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Ho Chi Minh: ¿Patriota o revolucionario?

 

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pie de fotos
-Ho Chi Minh, hora de cavilaciones
-El balancín determina la distribución de arroz. El ejército de Vietnam del Norte sueña con Dien bien Phu
-Giap, ¿otra vez a la jungla?

 

 

El cabello escaso y sedoso en lo alto de una comba frente amarilla, confundidos en delicado arabesco el bigote de puntas caídas y una rala barbita que el viento tironea a veces, un suave y frágil hombrecillo revisa unos papeles bajo el estrecho circulo de su lámpara.
Nadie, ni él mismo, conoce su edad a ciencia cierta; alguien conjeturó que carga 75 años sobre sus encorvados hombros. Pero lee todavía sin usar lentes.
Ahora está sopesando un mensaje que indirectamente le envía el hombre más poderoso del mundo. El Presidente Lyndon B. Johnson quiere tratar con él. En realidad, de él depende que remate en un armisticio o en una Tercera Guerra Mundial la contienda local más mortífera del siglo XX, que cada día gasta la misma cantidad de
explosivos que se intercambiaban alemanes y rusos hace un cuarto de siglo. Pero ahora, todos esos explosivos se desploman sobre uno sólo de los contendientes: sobre el mísero país que ese frágil y suave hombrecillo ha gobernado por una década, después de llevarlo a la victoria contra los Imperios japonés y francés.
Los periodistas occidentales, cuando llegan a Vietnam del Norte, no omiten un peregrinaje a Vinh, hoy una aldea sin niños, sin alegría; los muros calcinados de la escuela han volado por los aires, y el suelo barroso está surcado como por una monstruosa carreta; aquí y allá, enormes cráteres confiesan su estupor a las escuadrillas de hasta 50 superfortalezas que a menudo atruenan el lugar. No hay más señales de vida que los gusanos que emergen de la tierra removida y algunas figuras de mujer, rápidas, asustadas, que desaparecen en la espesura cargando un balancín sobre sus hombros.
A pocos kilómetros de Vinh se divisa la aldea de Kim Lien, un puñado de chozas entre pilones; la aldea está rodeada de una empalizada de cañas de bambú. Allí, la llanura se acaba, se zambulle en el mar, cuyo aroma acre se mezcla con las dolorosas quejas de los patos salvajes. Una de esas chozas está vacía. En ella nació, unos diez años antes del cambio de siglo, un niño vietnamita que se llamó Nguyen Van Thanh. La historia le otorgó otro nombre: Ho Chi Minh, que significa El que lleva la luz.

Nacionalismo o comunismo
Era hijo de un funcionario imperial que había recibido alguna instrucción y que, por nacionalismo, rehusaba aprender el francés. El muchacho, por la misma razón, se empeñó en hablar el lenguaje de los colonizadores. Su padre pedía consuelo a los bonzos de la pagoda; él, en cambio, se atiborraba los bolsillos de libros de Marx y Lenín, en francés, A los veinte años se embarcó como tripulante en un carguero francés; fue pastelero en Londres (en el Hotel Carlton), y en 1918 se trasladó a Francia, la metrópoli enemiga.
Nacido en medio de la revuelta, nutrido de cólera, ningún peatón de París reparaba en el joven nervioso y macilento que rumiaba su rencor de paria en la calle Mercadet, donde retocaba fotos en un tenebroso sucucho. En 'La Vie Ouvriére', un periódico marxista, se leía este anuncio: "Usted que desea un vivo recuerdo de sus niños, haga retocar sus fotos por Nguyen Van Thanh. Bellos retratos y bellos marcos por 45 francos".
Se le vio en algún congreso socialista, en el cual se discutía si el partido del difunto Jaurés —ahora comandado por Blum— se afiliaría o no a la III Internacional, fundada por "ese asiático" (Lenin) que se había apoderado de los palacios zaristas, en San Petersburgo. Los jefes del socialismo francés, un poco estetas y un poco dandies, miraban fascinados a ese otro asiático, vocablo que ayudaba a los franceses —sí, incluso a un hombre como Blum— a disimular su ignorancia geográfica.
En el congreso, la mayoría se fue con Lenin; él también, pero durante algún tiempo no volvió a las calles céntricas; en tenebrosos suburbios compartía sus cafés y cigarrillos con árabes, malgaches, congoleños, sus hermanos en la miseria y el odio. Hasta allí solía deslizarse, a veces, un joven chino cuyos acerados ojos y sutiles manos aludían a un linaje mandarín: se llamaba Chou En-lai.
El futuro Ho Chi Minh intentaba evangelizar primero a sus camaradas, los comunistas franceses. "Desgraciadamente —escribió en L'Humanité el 25 de marzo de 1922—, cuántos son todavía los militares para quienes una colonia no es otra cosa que un país con mucho sol arriba y mucha arena debajo, algunos cocoteros verdes y unos hombres de color..." No tuvo éxito: el movimiento obrero europeo y las turbas famélicas de las colonias no tenían nada en común.
Veinticinco años más tarde, había ministros comunistas en el gobierno francés que intentó destruir el primer gobierno independiente del Vietnam (cuyo jefe, precisamente, sería él); y hasta 1963, cuando los nacionalistas argelinos habían arrastrado a todo su pueblo a la guerra de emancipación, los comunistas, en Francia, aún discutían si debía acordarse a Argelia la independencia o la simple autonomía... Ho Chi Minh se separó con disgustos del comunismo francés después de acudir a Moscú, a un congreso de la Internacional, y denunciarlo como cómplice del colonialismo. Entonces corre a China, participa en la revolución de Cantón —junto a Mao Tse-tung y Chou En-lai— y sus preferencias se orientan más bien hacia el partido nacionalista, el Kuomintang. Pero se desengaña también cuando el joven mariscal Chiang Kai-Shek se vuelve contra los comunistas y los masacra.
Enfermo de tuberculosis, pasa unos meses en una cárcel inglesa de Hong Kong; consigue escapar y, bajo distintos disfraces, burlando a los servicios secretos de todas las potencias, ambula por países del Sudeste asiático, En cada uno organiza un partido nacionalista. El socialismo, afirma, no tiene razón de ser sino en Europa. "Los asiáticos no ganaremos nada con que sean los laboristas ingleses o los comunistas franceses quienes nos exploten." En 1941, Japón ocupa, sin disparar un tiro, la Indochina francesa; pocos meses después, toda la región arde; la Segunda Guerra Mundial se ha extendido a las apacibles costas del Pacífico Sur. Ho Chi Minh entra sigilosamente en su país y funda el Vietminh, partido nacionalista indochino. Los circunstancias lo llevan a combatir contra los japoneses, a recibir ayuda inglesa, norteamericana, rusa, china, francesa; él la acepta sin discutir; ahora se trata de pelear, después se volverá a la política. En 1944, el ejército secreto del Vietminh ha encuadrado a centenares de miles de indochinos; los atentados, la guerrilla, desesperan a los militares nipones; finalmente, cuando la ocupación debe cesar, llaman a Ho Chi Minh y le entregan el poder con una sonrisa irónica. Al fin y al cabo, es un asiático; que se arreglen con él los vencedores de la guerra. De Gaulle envía algunas divisiones a Indochina, en barcos ingleses y norteamericanos, pero reconoce al Presidente Ho Chi Minh. Los soldados franceses le presentan armas.
Un año más tarde, invitado a visitar Francia —la conferencia de Fontainebleau debe resolver las cuestiones pendientes en Indochina tiene frente a sí un Ministro de Colonias socialista: Marius Moutet. Se besan en las mejillas: no se veían desde aquel congreso de 1922, cuando eran camaradas en un mismo partido. Pero de Gaulle ya no es presidente y un gobierno de socialistas, comunistas y demócratas cristianos descarga un golpe de mano en Saigón. Un joven capitán, Vo Nguyen Giap, y un político comunista, Pham Van Dong, inician la resistencia. El jefe de Estado se reunirá con ellos en la jungla, pocas semanas después montan allí sus primeras oficinas, recluían campesinos, desentierran herrumbrados fusiles.
Otra vez la guerra, pero ahora una guerra de siete años. La suerte cambia después de 1949, cuando triunfa la revolución de Mao Tse-tung. Abierta la frontera china, el Vietminh comienza a recibir armas, arroz y técnicos. Ho Chi Minh vuelve a aceptar la ayuda extranjera: esta vez se trata de asiáticos, pero el viejo nacionalista desconfía también de China. Pham Van Dong, que va y viene de Pekín, le impone condiciones cada vez más duras; poco a poco, el Vietminh se vuelve comunista. El ejército francés de Indochina capitulará en 1954: la estrategia de Giap ha encerrado a de Castries en la infernal cubeta de Dien Bien Phu.
En la conferencia de Ginebra (1954), las potencias occidentales imponen la participación de Indochina en cuatro Estados; Vietnam del Norte y del Sur, separados por el Paralelo 17º, Camboya y Laos. Ho Chi Minh admite la independencia de camboyanos y laosianos, cuya tradición cultural es diversa de la suya, pero intenta resistir cuando se traza una línea roja en medio de su patria. Rusos y chinos, que aún se entienden entre sí, presionan desconsideradamente; el fiel Giap está a su lado, pero Pham Van Dong, treinta años más joven que él, le increpa: "Viejo, eres un nacionalista burgués".
Ho Chi Minh transige, por un tiempo. Entra triunfante en Hanoi, una ciudad de 600.000 habitantes (Saigón, la capital del Emperador Bao Dai, protegido de los franceses, cuenta 1.800.000) y desde allí gobernará la región más pobre, más atrasada del país (con 16 millones de habitantes, uno y medio más que Vietnam del Sur). Un férreo sistema comunista se implanta en el Norte. El Presidente deja hacer; para él, lo único importante es la reconquista de la otra parte de su país, donde la influencia norteamericana desaloja a la francesa, y el dictador Ngo Dinh Diem, al Emperador Bao Dai.
En Vietnam del Sur brota la guerrilla: un ejército nuevo, el Vietcong, se extiende rápidamente por la campiña. Es Ho Chi Minh, ahora, quien envía dinero, armas, soldados. En 1965, el ejército survietnamita ha sido completamente batido y deberán desembarcar hasta 200.000 soldados norteamericanos para evitar que Giap se imponga de nuevo, como triunfó de los japoneses y los franceses. Desde hace un año, la aviación estratégica de los Estados Unidos martillea a Vietnam del Norte, prácticamente sin oposición; la ayuda rusa y china es, sobre todo, "moral"...
La semana antepasada, el Presidente de Ghana escribió una carta a Ho Chi Minh, que había rehusado acoger a una delegación mediadora de la Comunidad Británica por entender que Gran Bretaña no mantiene la neutralidad en el
conflicto. Es cierto —reconoce Kwame N'Krumah—, pero no puede decirse lo mismo de los miembros africanos de la Comunidad Británica. El profeta del pan-africanismo desea visitar a Ho Chi Minh. La respuesta fue positiva: N'Krumah sería bien recibido. Pero Ho Chi Minh le previno que no podía garantizar su seguridad, en un país continuamente atacado por aviones enemigos; por otra parte, aunque se suspendieran sus ataques aéreos, Vietnam del Norte no se considera obligado a negociar, puesto que la "agresión extranjera" continúa. Pero tampoco exigía, como condición previa, la evacuación de las tropas norteamericanas.'
N'Krumah escribió a la Casa Blanca para notificar que —más afortunado que otros mediadores en potencia estaba, por fin, en contacto con el viejo jefe de Hanoi. Le pedía que, mientras durase su visita, la aviación norteamericana suspendiera sus ataques. El Presidente Johnson respondió que la seguridad de N'Krumah no corría peligro, puesto que la capital, Hanoi, nunca ha sido atacada; y que esos bombardeos no se suspenderían mientras no cesara la "agresión" del Vietcong contra la independencia survietnamita. También en esta respuesta, el estadista africano encontró alguna razón para el optimismo. Ahora su tarea está circunscripta: se trata de interrumpir ambas "agresiones" a la vez, sin que ninguna de las partes parezca ceder ante la otra.
La decisión final depende, en última instancia, de tres hombres: Ho Chi Minh, Giap, Pham Van Dong. ¿Admite el Presidente que no puede exponer a su pueblo a tan enormes sufrimientos? ¿Que la "construcción socialista", llevada a cabo con enorme costo humano en los últimos diez años, está desvaneciéndose bajo los bombardeos norteamericanos? ¿Que la primera potencia mundial no puede consentir una derrota, como admitieron la suya los franceses en 1954? En otras palabras: ¿es todavía un nacionalista vietnamita o deberá servir hasta el fin al comunismo, sea europeo o asiático?
Loas chinos pretenden que los "imperialistas" deben morder el, polvo, pero insisten que ellos no enviarán su ejército a menos que su propio territorio sea atacado, como ocurrió en Corea hace quince años.
En cuanto a los rusos, que tampoco pelearon en Corea, invitan discretamente a cesar el combate; y, para ser escuchados con preferencia sobre sus antiguos aliados, despachan más armas que China; armas modernas, pero sólo defensivas.
Los cohetes antiaéreos soviéticos protegen Hanoi, pero ello crea un nuevo riesgo: para algunos jefes norteamericanos, conviene destruir esas baterías, antes que la capital enemiga se torne invulnerable.
El jueves pasado, cohetes autodirigidos disparados desde bases móviles derribaron el segundo avión norteamericano en un mes. Obviamente, la existencia de ese material —y de técnicos rusos que, sin duda, lo están utilizando— restablece el equilibrio militar y torna indispensable un nuevo nivel de "escalonamiento". En Washington se fortalece la posición de quienes exigen represalias contra el Vietnam del Norte por esta actividad soviética.
Ho Chi Minh lucha y negocia en cuatro frentes: con los rusos, con los chinos, en las guerrillas del Vietcong, contra los bombardeos norteamericanos a su país natal. Mago ascético cuyo nombre, hace medio siglo, simboliza en el Sudeste asiático la independencia y la revolución, reside en el inmenso palacio que antaño ocupaban los gobernadores franceses de Indochina. Pero sólo eligió para él un simple pabellón, que estaba reservado al personal de servicio. Cada mañana, entre las 4 y las 5, comienza su jornada con algunos ejercicios físicos en el parque del palacio; luego se recoge en su despacho. El mismo suele servir el café a sus visitantes; y la primera pregunta que les dirige es, siempre, para interesarse por su salud y la de sus hijos.
Ese gigante pálido que acaba de llegar con los ojos enfermos de fiebre es Pham Van Dong, el antiguo amigo de los chinos. ¿Es verdad que ahora simpatiza más bien con la moderación rusa? El otro que espera en la salita contigua, ya sexagenario, pero con aspecto de estudiante aplicado, es el vencedor de Dien Bien Phu. ¿Recomendará, acaso, abandonar otra vez la capital e instalar el gobierno en la jungla para protegerlo de las incursiones aéreas? ¿Sueña Giap con destruir otro ejército occidental entre los arrozales del río Mekong? Nada permite suponerlo. No es un ideólogo; ama a su tierra, al menudo pueblo que cargaba al hombro los obuses con los cuales él, Giap, ensordecía a de Castries y su estado mayor. Para el Vietnam, la guerra que comenzó en 1940 no ha terminado nunca.
Entre el político y el militar, Ho Chi Minh debe orientar, arbitrar, conciliar. La decisión será tripartita, pero nadie tiene más voz que él, porque el pueblo está con 'El que lleva la luz'.
revista primera plana
17 de agosto de 1965