ya se logró el tratado, ahora falta la paz Egipto - Israel Jimmy Carter
Uganda, el previsible final de Idi Amín

 

 




 

 

El título era aburrido, casi desalentador: "Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento." Fue en junio de 1905 —hace exactamente sesenta años—, que se publicó en una abstrusa revista alemana: "Anales de Física". Su autor, empleado de la oficina de Patentes de Invención, de Berna, no era precisamente un desconocido.
Había escrito muchos artículos en esa publicación, tres desde principios de año. Trabajos serios, inteligentes. De uno de ellos, por ejemplo, saldrían luego el cine parlante y la televisión. Ninguno bastó —empero— para que el joven físico obtuviera aunque sea un humilde puesto de profesor auxiliar en alguna de los orgullosas universidades germanas.
"Sobre la electrodinámica" era una memoria densa y larga (treinta páginas), con una escandalosa particularidad: no traía casi notas al pie. Y contrariando todas las tradiciones de la literatura científica carecía de referencias bibliográficas. Como si el autor no reconociera antecedentes.
Tampoco iba a tener sucesores. Al cabo de seis décadas, acribilladas de innumerables novedades fundamentales en el campo de la física, no se le puede reprochar ni una palabra.
Con veintiséis años recién cumplidos, Albert Einstein entregaba al mundo su teoría restringida de la relatividad. Ya era tiempo. Durante tres siglos —desde Galileo y Copérnico— ser científico fue un placentero pasatiempo. La Ciencia era un edificio majestuoso y coherente. Cada noción en su casillero, cada fenómeno explicado por su ley. Lástima que en 1887 dos norteamericanos curiosos, al pretender la medición de la velocidad exacta con que gira la Tierra, comenzaron a socavar ese rigor y esa armonía.
Fue por casualidad. Albert Michelson y Edward Morley inventaron un aparato, el interferómetro, que consistía en dos receptores muy sensibles, ubicados a una distancia regular uno del otro. Con eso podían cronometrar la velocidad de cualquier móvil, de la misma forma en que hoy se controlan los excesos de velocidad en las carreteras yanquis.
El móvil elegido era el rayo de luz y la elección no era arbitraria. Se suponía que éste no iba a ser afectado por la gravedad. Ellos partían del principio de la suma de las velocidades. Cuando un rayo luminoso se desplaza en el sentido de la rotación, a la velocidad propia de la luz debería añadirse la velocidad del planeta. Al contrario, cuando el haz se lanza en sentido inverso, tendría que restarse.
Comparando las cifras a las. que se arriba en cada uno de los casos y sacando la diferencia, Michelson y Morley esperaban deducir la velocidad terrestre. Se chasquearon. Por más que orientaran su interferómetro en todas las direcciones, la velocidad de la luz seguía siendo obstinadamente igual a sí misma, ¿Conclusión? Había que optar: O bien las leyes de óptica y todos los trabajos de Fresnel, de Young, de Maxwell, se construían sobre una base falsa, o bien la Tierra no daba vueltas y era preciso desmentir a Galileo, y a Copérnico.
El matemático Henri Poincaré quiso resolver tales antinomias, pero le faltó audacia. Era un empirista. Es decir, en el fondo, un escéptico. Y concluyó que el hombre debía renunciar a explicarse racionalmente el mundo .
Einstein fue su contrafigura: inflexible, la precisión hecha persona. Su infancia se desgranó en Munich, donde el padre tenía una pequeña fábrica de instrumentos eléctricos. Pero como los negocios andaban mal, se instaló en Italia, no sin antes enclaustrar al joven Albert en un colegio secundario. Huyendo del prusianismo disciplinario que se le venía encima, el muchacho se cruzó a Suiza. Allí no comía a diario, pero guardaba religiosamente una parte de su magra pensión a fin de pagar los derechos que le exigía el gobierno para naturalizarse.
Perder su nacionalidad nunca le inquietó demasiado. Bastante después, en 1944, cuando adopta la ciudadanía norteamericana, declara: "Si la teoría de la relatividad es aceptada, Alemania me considerará como un alemán y Francia va a proclamarme ciudadano del mundo. Si la teoría resulta falsa, Francia aseverará que soy alemán y Alemania que soy un judío."
Testigos de sus dieciséis años recuerdan haberle oído preguntar qué pasaría si un hombre intentaba atrapar un rayo de luz. La ciencia ya le quitaba el sueño.

Un relativo premio Nobel
La experiencia de Michelson y Morley parecía demostrar que la velocidad de la luz es constante. Pero no hay "parecía" en el lenguaje de Einstein. Si se habían tomado todos los recaudos necesarios, el experimento era válido. Luego, la velocidad de la luz es constante. Se trata —en fin— de algo independiente de la fuente que lo emite y del observador que lo recibe. Una cosa en sí misma. O si se prefiere, una invariante, como dicen los físicos.
Al sabio de los pelos desordenados y bigote de morsa no le gustó el nombre de relatividad impuesto a su doctrina. Siempre que pudo, colocó la palabra entre comillas. Es que lo fundamental a sus ojos no era haber volatizado las nociones corrientes de espacio-tiempo. Ellas carecían de todo valor científico, apelaban solamente al testimonio de los sentidos. No, el mérito era haber cimentado, asegurado, apuntalado definitivamente en lo eterno, la armazón científica que amenazaba con venirse abajo.
Antes de que 1905 finalizara, Einstein firma un quinto artículo en los "Anales de Física". En él, perdida en medio de una suerte de corolario práctico para la teoría de la relatividad, estaba una ecuación que haría historia: E=mc2. Más exactamente, W = mc2, porque en aquel entonces el autor simboliza a la energía con la letra W (el título del trabajo era: "¿Depende la inercia de un cuerpo de su contenido en energía?"). La masa estaba representada por 'm' y la velocidad de la luz por 'c'. En otros términos, la masa y la energía son dos aspectos de una sola y única realidad.
Nadie, ni el propio Einstein, se dio cuenta de la monstruosidad física que eso suponía. Pero es a través de esa ecuación que las especulaciones del genio van a irrumpir, bruscamente, en la vida cotidiana de la humanidad. Devorando miles de millones de dólares, trastornando cálculos políticos, estremeciendo todas las escalas de valores, ella reveló al hombre la potencia fabulosa del átomo.
Y años más tarde, cuando el mago que la inventó asumía la integridad de su gloria, ella retornaría convertida en un hongo ominoso —como un siniestro boomerang— para ensombrecer sus últimos días.
Tras de imprimir sus garrapateadas ecuaciones, Einstein corre a tomar el cargo de ayudante de cátedra en la Universidad de Berna; se ubica luego como profesor en la Escuela Politécnica de Zurich. En 1910 logra ingresar en el abroquelado claustro docente de la Universidad de Praga. Pero no hay que engañarse: la teoría de la relatividad (todavía sospechosa) no tiene nada que ver con este triunfo. El arma era un ensayo anterior sobre medición de moléculas a partir del movimiento browniano.
Como digitado por un designio inescrutable, sus frágiles espaldas deben soportar en 1921 un inesperado halago: el Premio Nobel. Lo obtendrá por su "memoria" sobre el efecto fotoeléctrico. Es como si esa exuberancia que lo incendia obtuviera respuestas convulsivas. La fama lo desbordará siempre y él se encargará —inconscientemente— de provocarla sin cesar.
Cuando los últimos fuegos de la Primera Guerra se extinguen, los norteamericanos prometen cinco mil dólares —¡850.000 pesos!— al que sea capaz de resumir la teoría de la relatividad en menos de tres mil palabras.
En el mismo año en que lo 'nobelinizan', Nueva York recibe a Einstein como a un jefe de Estado. Hollywood tortura los impolutos gabinetes de su museo de luminarias, con los viejos y gastados zapatos del sabio.
Un pastor que edifica su iglesia en el corazón de Manhattan, decide adornar el frente con las estatuas de los más grandes personajes de la historia. Escribe a conspicuos hombres de ciencia de su país pidiéndoles una lista de catorce notabilidades. Una sola transita todas las respuestas: Albert Einstein. Cuando el pastor lo invita luego a contemplar su propia imagen cincelada en la piedra, él menea la cabeza, guiña un ojo y confiesa: "En realidad, hubiera podido imaginar que algún día se le ocurriera a alguien hacer de mí un santo judío. Lo que nunca pensé es que se me convertiría en un santo protestante..."

De Newton al gran huevo
Treinta y seis años, una cabellera todavía oscura y una esposa número dos que anuncia a sus íntimos que el marido famoso está por "poner un gran huevo". Europa gemía en las trincheras de 1915. Meses después, Einstein entrega una sorprendente generalización de la teoría de la relatividad.
Las leyes gravitatorias, tal como las formulara Newton, describían una fuerza misteriosa e inasible, ejerciéndose a distancia, sin consideración alguna del tiempo. La nariz de Einstein se torcía espontáneamente al toparse con una discordancia que violaba su sentido de la lógica. Y así es como en su teoría generalizada, la gravitación pasa a ser un caso particular de la inercia.
Para establecerla debió remodelar el universo entero, hacer que las paralelas se chocasen entre sí, gritar que la línea recta no es el camino más corto entre dos puntas. Un cosmos alucinante e insólito, pero, ¿qué importa? A los ojos de Einstein, la verdad es matemática, el resto no trasciende la pura ilusión.
Hasta ese momento, su vida parece que va a acabar en una larga, una interminable apoteosis. Arrima su prestigio a las causas más nobles: la cooperación internacional, el pacifismo. Combate a Hitler, y cuando el clima se le torna irresistible vuela a los Estados Unidos para asilarse en una especie de seminario del espíritu para cerebros selectos: Princeton. De allí lo va a sacar brutalmente el destino.
El 30 de julio de 1939 los fantasmas lo invaden, disfrazados de un par de discípulos europeos: Leo Szilard y Eugenio Wigner. Hay que derrotar al fascismo, susurran los fantasmas. Núcleos, protones, electrones. La voz va resonando, insidiosa. Son sus ideas, maestro. Usted ya lo había previsto, maestro. Porque la energía... Algunas noticias son suficientes para trastornarlo. La guerra es inminente. Hitler les ha puesto plazo a sus científicos para que hallen el camino. Los átomos, maestro, los átomos. No podemos dejarlo que se nos adelante. Flotan muchos nombres, conocidos y nuevos, mezclados en una sinfonía desconcertante. Fermi, Hahn, Oppenheimer, Strassman, Joliot-Curie. El gobierno norteamericano se niega a suministrar fondos. Sólo Einstein, el sabio más célebre del mundo, puede convencerlos.
Y Einstein dice que sí. Odia el militarismo, le espantan las masacres, lo sobrecogen los estampidos sangrientos. Hitler, sin embargo, representa la quintaesencia del horror. Deben detenerlo.
Una carta al presidente Roosevelt (siempre se acordará: fue el 2 de agosto de 1939) le vale a Fermi un crédito de 6.000 dólares. El primer reactor de la historia puede concretarse. Después, plañidero, mascullará Einstein: "Yo, yo, fui yo el que apretó el botón..."
Siempre arrastraría penosamente su arrepentimiento. Cuando Estados Unidos termina de fabricar su bomba, el Führer yace, vencido. Albert Einstein le envía una segunda carta a Roosevelt, rogándole que no se use el artefacto contra seres humanos. El estadista no la va a leer nunca. Con el sobre cerrado, fue encontrada entre sus papeles, la noche en que lo velaban.
"Y el trágico 6 de agosto de 1945, sobre las ruinas de Hiroshima, el anciano físico, sombrío, va a murmurar: "Ojalá no hayamos puesto dinamita en las manos de los chicos."
Albert Einstein quizá aparecerá menos grande y, seguramente, menos conmovedor, si no hubiera tenido que habérselas con las imprevisibles consecuencias de sus actos, como cualquier mortal. Consecuencias, claro, fantásticas, a la escala de la civilización naciente. A la medida de su genio.
Incluso sobre el plano teórico, esta ciencia del átomo que él inauguraba estaba orientándose cada vez más en una dirección opuesta a su idiosincrasia. Einstein estuvo siempre hambriento de certidumbre, ávido de absoluto. Sus sucesores vociferaban que en materia científica no hay nada real ni tangible, que todo iba a derretirse apenas en un juego de ecuaciones abstractas y de probabilidades estadísticas. "Dios no juega a los dados con el universo", se quejaba él. ¿Misticismo?
Desde la adolescencia, cuando se convenció de que las palabras de la Biblia no podían ser tomadas en forma literal, le disgustaban las religiones reveladas. Lo que no iba a impedirle meditar, en sus últimos años, al pasearse —blanca y revuelta la melena, muy mansos sus ojos tímidos— por los sofisticados gabinetes de Princeton: "El hombre que no está familiarizado con el sentimiento del misterio, el que ha perdido la facultad de maravillarse, de abismarse en la veneración, es como un hombre muerto... Creo firmemente que existe algo más allá de nosotros... Creo en el Dios de Spinoza, que se manifiesta en una armonía de todos los seres... La esencia de la religión consiste en ser capaz de meterse debajo de la piel de otro ser humano, regocijarse con su alegría y sufrir con su dolor." 
22 de junio de 1965
PRIMERA PLANA